CAPÍTULO 2

Las palabras de su amo, cargadas de un desdén apenas disimulado, resonaron en el silencio de la mañana como el eco de una sentencia.

-Me impresionas cada vez más… rata inmunda…- murmuró, como si la admisión de la fuerza creciente de Tristán fuera un sacrificio personal, una concesión forzada por la evidencia innegable. -Se ve que has crecido y con ello te has vuelto cada vez más fuerte, ahora ve por mi querido caballo pura sangre.

La orden, emitida con la misma casualidad con la que se pediría un vaso de agua, era un recordatorio constante de su posición: un sirviente, una herramienta, un ser inferior a quien incluso las bestias de su amo superaban en estima.

Tristán, con una voz que sonaba hueca incluso para sus propios oídos, una cáscara vacía de la emoción que alguna vez pudo haber albergado, respondió:

-Si mi amo...- Era una respuesta automática, despojada de cualquier matiz, una sumisión aprendida a través de innumerables humillaciones.

La reacción de su amo fue inmediata, un gesto de indignación teatral que se desplegó con la familiaridad de una obra de teatro mal escrita.

-¿Te atreves a hablarme de vuelta?-dijo, su mano rozando instintivamente el mango del látigo, esa extensión de su voluntad cruel y su poder absoluto.

El cuero crujió suavemente, un preludio al dolor. Tristán se preparó para el impacto, el cuerpo tenso, cada músculo en guardia, esperando el dolor que ya conocía demasiado bien, el latigazo que dejaba su marca no solo en la piel, sino en el alma. Pero justo en ese instante, el mayordomo apareció, una figura imperturbable en medio de la tormenta inminente, interrumpiendo la violencia antes de que pudiera desatarse. Con una mirada cómplice hacia Tristán, un destello de comprensión en sus ojos cansados, y un sutil movimiento de cabeza, señaló la puerta de la cocina. Era una invitación silenciosa, una oportunidad inesperada, una rendija de esperanza para agradecer a la mujer que, momentos antes, le había tendido una mano amiga en su desesperación. Tristán se escabulló, sus pasos apenas un susurro sobre la madera pulida de los pasillos, corriendo hacia la cocina, un refugio temporal de la crueldad que lo rodeaba.

Su amo, ya lo suficientemente lejos como para no ser una amenaza inmediata, se dirigía hacia la celebración, ajeno a las sutilezas de la vida que se desarrollaba a su alrededor. La mansión, una estructura imponente de madera de pino, adornada con toques dorados que brillaban bajo la luz del sol, se alzaba majestuosa, rodeada de jardines perpetuamente verdes y perfumados por las gardenias, las flores predilectas de la familia, un oasis de belleza artificial en medio de la desolación humana. En la cocina, encontró a la anciana, la misteriosa benefactora, su rostro arrugado por el tiempo, pero sus ojos llenos de una bondad que Tristán rara vez había presenciado. Sus miradas se cruzaron, un instante de conexión silenciosa, un reconocimiento mutuo de la fragilidad humana, antes de que la sanadora Ágata apareciera, sus herramientas de trabajo en mano, un conjunto de instrumentos que prometían alivio y cuidado.

-Abuela, te agradezco por ayudar a mi pequeño amigo.- dijo Ágata, su voz teñida de seriedad, un tono que revelaba la gravedad de su advertencia, dirigiéndose a la anciana. - Pero si el amo te hubiera visto… hubiera caído el mismo infierno en Tristán…

 La amenaza era real, palpable, un recordatorio constante de la precariedad de su existencia.

Tristán, conmovido por la preocupación de Ágata y la valentía de su abuela, sintió la necesidad de expresar su gratitud, una emoción que luchaba por abrirse paso a través de la coraza de apatía que lo envolvía.

 -Así que ella es tu abuela. - dijo, dirigiéndose a la anciana, su voz temblando ligeramente. - ¡Un placer conocerte, te agradezco por! ... Antes de que pudiera terminar, Ágata, con un gesto rápido y deliberado, casi instintivo, le cerró la boca con un paño limpio, un acto que, aunque brusco, estaba cargado de una intención protectora. Tristán se quedó perplejo, la confusión nublando su rostro, un torbellino de preguntas sin respuesta. Las dos mujeres se dieron cuenta de su desconcierto, la tensión en el aire aumentando. Ágata, entonces, tomó un trozo de papel y escribió una nota, sus manos ágiles y precisas, entregándosela a Tristán para que comprendiera la compleja red de relaciones y secretos que lo rodeaba.

"Ella es mi abuela", leyó Tristán, las palabras de Ágata cobrando sentido, desentrañando el misterio de su presencia. "Vino de visita y el amo permitió que se quedara por esta semana. Es la primera vez que viene a este lugar, por favor no le digas a nadie más que te ayudó hace un momento". La nota era un pacto de silencio, una alianza tácita.

Sus ojos se nublaron al comprender la verdad. La presencia de la sanadora en la cocina no era para él, sino para su abuela, una visita delicada que requería discreción. La ayuda brindada a Tristán, si hubiera sido descubierta, habría acarreado un castigo severo, no solo para él, sino también para quien se hubiera atrevido a desafiar las normas de la mansión y a extenderle una mano amiga. Agradeció a la anciana con la mayor presteza posible, un gesto fugaz de gratitud, y se apresuró a reunirse con su amo, quien ya estaba listo para partir a la celebración con sus colegas, ajeno a las complejidades que se desarrollaban en los rincones de su propia casa.

Justo cuando pensaba haber escapado de las garras de la mansión, de la omnipresente sombra de su amo, sintió unas manos que le recorrían la espalda, descendiendo lenta y deliberadamente, un contacto que le heló la sangre.

-¿Cuándo será el día en que me hagas tuya en una mañana como esta?- susurró una voz femenina, una pregunta cargada de una lujuria apenas velada, una insinuación que le resultaba profundamente irritante, un recordatorio de la depravación que lo rodeaba.

 No necesitaba voltear para saber de quién se trataba. Solo la hija y la esposa de su amo se atrevían a tales caricias, a tales insinuaciones descaradas. Para Tristán, eran los seres más asquerosos de la tierra, encarnaciones de la corrupción y la hipocresía.

-Nunca llegará ese día, señorita Clarisa - respondió, su voz firme a pesar del temblor interno, alejándose con la mayor celeridad posible para alcanzar a su amo, para refugiarse en su sombra, por más opresiva que fuera.

 Clarisa, una figura delgada con una tez pálida, un tono intermedio entre blanco y moreno, apareció ante sus ojos, una visión que le provocaba náuseas. Sus muelas estaban podridas, un contraste cruel con sus dientes, que, al igual que los de Tristán, estaban rectos y perfectos. Pero a diferencia de él, Tristán nunca había tenido un diente picado o podrido, pues su dieta se basaba en la abstinencia de dulces y azúcares, una disciplina autoimpuesta para mantener la pureza en un mundo contaminado. El cuerpo de Clarisa era delgado, pero su busto era voluminoso, y Tristán recordaba con desagrado cómo ella solía pregonar su talla "D" sin que nadie le hubiera preguntado, una exhibición vulgar de su supuesta feminidad. Era una persona horriblemente vacía por dentro, una cáscara hueca de vanidad y depravación.

-Esclavo, ven ahora a menos de que te quieras quedar haciendo algún otro castigo.

   Tristán elevó la mirada hacia la opulenta carroza, un vehículo que simbolizaba un mundo de privilegios al que él jamás podría aspirar. La vista que se extendía ante él era, en efecto, deslumbrante: colinas ondulantes cubiertas de un verde esmeralda, salpicadas por el ocre de la tierra seca bajo un cielo de un azul profundo. En ese instante, su mente vagó hacia la idea de familia, un concepto tan ajeno a su realidad como las estrellas a su alcance. Anhelaba pertenecer, ser parte de un núcleo cálido y protector, pero la realidad le presentaba un panorama desolador. Las mujeres que conocía, o que había vislumbrado desde la distancia de su servidumbre, parecían existir en una esfera separada, sus mentes cautivas por ideales superficiales de belleza y estatus, sus conversaciones girando en torno a hombres de físicos perfectos y fortunas inmensas.

Él, sin embargo, buscaba algo más, una conexión que trascendiera la apariencia y la conveniencia. Deseaba una compañera que compartiera sus pasiones ocultas, alguien que no se viera limitada por las rígidas convenciones sociales, que pudiera reír a carcajadas sin importar el decoro, que no se preocupara por los juicios ajenos. En su soledad, elevó una súplica silenciosa al cielo, una petición desesperada de una señal, una guía divina que le permitiera reconocer a esa alma afín entre la multitud, para evitar así el error de elegir a la mujer equivocada.

No era que abrazara la idea de una vida entera en soledad con agrado. Sabía, con la certeza amarga de la experiencia, que como esclavo, su atractivo para cualquier mujer era prácticamente nulo. No poseía riquezas que ofrecer, ni la gracia o la elocuencia necesarias para cortejar a una dama. El mundo, en su opinión, le había dado la espalda, y él, a su vez, había aprendido a devolverle ese desprecio.

-Dios, si tus oídos están abiertos a mi lamento,- murmuró Tristán, sus ojos fijos en la inmensidad azul.- te ruego que, cuando encuentre a mi pareja, el rostro de ella esté ensuciado por el barro y la tierra seca. Sé que es una petición inusual, quizás nadie esté dispuesto a compartir mi destino, pero si existe tal alma, por favor, ilumíname el camino.

En ese preciso instante, una mariposa lunar, con sus alas de un blanco nacarado salpicadas de motas plateadas, descendió suavemente y se posó en la punta de su nariz. Un escalofrío de asombro y alegría recorrió su cuerpo. Era la señal, la confirmación de que su súplica había sido escuchada. Una felicidad abrumadora lo inundó, disipando las sombras de su habitual melancolía.

-¡Gracias, gracias, gracias!.- exclamó, su voz quebrándose por la emoción. -No te pediré nada para mí, mi único deseo es que protejas a mi pareja de cualquier mal que intente causarle daño. Prometo no quejarme del trabajo, seré una buena persona, el mejor hombre que pueda ser para ella.

Pequeñas luces danzaron ante sus ojos, como efímeras luciérnagas. Las apartó con un gesto nervioso, su mente volando hacia Ágata. Debía tener cuidado, no por sí mismo, sino por ella. Ágata, con su propia búsqueda desesperada de un ser similar a él, representaba una amenaza latente. Si ella descubría la verdad sobre su conexión con las luciérnagas, podría interpretar aquello como una oportunidad para sus propios fines, y Tristán no estaba dispuesto a ser un peón en su juego. Preferiría seguir siendo un esclavo antes que correr el riesgo de ser aniquilado como los "seres de luz", como Ágata los denominaba, aquellos que poseían un aura especial y que, según ella, eran perseguidos.

El bosque que lo rodeaba, denso y frondoso, parecía reflejar la intensidad de sus propios sentimientos. Cuando la tristeza lo embargaba, incluso el cielo lloraba con él, una lluvia tenue que empapaba la tierra. La pregunta resonó en su mente, un eco de su propia inseguridad:

<<¿Se asustaría mi alma gemela por lo que soy realmente?>>

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