Liam Hunter era un hombre que no dejaba cabos sueltos.
CEO de una de las empresas más importantes del sector inmobiliario en Nueva York, no toleraba el caos, ni las sorpresas, ni los vacíos sin explicación. Todo en su vida estaba perfectamente calculado. Cada inversión, cada decisión, cada persona a su alrededor… excepto aquella noche.
Aquella maldita noche.
Durante semanas había intentado borrarla de su mente, sin éxito. No era un hombre que bebiera en exceso ni que se permitiera perder el control, pero esa noche había sido una excepción. La presión, el cansancio, la soledad disfrazada de éxito… todo lo llevó a refugiarse en un bar del hotel, solo por unas horas.
Y allí estaba ella.
No recordaba su nombre. De hecho, ni siquiera estaba seguro de que se lo hubiera dicho. Pero sí recordaba sus ojos. Tristes. Cansados. Hermosos. Y su risa, temblorosa, como si necesitara salir a flote por un instante.
No había sido un juego para él, aunque empezó como uno. Había sido real. Intenso. Diferente.
Ella se fue antes de que él despertara. Dejó el silencio como única despedida y una memoria incompleta como rastro.
Liam no la volvió a ver. No sabía quién era. No sabía cómo buscarla. Solo tenía el recuerdo de su piel, su voz, su cercanía.
Y el vacío que ella dejó sin saberlo.
Durante los meses siguientes, Liam se enfocó en su trabajo como nunca. Expandió la empresa, cerró tratos internacionales, asistió a eventos que apenas le interesaban. Tenía el mundo a sus pies, pero nada lograba llenar la inquietud que lo carcomía por dentro.
Contrató discretamente a un investigador privado, aunque no quiso admitirlo. Dio lo poco que sabía: el nombre del hotel, la noche en cuestión, una vaga descripción física.
Pero no hubo rastros. Nada.
Ella había desaparecido como un fantasma.
Eso lo atormentaba más de lo que estaba dispuesto a aceptar.
A más de tres mil kilómetros de distancia, Ana continuaba su rutina como si llevara años en Nueva York. Sus días se dividían entre la universidad, consultas médicas y tardes de estudio donde a menudo se quedaba dormida con los apuntes sobre el vientre.
Ya no vomitaba. El segundo trimestre había traído consigo una calma engañosa. El cansancio seguía, pero ya no era devastador. A veces, cuando se tocaba el vientre y sentía los movimientos suaves en su interior, se sorprendía sonriendo sin razón.
Nunca imaginó que un embarazo pudiera doler tanto y, al mismo tiempo, sanar partes de ella que ni siquiera sabía que estaban rotas.
No pensaba en el padre. O al menos, eso se decía a sí misma.
Pero en las noches de silencio, cuando todo se detenía, su mente la traicionaba. Recordaba su rostro borroso, su voz grave, la forma en que la miró aquella noche como si pudiera ver a través de ella.
¿Quién era él? ¿Le importaría saber que había creado vida?
No podía responderse eso. No podía arriesgarse a buscarlo. No tenía ni siquiera una pista para hacerlo. ¿Y si era un hombre casado? ¿Y si no quería saber nada? ¿Y si intentaba arrebatarle a sus hijos?
Eran demasiadas preguntas, y ninguna certeza.
Así que decidió vivir solo con una verdad: esos niños eran suyos. Y bastaban.
Mientras tanto, el destino —esa fuerza caprichosa que Ana había aprendido a temer— seguía moviendo sus piezas.
Un correo electrónico llegó a la empresa de Liam. Un nuevo proyecto en el que una universidad de Nueva York buscaba renovar su ala de diseño. Un contrato menor para alguien como él, pero con una conexión inesperada.
El nombre del contacto: Ana Camargo.
Liam lo leyó dos veces. Luego una tercera.
Había algo en ese nombre que le sonaba familiar, aunque no lograba ubicarlo. Pero su intuición, esa que jamás ignoraba en los negocios, le susurró que debía tomar ese contrato en persona.
No sabía por qué.
Solo sabía que tenía que hacerlo.
Días después, Ana llegó a la oficina del decano con su carpeta en mano. Vestía un suéter suelto que disimulaba su embarazo y un abrigo largo, aunque el frío ya no apretaba tanto. Tenía las manos temblorosas, como cada vez que debía enfrentarse a algo que escapaba de su control.
—El CEO vendrá en persona a evaluar el proyecto —le dijo el decano con entusiasmo—. Es un honor que alguien como Liam Hunter sea interese.
Ana parpadeó. Ese nombre…
Un escalofrío le recorrió la espalda sin saber por qué. Sintió el estómago apretarse, no por los bebés, sino por una sensación extraña. Inquietante.
—¿Liam… Hunter? —repitió en voz baja.
—Sí. Un empresario brillante. Aunque muy reservado —comentó el decano mientras firmaba unos papeles—. Vendrá en una semana. Quizás puedas acompañarme a presentarle la propuesta. Será una gran oportunidad.
Ana asintió, pero no dijo nada más.
No sabía por qué su pecho latía tan fuerte.
No sabía por qué aquel nombre le sonaba tan… cercano.
Pero en lo más profundo de su ser, un presentimiento comenzó a gestarse, tan real como los latidos dentro de su vientre.
El pasado se acercaba.
Y ella no estaba lista.
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