La noche caía densa sobre el internado, pero algo en el aire olía a problema… o a fiesta, lo cual era básicamente lo mismo ahí dentro.
—¿Fabián, estás seguro de que esta famosa “reunión secreta” existe? —pregunté, dudando mientras esquivábamos charcos y zonas oscuras.
—¿Y cuándo te he fallado? Bueno… no cuentes lo del aula de química… ni lo del gimnasio... ni lo de la planta—respondió con esa sonrisa descarada, señalando una bodega abandonada al borde de la propiedad.
El lugar parecía el set de una peli de terror barata: ventanas tapiadas, polvo acumulado y un olor a encierro que te arruinaba los pulmones. Pero apenas cruzamos la puerta, el ambiente cambió de golpe.
Luces tenues, música bajita, risas maliciosas y un caos de fondo bien organizado. Las ventanas estaban tapadas con bolsas negras, y una lámpara vieja colgaba del techo como si estuviera por suicidarse. En el aire flotaba el olor mezclado de cigarro, alcohol barato y juventud sin supervisión.
—¡Mírenlo! El chico de las peleas —dijo un joven eufórico, dándome una palmada tan fuerte que me reacomodó la columna.
—Todo un artista —agregó Fabián, aceptando una cerveza con la naturalidad de quien ya tenía media fiesta encima.
—Demasiado tiempo sin esto —dije, aceptando la mía, sin saber que esa frase era el primer paso al desastre.
Una botella llevó a otra. La música subió. La cordura bajó.
Fabián empezó a dar discursos como si estuviera en campaña presidencial. Prometía feriados eternos, abolir la matemática y repartir alfajores a los que no fueran unos amargos.
Yo, por mi parte, encontré un ratón.
Agarré un palo. No era un buen palo. Estaba medio astillado, torcido y probablemente con hongos. Pero era lo que tenía.
—Esta casa no es lo suficientemente grande para los dos
El ratón corrió. Yo lo seguí.
Tropecé con un colchón, choqué contra una mesa, pateé una silla sin querer.
Alguien trató de hacer parkour sobre una mesa… y la mesa murió con honor.
Una chica cantaba horriblemente una inentendible canción.
Dos tipos jugaban a ver quién aguantaba más tiempo con una cuchara en la nariz mientras otro los narraba como si fuera la final del mundial.
—¡Estoy borracho, Liam! —gritó Fabián—. ¡Todo es posible! ¡Voy a estudiar abogacía! ¡O veterinaria!
Me dejé caer en un sillón medio destrozado, con una botella medio vacía y la cabeza medio ida. El mundo giraba lento, como si la fiesta flotara en gelatina.
Entonces, como si la noche necesitara más locura, apareció ella.
—Mírenlo que rebelde.
Lara. Ojos brillosos, sonrisa torcida y andar tambaleante. El maquillaje algo corrido, el pelo revuelto.
—¿Otra vez? —dije, entrecerrando los ojos—. No me puedo tomar ni un trago tranquilo sin que la rubia aparezca.
—Ay, qué tierno. Me extrañabas. —Se sentó a mi lado con esa mezcla rara de encanto y amenaza.
—Un poquito.
Se inclinó, tocándome el labio con los dedos. Un gesto suave. Casi dulce. Casi.
—Dicen que sos un rompe corazones —murmuró, con voz rasposa de tanto cantar (o gritar)
—No los rompo. Se quiebran solos.
—¿Y el mío? ¿Lo dejamos intacto o lo mandamos al carajo?
Nos quedamos en silencio un segundo. El aire cargado de alcohol y miradas torpes.
Nos besamos. Fue un beso torpe, lento, de esos que nacen del calor del momento y del vino barato. No fue sensual, fue… divertido. Un beso de fiesta, de caos, de “mañana nadie habla de esto”.
Y justo cuando nos íbamos a separar, irrumpió Fabián.
—¡¿QUÉ ESTÁ PASANDOOO?! —gritó, abriendo la puerta como si fuera un reality—. ¡Amigos míos! ¡Los encontré!
Tenía una botella en una mano, la remera mal puesta y el pelo mojado.
—¡Liam! ¡Mi hermano de otra madre! —se metió entre nosotros sin pudor y nos abrazó con fuerza.
—¿Qué te pasó?
—Me eché alcohol en la cabeza para purificar los pensamientos. Hermano, estoy renacido —dijo con los ojos brillosos—. ¿Sabías que si pensás muy fuerte podés mover los objetos?
—Eso se llama empujar, Fabián.
—¿Sabés qué, Liam?… sos el mejor amigo del universo alterno. No de este universo, no. Del alterno. Porque en este sos medio basura a veces —rió solo—. Pero yo te quiero igual.
Lara observaba la escena con una mezcla de confusión, sorpresa y una risa ahogada.
—¿Qué está pasando? —susurró, pero no obtuvo respuesta.
—¿Te acordás de cuando entramos al aula de química y explotó todo? —dijo Fabián, abrazándome otra vez—. ¡Dijiste que ibas a cubrirme y saliste corriendo!
—Fue una táctica de supervivencia, Fabián.
—¡Era una planta, Liam! ¡UNA PLANTA! —dijo, y luego estalló en un llanto borracho—. ¡Era tan joven!
Lara no pudo evitarlo. Se tapó la cara y empezó a reír. Un ataque de risa genuino, con lágrimas y todo.
—Ustedes… son ridículos.
—¿Querés ser nuestra mejor amiga? —le preguntó Fabián, aún con la voz temblorosa.
—Dios, no. Pero… tal vez por esta noche.
Las horas pasaron, Liam y Fabián decidieron irse a sus habitaciones.
—¡Ey, ey! ¿Dónde está Lara? —preguntó Liam, tambaleando en medio de la salida de la bodega, mientras el último reguetón moría entre ecos y vómitos ajenos.
—Creo que... se fue por allá... ¿o era una lámpara? —balbuceó Fabián, con los ojos tan rojos que parecía que había llorado puré de tomate.
—¡No dejamos soldados atrás! —dijo Liam, con tono épico, aunque tenía un vaso de plástico en la cabeza como casco.
Encontraron a Lara intentando ponerse una sandalia al revés.
—¿Ustedes también ven doble o soy yo nomás? —dijo ella, apuntando a sus propios pies.
—Vamos a llevarte a casa —anunció Liam, mientras se apoyaba en Fabián para no besar el suelo.
—¡Eso! Somos caballeros. Dos de los buenos. De los que... escoltan damas —añadió Fabián, abriendo un paraguas roto como si fuera una espada de escolta.
—No vivo lejos —dijo Lara, avanzando tres pasos antes de quedarse mirando una planta como si le hablara.
—Confirmado. Está grave —diagnosticó Fabián.
—¡A su cuarto! —ordenó Liam, como si dirigiera una misión de rescate.
Tardaron una eternidad en cruzar el pasillo, tropezando entre sí y saludando puertas como si fueran personas. Cuando finalmente Lara abrió la suya, se desplomó sobre la cama sin siquiera sacarse los zapatos.
Liam y Fabián la siguieron sin dudar, con ese tipo de reflejos que solo el alcohol puede explicar. Uno cayó sobre una alfombra. El otro sobre una campera. La puerta quedó abierta de par en par. El mundo giraba, pero ya no importaba.
—¿Esto es… mi casa? —murmuró Fabián antes de cerrar los ojos.
—Ssh… no hagas preguntas filosóficas —dijo Liam, abrazando una almohada que resultó ser una bolsa con ropa sucia.
Pasaron la noche desparramado en el cuarto de Lara, más fuera que dentro del mundo, con el eco lejano de la fiesta aún rebotando en sus cabezas.
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