—¡Mariana! ¡Acordate de llevar la lista del pan integral, por favor! —gritó su madre desde la cocina antes de que saliera corriendo a la escuela con la mochila al hombro y el pelo aún húmedo.
—¡Sí, mamá! ¡La metí en el cuaderno de dibujo, no te preocupes! —gritó ella de vuelta, justo antes de tropezarse con una zapatilla de uno de sus hermanos.
Su casa era un caos. Un hermoso, cálido, ruidoso caos.
Eran cinco: su madre, que era el alma de la casa; ella, la única mujer entre cuatro varones (tres hermanos y su papá que había fallecido hacía ya casi una década); y los hornos de la pequeña panadería familiar que funcionaba desde la planta baja de su hogar.
Panadería “La Esperanza”.
Así se llamaba. Y vaya si le hacía honor al nombre. Porque cada día, con esfuerzo, con harina en la cara y manos agrietadas, sostenían no solo un negocio, sino una vida entera tejida con amor.
Mariana era la menor. La princesa guerrera, como le decían sus hermanos.
—¡¿Quién dejó las bolsas de harina abiertas otra vez?! —gritó ella esa mañana mientras pisaba el suelo blanco con sus zapatillas escolares.
—No llores, hermanita, que eso se limpia fácil. ¿Querés que te saque la lengua también o con el comentario basta? —le respondió Elías, el mayor, desde el mostrador.
—Sos un bestia, Elías. —Mariana le tiró una pelotita de miga de pan que tenía en la mano—. Y encima ya no te queda gracia. Ni pelo, de paso.
—¡Me estás buscando! —dijo entre risas mientras corría tras ella.
Así eran.
Bestias dulces.
Brutos protectores.
Ella protestaba todo el tiempo, se quejaba de lo controladores que eran, de cómo siempre querían saber dónde estaba, con quién hablaba, si ese “amiguito” era realmente un amigo… pero la verdad era que los amaba con el alma.
Después de clases, Mariana siempre ayudaba en la panadería. Amasaba, rellenaba, hacía inventario. Su especialidad eran los postres. Y sí, sabía que era buena.
Era su carta de poder.
—¿Querés flan? Bueno, entonces me prestás la moto esta noche.
—¿Se te antojó lemon pie? Ah, mirá qué casualidad… yo necesito que me firmen el permiso para el viaje escolar.
—¿Torta de tres leches? Primero decime quién es la chica nueva del gimnasio con la que andás todo transpirado por ahí, ¿eh?
Sí, Mariana sabía jugar.
Pero también sabía cuidar.
Su mamá tenía una afección cardíaca que la obligaba a descansar y a no esforzarse. Así que todos —los cuatro hijos— se turnaban para que la casa y la panadería funcionaran sin que ella se preocupara por nada.
Y aunque Mariana soñaba con estudiar diseño, con dibujar modelos, colores, formas… con ver sus ideas en pasarelas o revistas, sabía que no era momento. Eso estaba allá, en la ciudad. Lejos. Demasiado lejos de su madre.
Por ahora, dibujaba en sus cuadernos gastados. Se ilusionaba con las combinaciones que creaba entre baguettes y botones, entre miga y moda.
Ese día, sin embargo, su mente no estaba ni en postres ni en pasarelas.
—¡Y te juro que me sacó el lápiz del estuche como si fuera el dueño del mundo! —dijo entre carcajadas a sus amigas mientras salían de la escuela.
—Ay, Maru, ¿pero por qué le dijiste que tenía cara de… de qué era que le dijiste?
—¡De empanada vencida! —respondió entre risas Mariana—. ¡Porque se le frunció todo cuando lo dejé en ridículo! Ese tipo se cree el "malo de la escuela", el intocable, el que todas miran. Pero si me busca… ¡me encuentra!
Sus amigas estallaron en carcajadas.
Y ella también.
No era que fuera rebelde. No era de buscar problemas. Pero cuando algo le parecía injusto, o alguien se ponía en “modo imbécil”, su carácter salía como pan quemado: fuerte y directo.
Llevaba el cuaderno de dibujo contra el pecho. El uniforme algo desprolijo. Las medias caídas. Y una risa de esas que llenaban la vereda. Una risa que no se puede fabricar ni imitar. Una risa que vivía en libertad.
Y entonces, lo sintió.
Un segundo.
Un escalofrío raro.
Como si alguien la estuviera mirando.
Se giró de forma instintiva y miró hacia la calle.
Una camioneta negra, enorme, oscura como la noche más cerrada estaba estacionada al frente. Los vidrios polarizados no dejaban ver nada. Nadie salía. Nadie entraba.
Pero había algo.
Una presencia que no sabía explicar.
—Qué raro… —murmuró.
—¿Qué cosa? —le preguntó una de sus amigas.
—Nada, pensé que… Bah, no sé.
Se encogió de hombros y siguió caminando. Riéndose otra vez. Con esa libertad de quien aún no sabe que está siendo observada. Que su historia ya no le pertenece del todo. Que alguien, desde las sombras, la eligió.
Y que su vida, su mundo y su corazón… nunca volverían a ser los mismos.
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Updated 30 Episodes
Comments
Rosalinda Quintanilla
Mariana tiene una hermosa familia ☺️
2025-05-22
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