...Nabí...
—¡Eres una inútil, Nabí! —la voz de mi abuela resonó en la casa como un eco cruel—. ¿No puedes hacer nada bien? Solo se te da romper cosas.
Me encogí en el asiento, tratando de ignorar el ardor en mis mejillas mientras mi abuela continuaba con su diatriba. Había sido un simple descuido: un plato que se me resbaló de las manos mientras lavaba los trastes. Pero para mi abuela, cada error era una oportunidad para recordarle lo poco que valía.
—Cuando yo tenía tu edad, ya sabía ser responsable —continuó, con sus ojos fríos como el acero—. No puedo creer que sigas siendo tan infantil.
Las palabras de mi abuela caían como piedras sobre mí. La verdad es que había estado tratando de demostrarle a mi abuela lo contrario, día tras día. Me había esforzado por mantener la casa limpia y por ayudar con las compras; incluso había dejado de lado mis propios sueños para no causar problemas. Pero nada parecía suficiente.
Mi infancia había estado marcada por la ausencia de amor maternal y por el silencio opresivo de una casa que no sentía como hogar. Mi padre había sido mi refugio; él me contaba historias sobre mi madre y me llenaba de cariño. Pero tanto mi voz, como mis sueños, la vida me había arrebatado también a él demasiado pronto.
Mientras mi abuela se alejaba, sentí que una mezcla de tristeza y rabia burbujeaba en mi interior. Este ciclo interminable de críticas y menosprecios me estaban consumiendo. En solo unos días, sería mayor de edad y podría tomar decisiones por mí misma. Esa idea era un faro en medio de la tormenta.
O al menos eso quería saber.
Me levanté lentamente de la mesa, sintiendo el peso de las palabras de mi abuela aún resonando en mi mente. Caminé hacia mi habitación, la puerta chirrió al abrirse, y el olor a madera envejecida me envolvió como un abrazo familiar. El sol se filtraba a través de las cortinas desgastadas de esas cuatro paredes, iluminando el polvo que danzaba en el aire.
La cama de metal oxidado ocupa casi todo el espacio. Frente a mí, el escritorio está cubierto de libros viejos que mi padre me compró cuando era niña. Me siento frente a él en silencio, deseando poder plasmar mis pensamientos en palabras, ya que con la voz no podía. Pero cada vez que intento escribir, me detengo. Las hojas en blanco son un espejo de mis sueños no cumplidos; me miran fijamente mientras las críticas de mi familia resuenan en mi mente.
No vales nada.
Nunca lograrás nada.
Esos ecos me paralizan.
A veces miro por la ventana cubierta con cortinas opacas, anhelando dejar entrar la luz del sol sin miedo al juicio ajeno. Pero por ahora, sigo atrapada entre estas paredes húmedas y sombras persistentes.
Desperté sobresaltada, sintiendo el roce incómodo del viejo colchón contra mi espalda. La oscuridad de la habitación me envolvía como una manta pesada, y no sabía cuánto tiempo había pasado desde que cerré los ojos. A través de la música que sonaba en la habitación de al lado, supe que mi tío ya estaba en casa. La melodía se filtraba por las paredes, llenando el aire con un ritmo vibrante que contrastaba con la soledad en la que me encontraba.
Mi tío, con sus 26 años, trabaja en el bufete de abogados de mi abuelo. Es el consentido de la casa, a pesar de ser hijo de una amante que tuvo mi abuelo hace años. Todos lo adoran; su risa contagiosa y su manera gentil y humilde de tratar a los demás lo hacen brillar en cada reunión familiar. Pero para mí, su luz es solo un recordatorio de mi propia oscuridad.
Nunca me había molestado directamente, pero siempre me mira con desdén, como si fuera una plaga que no puede evitar. Hay una distancia entre nosotros, un muro invisible que él nunca se ha molestado en derribar. Mientras escucho la música en el otro lado de la pared, no puedo evitar sentir celos de cómo se mueve por el mundo con tanta confianza y facilidad.
Me levanto lentamente de la cama, sintiendo cómo los resortes oxidados me pinchan en las costillas. Este viejo colchón parece más un lugar para el dolor que para el descanso. Me acerco a la ventana, tratando de ver algo más allá de estas cuatro paredes que me atrapan. La oscuridad afuera es densa y las luces titilantes en las casas vecinas parecen estrellas.
Ignorándolas, tomé mi toalla de baño desgastada y salí de mi habitación. El aire fresco del pasillo me golpeó suavemente, y por un momento, me sentí un poco más viva. Pero esa sensación se desvaneció rápidamente cuando choqué con un cuerpo firme y musculoso.
Mis ojos se elevaron lentamente, topándome con el pecho desnudo de mi tío. Un tatuaje de una araña se dibujaba en su pecho, justo en el área donde debería latir su corazón. Era un diseño impresionante, pero en ese instante, solo podía pensar en cómo su presencia me hacía sentir pequeña y vulnerable.
Cuando finalmente subí la mirada para encontrar sus ojos, el frío que emanaba de ellos me atravesó como un cuchillo. No había calidez ni amabilidad; solo un vacío helado que reflejaba el odio que parecía sentir hacia mí. Su cabello estaba empapado, gotas de agua resbalaban por su piel mientras él me miraba con desprecio, como si yo fuera una carga que no deseaba llevar.
Sin decir una palabra, se limitó a ignorarme y continuó su camino hacia su habitación. En ese pequeño pasillo, tan angosto que se sentía como una prisión, no había forma de evitarlo. Era un recordatorio constante de lo cerca que estábamos, pero también de lo lejos que él estaba dispuesto a estar de mí.
Me quedé allí, inmóvil por un momento, sintiendo cómo mis inseguridades se apoderaban de mí nuevamente. La toalla desgastada en mis manos parecía ser lo único que me sostenía mientras el silencio del pasillo se volvió abrumador. El eco de sus pasos resonó en mis oídos mientras desaparecía tras la puerta de su habitación.
Otra vez observé mi clóset: solo cinco camisas, tres sudaderas y dos pantalones vaqueros desgastados. Era todo lo que tenía, y aunque me gustaría decir que no me importaba, la verdad era que cada prenda se sentía como un recordatorio de lo poco que contaba en esta casa.
Bajé a la cocina, donde el ambiente estaba cargado de murmullos y el aroma de la comida recién hecha. Al entrar al comedor, vi a mi abuelo conversando animadamente con mi tío. Mi abuela se movía entre ellos sirviendo la comida, su rostro concentrado mientras llenaba los platos. En cuanto entré, noté cómo las palabras se desvanecieron momentáneamente, pero rápidamente volvieron a retomar el hilo de su conversación, como si mi presencia fuera solo una sombra en la esquina.
Me senté en el rincón habitual, esperé pacientemente a que mi abuela me entregara mi porción, pero ella continuó sirviendo a los demás, ignorando mi existencia. Sabía lo que eso significaba: tendría que buscarme las sobras nuevamente.
El tono de voz de mi abuelo era firme y decidido cuando dijo—: No podemos permitirnos perder este caso, Dante. Es crucial para nuestra reputación en el bufete.
Mi tío asintió, cruzando los brazos sobre su pecho musculoso.
—Lo sé, papá. Pero hay demasiados factores en juego. La otra parte tiene recursos y conexiones que no podemos subestimar.
—No se trata solo de recursos —replicó mi abuelo—. Se trata de estrategia. Si logramos demostrar que tienen intenciones dudosas, podemos darle la vuelta al caso.
Me esforcé por escuchar mientras trataba de ignorar el vacío en mi estómago. La conversación continuó fluyendo entre ellos—: Y si perdemos esta oportunidad —prosiguió mi abuelo— no solo afectará nuestra posición, sino también a todos los que dependen de nosotros.
Mi tío soltó un suspiro frustrado.
—Entiendo eso, pero necesitamos más pruebas. Hasta ahora solo tenemos indicios; no podemos basar nuestra defensa en conjeturas.
La abuela finalmente me vio y llenó un plato con lo que quedaba: un poco de arroz y una rebanada de carne casi sin grasa. Agradecí su gesto con una sonrisa tímida antes de volver a concentrarme en la conversación.
—Entonces hagamos algo —dijo mi abuelo—. Esta noche revisaremos todos los documentos y buscaremos cualquier detalle que hayamos pasado por alto. No podemos permitirnos fallar.
Mi tío asintió nuevamente, aunque su expresión mostraba dudas—: Está bien, pero no será fácil encontrar algo nuevo.
Mientras ellos continuaban discutiendo estrategias legales y posibles escenarios del caso, yo me sumergí en mis pensamientos. La comida simple frente a mí se convirtió en un mero acompañamiento del ruido del comedor.
Después de terminar de comer, me dirigí al fregadero, sintiendo que al menos podría hacer algo útil. Con un plato en la mano, pensé en lo bien que se sentiría ayudar, aunque fuera un pequeño gesto. Pero antes de que pudiera sumergir el plato en el agua jabonosa, mi abuela me detuvo con un tono cortante.
—¡No! Tú no vas a lavar nada —dijo con voz agresiva—. Recuerda lo que pasó la última vez que lo hiciste.
Su mirada era dura, y sentí cómo se me encogía el estómago. Sin embargo, no podía quedarme sin hacer nada. Así que, con determinación, levanté las manos y empecé a signar—: ¡Abuela, sabes que fue un accidente!
Mis dedos se movían con rapidez, pero ella ni siquiera se detuvo a mirarme. Sentí cómo la frustración se acumulaba en mi pecho; mis palabras que nunca salieron de mi boca parecían desvanecerse en el aire cargado de resentimientos. Aunque inesperadamente ella levantó la mano y me dio una bofetada.
La sorpresa me dejó paralizada. Mis ojos se abrieron como platos mientras el ardor se expandía por mi mejilla. No entendía por qué había llegado a eso.
En ese instante, mi abuelo y mi tío nos miraban curiosos, pero mi abuelo no tardó en intervenir.
—Nabí, deberías ser más considerada con tu abuela —dijo con un tono firme—. Debes recordar que estás aquí gracias a nosotros y que el respeto es fundamental en esta casa.
El enojo comenzó a burbujear dentro de mí, una mezcla de indignación y frustración. Sin pensarlo dos veces, decidí que era momento de expresar lo que llevaba dentro.
Con firmeza, levanté las manos y empecé a signar con claridad—: Siempre he sido respetuosa con ustedes. Pero de su parte, eso no ha sido recíproco.
Cada gesto era un grito silencioso, cargado de emociones. Mis dedos se movían con convicción, deseando que comprendiera el peso de mis palabras. La frustración se mezclaba con la esperanza de ser entendida, aunque las palabras nunca salieran de mi boca.
Mi abuelo frunció el ceño y su mirada se tornó más dura.
—Tienes que entender que lo hacemos por tu bien: eres el resultado de un amor complicado, y siempre hay consecuencias que enfrentar.
Cada palabra fue como un golpe directo a mi corazón. Sentí cómo las lágrimas comenzaban a asomarse a mis ojos, una mezcla de rabia y dolor que me hacía querer gritar.
¿Cómo podían decirme eso?
¿Cómo podían culparme por algo que había ocurrido mucho antes de que yo siquiera existiera?
Mis ojos se enrojecieron mientras luchaba contra la oleada de emociones. La indignación latía fuerte dentro de mí; era como si cada palabra hiriente me hubiera dejado marcas profundas, y ahora estaba cansada de ser el blanco fácil para sus frustraciones.
—¿Cómo pueden culparme a mí por lo que pasó entre mis padres? —signé, sintiendo cómo la rabia y la tristeza se entrelazaban en mi pecho.
Recuerdo todas las veces que he soportado sus faltas de respeto en casa. Cada comentario hiriente, cada mirada de desaprobación, cada vez que mi tío se mostraba indiferente hacia mí como si no valiera nada. Esos momentos me han hecho sentir invisible, como si mi vida no tuviera importancia para ellos.
—¿Acaso no ven cómo me tratan? —continué, con mis manos temblando, pero firme—. He intentado ser parte de esta familia, pero siempre parece que soy la villana en su historia. ¿Por qué tengo que cargar con el peso de sus decisiones?
Sentí el aire volverse denso mientras mis palabras resonaban en esas cuatro paredes. Al fin estaba sacando todo lo que había guardado durante tanto tiempo. Necesitaba que supieran cómo me sentía: herida y cansada de ser señalada por algo que no elegí.
No quiero ser el chivo expiatorio ni cargar con su culpa. Solo quiero ser aceptada y amada por quien soy, sin tener que justificar mi existencia.
—Yo no decidí nacer —signé, con convicción—. No elegí que mis padres murieran, ni mucho menos ser adoptada por ustedes. Si así van a tratarme, ¿por qué me trajeron de aquel orfanato? Estaba cómoda y feliz allí. No pedí ser parte de esta familia si iba a ser tratada como una carga.
Sentía cómo la frustración se apoderaba de mí. Me acerqué a mi abuelo, sintiendo que necesitaba liberar toda esa tensión acumulada. Le golpeé el pecho suavemente, casi como un acto desesperado para que comprendiera lo que sentía.
La impotencia me envolvía mientras veía su expresión cambiar, entre la sorpresa y la incomprensión. Pero ya no podía quedarme sin hacer nada. Necesitaba que supieran cuánto dolor había en mí por sus palabras y actitudes.
—No tengo culpa de lo que pasó en sus vidas —continué—. Solo quiero un lugar donde sentirme amada y aceptada. Si no pueden darme eso, entonces quizás sería mejor haberme dejado en el orfanato.
Con cada movimiento de mis manos, sentía cómo el peso de sus expectativas se deslizaba un poco más lejos de mis hombros. Quería que entendieran que merezco respeto y amor, igual que cualquier otro miembro de esta familia.
Pero en ese momento, mi abuela se enfureció. Sin previo aviso, me agarró del cabello con fuerza y me sacudió con rabia.
—¡Eres una asesina! —me gritó, su voz llena de veneno—. ¡Por tu culpa mi preciosa hija murió! Y tu padre… ¡ese pobre bastardo no valía nada y eres idéntica a él y es lo que más me repugna de ti!
Me empujó con tal fuerza que caí sobre el comedor, haciendo un completo desastre. Todo voló por los aires: platos, vasos y comida esparcidos por todas partes. Las heridas de mis brazos comenzaron a sangrar mientras sentía cómo el dolor aumentaba junto con mi desesperación. Mi cabello estaba desordenado y adolorido; cada tirón me recordaba lo frágil que era este vínculo familiar.
Justo cuando pensé que todo había llegado al límite, mi abuela, con una mirada endemoniada en su rostro, intentó lanzarse sobre mí nuevamente. Pero Dante, mi tío, la detuvo en seco.
—¡Basta! —le dijo con firmeza—. Ya es suficiente; te has pasado de la raya.
Ella lo miró con desdén y le respondió bruscamente—: ¡Quítate del medio!
Sin soltarme del brazo, sus uñas se clavaron en mi piel mientras me arrastraba hacia la entrada de la casa. La presión era insoportable y el miedo comenzaba a invadir cada rincón de mi ser. Pude notar una ligera preocupación en la mirada de mi tío, pero él no hizo nada más para intervenir; solo se quedó ahí parado, observando la escena con impotencia. Mi abuelo también permaneció al margen, solo mirando sin intervenir.
Me empujó fuera de la casa como si fuera un objeto inútil, y de repente, el frío del exterior me golpeó con fuerza. Miré hacia atrás, mis ojos llenos de lágrimas y suplicándole de rodillas.
Pero la mirada de mi abuela Beatriz era como un cuchillo afilado. La repulsión que sentía hacia mí era tan clara que me hizo retroceder.
—En unos días cumples 18 años —me dijo, su voz gélida—. De todas formas, deberías irte. No quiero tenerte aquí un segundo más.
La puerta se cerró de golpe, dejándome afuera, desolada y sola. El sonido del cerrojo resonó en mis oídos y me sentí como si el mundo se desmoronara a mi alrededor. Allí estaba yo, en el umbral de lo que alguna vez consideré mi hogar, con el corazón roto y la esperanza desvaneciéndose.
Las lágrimas comenzaron a caer incontrolablemente por mis mejillas. Me arrodillé en el frío suelo del porche y dejé que el dolor fluyera libremente. Pensaba en todo lo que había perdido: el amor que nunca había sentido de parte de mis abuelos y la familia que siempre había deseado tener. Me sentía como un estorbo, una carga que nadie quería cargar.
A través de la ventana podía ver las sombras de mi familia moviéndose dentro de la casa.
Me levanté del suelo, sintiendo el frío del suelo empedrado contra mis piernas desnudas, que estaban expuestas por la pijama corta que llevaba. Las mangas de mi camiseta estaban desgastadas y rotas, y las heridas en mis brazos sangraban ligeramente, recordándome el dolor no solo físico, sino también emocional.
Al mirar a mi alrededor, vi a algunos vecinos que se habían asomado, sorprendidos por la escena que acababan de presenciar. Sus miradas se cruzaron con las mías, pero en mi corazón no había espacio para la vergüenza. Solo sentía una profunda tristeza y una abrumadora soledad.
Sin saber exactamente a dónde iba, comencé a caminar por las calles de una de las residencias que había en Padua. Hacía semanas que no salía a caminar; había estado atrapada en la rutina de mi vida, pero jamás pensé que la próxima vez que lo hiciera sería así, con el peso del rechazo a cuestas.
Mis pasos resonaban en el silencio de la noche mientras me alejaba de la casa que había considerado mi hogar, pero que nunca lo fue. A medida que avanzaba, noté cómo el mundo seguía girando a mi alrededor; los autos pasaban rápidamente por la calle principal, sus luces brillantes reflejándose en mis ojos llenos de lágrimas.
El sonido del tráfico era ensordecedor y caótico, pero a pesar de su ruido, me sentía completamente sola. La gente iba y venía, ajena a mi dolor. Me pregunté si alguna vez alguien se detendría para mirar más allá de su propia vida.
Seguí caminando sin rumbo fijo, buscando algo—quizás un lugar donde pudiera desahogar mi tristeza o encontrar un poco de consuelo. La calle estaba llena de actividad y ruido.
Mientras cruzaba una esquina, vi un banco vacío bajo un árbol frondoso. Sin pensarlo dos veces, decidí sentarme allí. El banco estaba frío al tacto y me dio una pequeña sensación de seguridad al refugiarme bajo las hojas que caían lentamente. Cerré los ojos e intenté calmarme; aunque el mundo seguía su curso frenético a mi alrededor, yo solo quería encontrar paz en medio del caos.
Permanecí allí por horas, sentada en el banco, observando cómo la vida a mi alrededor se desvanecía lentamente. Las luces de las casas y departamentos comenzaron a apagarse una por una, y el bullicio del día dio paso a un silencio casi abrumador. Sospechaba que ya era más de media noche, y la oscuridad se cernía sobre mí como un manto pesado.
Sin rumbo fijo, me levanté del banco con un suspiro resignado. La soledad me envolvía y no sabía a dónde ir. Mis pasos la llevaron a vagar por las calles desiertas, cada vez más perdida en mis pensamientos. Fue entonces cuando me detuvo frente a una ermita religiosa que brillaba con deslumbrantes luces.
El Santuario di San Leopoldo Mandic.
Algo en el lugar me llamó; quizás era la promesa de calma que emanaba de esas luces cálidas y acogedoras. Sin pensarlo más, me acerqué y me escondí detrás de un pilar, buscando refugio. Allí, acurrucada y abrazando mis piernas, traté de encontrar consuelo en la quietud del lugar.
El dolor en mis brazos y manos heridas era agudo, pero lo soportaba mientras mi mente divagaba.
Mientras observaba las luces titilantes del templo, sentí que el lugar me ofrecía una especie de protección. Era un espacio sagrado donde las preocupaciones del mundo parecían desvanecerse. Cerré los ojos por un momento, dejando que el silencio me envolviera.
En ese instante de calma, recordé las historias que había escuchado de mi padre sobre cómo los templos eran refugios para quienes buscaban consuelo y esperanza. Quizás no estaba sola después de todo; tal vez había algo más grande que yo cuidando de aquellos que estaban perdidos.
Una suave brisa sopló, acariciando mi rostro y despejando algunas de las nubes grises en mi mente. Me di cuenta de que no podía seguir huyendo de mi dolor; necesitaba enfrentarlo. Así que tomé una decisión: al día siguiente buscaría ayuda, alguien con quien hablar sobre lo que había vivido y lo que sentía.
Por ahora, sin embargo, me permití simplemente ser. Permitir que las luces del templo iluminaran mi camino interno mientras me aferraba a la esperanza de que el nuevo día traería consigo nuevas posibilidades.
Al despertar en el suelo frío del templo, mis huesos dolían y mi corazón se sentía pesado. Me quedé ahí durante una hora más ordenando mis ideas. Justo cuando la puerta se abrió y un hombre alto salió, lo observé con una mezcla de esperanza y desconfianza. Era canoso, con una sotana negra que ondeaba suavemente. Su mirada me sorprendió; había algo en sus ojos que parecía comprender mi sufrimiento.
—Niña, ¿qué haces aquí? —me preguntó, y su voz resonó en el silencio sagrado del lugar.
Por un momento, dudé. Las palabras se agolpaban en mi mente, pero nunca salieron. Sin embargo, el peso de mi realidad era demasiado para llevarlo en soledad. Finalmente, respiré hondo y le expresé con dificultad: no puedo hablar.
Lo vi observarme con detenimiento, notando las marcas visibles de mi dolor. Su expresión cambió a una de compasión y, sin pensarlo dos veces, se acercó y me invitó a entrar. Acepté sin dudarlo; necesitaba un refugio.
Al cruzar el umbral, una sensación de alivio me envolvió. La luz del sol se filtraba a través de los vitrales, proyectando colores vibrantes sobre el suelo de piedra. El aire estaba impregnado de un aroma a incienso que parecía abrazar mis preocupaciones, haciéndome sentir un poco más ligera.
Me condujo hacia un banco de madera tallada donde pude sentarme. El sacerdote se sentó a mi lado y me ofreció un vaso de agua fresca. Agradecí su gesto mientras trataba de calmarme.
—Está bien —signó, suavemente, tomándome por sorpresa. Su lenguaje de señas era torpe, pero podía entenderlo—. Tómate tu tiempo.
Miré al suelo por un momento antes de atreverme a confesar. Comencé a compartir mi historia, cada movimiento fluye como un río desbordado. Confesé de la traición que sentí al ser rechazada por quienes amaba, de las heridas no solo físicas sino también emocionales que llevaba conmigo.
Mientras signaba, vi cómo su mirada se llenaba de comprensión. En ese momento, supe que había encontrado un lugar donde podría dejar caer mis máscaras y ser auténtica.
Después de compartir mi historia, el sacerdote me llevó detrás del mismo. Allí, un espacio lleno de objetos religiosos llamó mi atención: estatuas, velas y libros antiguos que parecían guardar secretos de tiempos pasados.
El sacerdote me presentó a una anciana que también vivía en el templo: Ana, era una monja anciana, y su sonrisa cálida me hizo sentir un poco más en casa. Me pidió que la siguiera, y aunque me sentía un poco avergonzada por mi apariencia, acepté. Me llevó a una pequeña habitación donde había un botiquín de primeros auxilios.
—Vamos a curar esas heridas —dijo Ana con una voz suave, mientras comenzaba a limpiar mis brazos y piernas con cuidado. Cada toque era delicado, como si estuviera tratando algo precioso. Agradecí en silencio cada gesto. Nunca había recibido tal atención; siempre había sido la que cuidaba de los demás.
Al terminar abandonó por tres minutos la habitación y al volver me ofreció algo de ropa limpia. Era una túnica de color blanco, era sencilla pero decente. Al ponérmela, sentí como si me estuvieran envolviendo en un abrazo cálido y protector. Era un pequeño gesto, pero significó tanto para mí.
Cuando finalmente nos sentamos en el comedor del templo, la mesa estaba llena de comida caliente y humeante. Nunca había estado en una situación así: rodeada de personas amables, compartiendo risas y conversaciones conmigo. Me senté entre la anciana Ana y el sacerdote, quienes hablaban sobre sus días mientras yo disfrutaba de la comida.
Cada bocado era un regalo; saboreaba cada plato con gratitud. Mientras comía, no podía evitar sentirme abrumada por la calidez que emanaba de ellos. Era como si por primera vez en mucho tiempo, realmente perteneciera a algún lugar.
Agradecí a ambos repetidamente, mis gestos salían de mi corazón como un torrente. Cada "gracias" era genuino; nunca imaginé que podría encontrar tanta bondad después de haber estado tan perdida. En ese momento, comprendí que no solo estaba recibiendo ayuda física; también estaba siendo abrazada por una comunidad que podía ofrecerme esperanza y amor.
Esa noche, mientras me retiraba a descansar en el templo, sentí una paz interior que no había experimentado en años. Por primera vez, estaba rodeada de personas que se preocupaban por mí, y eso era más valioso que cualquier cosa material.
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Comments
Jefrii
una historia para no dejar de leer!! es impresionante por lo que tiene que pasar Nabi!.
2025-04-21
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Eudy Brito
Wow que fuerte, pobre Nabi. Se me salieron las lágrimas leyendo su historia
2025-04-20
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