Capítulo 1: Un Nuevo Mundo Inquietante

El estallido ocurrió en el campo de batalla cuando los combatientes se habían resignado a la muerte, rindiéndose ante ella y esperando el golpe final. La brillante luz les cegó. Hubo unas micras de segundo en los que la blanquecina luz les envolvió por completo, como si la realidad alrededor hubiese sido consumida. Ellos esperaron el impacto, el sonido estridente de la explosión... Para unos selectos combatientes nunca ocurrió.

El soldado Connor continúa con los ojos cerrados, sus puños se encuentran tan apretados que sus dedos se tornan blancos, y en su pecho el corazón le late con la fuerza colosal del terror a la muerte. La muerte, esa que debió tragarlo ya, no llega; debe abalanzarse sobre él en cualquier momento, es lo lógico, así que continúa esperando.

Miedo.

Su corazón latió con férrea fuerza por mantener activo al cuerpo, calentó su sangre, y le pareció sentir que el cuerpo le bullía, que el fuego le consumaba desde dentro. No era así. Eran sus propias arterias y venas que ardían pulsátiles por la inyección desproporcionada y súbita de adrenalina. En contraste, su piel se encontraba fresca, siendo amablemente acariciada por la brisa, misma que le susurraba afables arrullos a los oídos.

Confusión.

Debería estar muerto. Ya debería estar besando a la muerte, danzando en la nada. En ese instante la onda de choque debería haberlo destripado, arrancándole la carne de los huesos, despellejándolo por completo, y la alta temperatura debió hervirlo y evaporarlo en segundos, de no, milésimas. Pero lo único caliente era su sangre alborotada por el pavor. La suave brisa lo arrebujaba. Los pulmones le bailaban en la cavidad torácica cada que su boca tomaba bocanadas de un aire tan puro y limpio que solo en sueños podría haber imaginado que alguna vez respiraría. Sintió como años de contaminación eran expulsados de su cuerpo a cada exhalación.

Sin embargo, continúa esperando la muerte. Debe llegar en algún momento, lo sabe. Aguarda...

La muerte no llegaba. Connor deseó que llegase rápido, ¡la parca ya se ha reído buen rato de él! Mejor acabar con esto pronto, y terminar todo donde todo ha de terminar: sumergido y desamparado en la inescrutable penumbra de la inexistencia. Más seguía parado, allí, esperando.

Al notar que la muerte parecía no querer danzar con él en esta ocasión, abrió los ojos para comprender qué era lo que ocurría, encontrándose con un cantico inaudible e invisible que indudablemente provenía de la garganta esbelta de la vida. Sus parpados dejaron paso a la luz y sus pupilas se dilataron y contrajeron en busca del foco perfecto. Cuando el velo borroso se desvaneció y vio con claridad, observó: pasto verde y maleza que le llegaba a la cintura o más, árboles a menos de cien metros, luz matutina, picos de montañas a cientos o quizá miles de kilómetros.

Desorientado y extrañado.

Movió la cabeza para escrutar el entorno, que no es ni mínimamente parecido a lo que esperaba encontrarse. El firmamento azul lleno de pomposas nubes con algunos delineados iridiscentes, y entre esto, una luna pequeña que si se le mira por un tiempo se nota que se mueve. Se hallaba seguramente en un vasto claro de un bosque, debido a que todos los alrededores se encuentran vallados por una ingente cantidad de árboles en estío. A su lado, Connor encontró a los cinco soldados que con él estaban en el momento del impacto nuclear, los mismos que aceptaron la muerte a su lado: Bill, Yuno, Wiqar, Arturo, y Marx. A los pies del grupo hay una plataforma de concreto, que es de suponer pertenecía a la calle donde se encontraban parados. Alrededor de la plataforma, el alto pasto estaba aplastado.

Los pechos retumban, los oídos silban; los pensamientos son turbulentos e inentendibles, como el cieno en una lluvia torrencial.

Incluso con la mejor de las suertes, este escenario era improbable. ¡Imposible! Una fantasía de ficción. Esto no puede ser más que un...

—Sueño. No puede ser más que un sueño —musitó Marx en el silencio estridente de un mundo pacífico, virgen, en un estado de conservación tan puro que ellos solo lo vieron de pequeños cuando aún existía el Telecable y daban documentales acerca de la naturaleza abundante que alguna vez existió en su realidad, de cuando el amazonas aún era protegido.

¡A saber si este lugar es igual o no al amazonas! La verdad no les importa. Lo único que desean son respuestas, copiosas y detalladas respuestas. ¿Dónde se encuentran? ¿Por qué solo ellos? ¿Dónde fueron los demás? ¿Qué pasó después del primer ataque nuclear?, ¿Acaso la situación empeoró o pudo encontrarse una manera pacífica para el conflicto sin necesidad de responder al fuego con fuego? ¿Es esto real o solo es una alucinación colectiva antes de morir? ¿Murieron o no?

—No, esto no es un sueño —Luego de largo rato cavilando, este fue el juicio al que llegó Bill—. De serlo no estarías haciendo preguntas así. ¡Escapamos de la muerte, muchachos!... Aunque irá a saber su putísima madre cómo.

Connor se levanta, no antes sin su fusil ceñido a bandolera ni el casco en la cabeza, puesto el miedo le corroe y estar con un arma y un casco es más útil en un lugar desconocido del cuál no se conocen los peligros que creer en salvaciones milagrosas. Trata de ver más allá de las altas copas de los inmaculados árboles, no ve más que montañas a una distancia dudosamente lejana (no puede emitir juicio concreto de que tan lejos se encuentran). Esto le da a entender que están en un valle, una gran depresión, más nada más.

Marx, que se había hecho un ovillo en el suelo nada más segundos antes de la detonación, se incorporó, miró alrededor. Todos se encuentran mudos de aturdimiento; sus cerebros aún no terminan de digerir todo este panorama.

Las vidas de los seis han terminado de una manera que no debió, puesto no terminó en sí, sino que continuó testarudamente en otro mundo, realidad o plano, contra natura al ciclo de la vida y la muerte. En todo caso, a pesar de que sus muertes no fueron físicas, en cuanto a conceptos intrínsecos, «desaparecer sin dejar rastro bajo una explosión nuclear» y «morir bajo una explosión nuclear» no tienen mucha diferencia en cuanto al punto de vista del mundo del que provienen. Para ellos la vida continúa, más lo que debieron hacer, lo que alguna vez anhelaron, sus promesas y juramentos, bienes, logros, y relaciones —Todo en cuanto constituyó plenamente sus vidas—, no puede continuar con ellos.

Los seis soldados tendrán que empezar de nuevo, aprender cosas de nuevo, sobrevivir en un entorno nuevo, a merced del mundo delante de ellos. Lo saben; lo comprenden; es natural, y estén de acuerdo o no, así es y punto.

Un comienzo de sus vidas en otro mundo desde cero.

Yuno no pudo soportarlo más y la comprensión de la situación le dio un vuelco al estómago. Dio arcadas hasta que solo botaba aire hediondo por la boca. Todos simpatizaron, debido sentían el mismo mareo insoportable que amenaza con no mitigarse nunca. El paisaje les mostraba lo mejor que tenía, dándoles además suaves caricias de viento, tal cual una madre apoya a su hijo en su primera resaca concedida. Pero ellos no pueden disfrutar de aquel espectáculo, simplemente no. Ahora deben pensar, comprender, decidir sus siguientes pasos.

Pasó largo rato antes de que volviesen a hablar otra vez. Durante ese tiempo, pasó una banda de aves en forma de V surcando el cielo.

—¿Es esto el cielo? —habló Marx otra vez, aún incrédulo.

—Se ve un tanto diferente de como lo pintan en el libro de los testamentos. La mayoría creyó en la religión equivocada entonces —sentenció Bill a la vez que se levantaba del suelo (se encontraba recostado en el piso cuando todo se sumergió en aquel albo brillo), se acomodaba el arma y el casco.

—Antes de hacer declaraciones —advirtió Arturo— ¿seguros que hemos muerto? Nunca antes he muerto y agradezco que así haya sido, pero no creo que así se sienta morir —Arturo hizo una pequeña pausa—; no sentí nada.

—Puede que el bombazo nuclear fuese un hiper mega vergazo que nos mató tan rápidamente que no lo sentimos —La voz de Bill se fue atenuando hasta ser inaudible.

Bill se quedó en silencio, movió su lengua dentro de su boca por un momento, tocó luego el húmedo músculo con la yema de los dedos índice y medio. Todos miraron al hombre de edad media porque, así como él sintió algo extraño en su habla, así lo notaron los demás. Se había escuchado raro, una dicción distinta a lo usual, que aun así era cien por ciento entendible.

—Vergazo... Vergazo. ¿Qué? —Nuevamente se manifestó esa extraña forma de hablar, que fue reconocida por todos como el español, su lengua natal—. Si esto es español, ¿en qué puto idioma estamos hablando?

Desorientados, lo único que veían sus cabezas eran incógnitas. Probaron cada uno intentar hacer diferencia en su habla y fueron exitosos sus intentos desde el primero.

—¿Qué es este idioma? No es español —afirmó Wiqar a la vez que intercalaba entre idiomas.

—Ni la menor idea, pero aprender un idioma de la nada no nos servirá de una mierda si morimos aquí —apuntaló Connor, un poco irritado, cosa notable en su tono.

—Ya hemos muerto...

—¡No, no estamos muertos! —espetó Connor al interrumpir la réplica de Marx—, estamos vivos, cómo los pequeños retoños de ramera que somos; sin familia, sin sueños, sin honor. Solo tenemos la pena de no haber cumplido con nuestra misión; de haber sido los únicos en defender la vida por encima de los intereses, y aun así perder. ¿Saben qué significa eso? ¡Que todos están muertos! ¿Y nosotros qué? Pues aquí no más, rascándonos las pelotas viendo el panorama.

El viento ululó al colarse entre ellos. Miraron a Connor, con atisbos de pena, toques de incredulidad e indicios de vergüenza. Entendieron un poco más cómo se sentía él.

El sargento Connor se encuentra azorado por la poca comprensión de lo que ocurre, la incertidumbre de dónde se encuentra, y la temerosa corazonada en su corazón de que este lugar puede resultar peligroso si no se mueven con prontitud. Por eso último, y porque de alguna manera se puede seguir llamando a sí mismo como «sargento», decide que es mejor actuar, empezar a dar pasos, y avanzar.

—Si se nos permitió vivir —comenzó Arturo— entonces vivamos, no podemos ir y desperdiciar las oportunidades así sin más. Podemos estar algo confundidos, y tenemos derecho a estarlo, pero de ahí a ser fatalistas y dejarnos morir, no es solo estúpido, sino que también una falta de respeto para las vidas que dejamos atrás.

Arturo comprendía la dirección en la que el tren de pensamiento de Connor se encamina y lo apoya. Conjuntamente, el tirador de precisión es partidario de la vida, y la viviría incluso si le es dolorosa por lo bello que puede resultar la experiencia y el sentir. Tiene miedo a la penumbra inescrutable más que a nada, por tanto, agradece profundamente, no importa a qué o a quién, el hecho de seguir vivo, con la posibilidad de seguir sufriendo un poco más.

—Estoy de acuerdo con el sargento y el francotirador. Sea esto el cielo o no, el infierno o un plano alterno, tiene pinta de que nada interesante pasará si nosotros no lo hacemos pasar, así que… —Bill se acomodó el Galil ACE un poco más y le puso el seguro—. Como dicen en mi tierra: «Pa’lante es pa’llá» —Bill señaló alguna dirección de enfrente, para hacer énfasis en la frase, no para sugerir algún lugar adónde ir; aunque, sin quererlo, ha sentenciado la dirección en la que irán.

Una frase que invita a no caer en la inacción.

—¿A dónde?  —pregunta Yuno al incorporarse y soltar sus propias rodillas, a la vez se limpia residuos del derredor de los labios con el dorso de la manga, evitando ensuciar el reloj de la muñeca—. Mira ese bosque. Parece extenderse por mucho más de lo que podemos imaginar. ¿Cuánto tramo hay entre nosotros y el siguiente claro, y en qué dirección? Ni hablemos de algún lugar con agua, mucho menos de un asentamiento humano cerca.

—¿Y qué quieres? ¿Te quedarás aquí tirado esperando a que todo se resuelva solo? Incluso su hacemos fuego y alguien ve el vaho, tendremos que lidiar con la incertidumbre de si estamos atrayendo a alguien que nos ayudará o que por el contrario nos querrá quitar todo lo que nos queda, que no es mucho.

—Movámonos ya —intervino Connor—, no conseguiremos nada aquí.

—¡Pero necesitamos un plan! —Exclamó Yuno.

—Adelante, somos todo oídos.

Ante eso, Yuno no pudo decir nada. No se le ocurría ningún plan, no alguno que fuese factible, por lo que baja la cabeza y gruñe.

Los soldados comenzaron a bajarse de la plataforma de concreto, con los rostros adustos y casi apáticos, en dirección al follaje estival de aquel bosque delante de ellos. Sus pasos eran pesados por el espíritu amainado que cargaban en sus mochilas. La maleza les ralentizaba por su espesura, y los mosquitos les molestaban en las nucas y los oídos. Bajo aquel sol mañanero, algunas aves pasaron surcando el cielo, cantando burlas hacia los desdichados combatientes que no tienen ni la menor idea de qué hacer, ni adónde ir. Su llegada a los árboles les tomó varios minutos, pero antes de hincarse entre los troncos llenos de musgo y las plantas llenas de espinas, contemplaron una última vez aquella luna que parecía tener prisa en encontrarse con el horizonte.

—Siento que esto es mala idea —acuñó Marx en medio del silencio.

—Es mala idea quedarnos parados aquí. Es mala idea adentrarnos al bosque. Son las únicas opciones que tenemos, ¿qué debemos elegir entonces? Peor es quedarnos parados esperando la muerte, sabiendo que nuestras posibilidades de supervivencia son como mucho nulas si no hacemos nada; en cambio ir y atravesar este bosque o lo que sea nos podrá dar, aunque sea, un 0,1% de probabilidades de sobrevivir. Dime Marx, ¿a qué deberíamos apostarle entonces? Yo prefiero creer en ese 0,1%.

Bill, con su usual voz pastosa, dio su punto de vista de la situación a la vez que regañaba al desahuciado Marx por su terca visión de que han de morir de una manera u otra. «Mejor morir luchando que perecer resignado», pensaba Bill a la vez que era el primero en dar un paso dentro del bosque. Le siguió Connor, Wiqar, Arturo, Yuno, y porque no tenía un mejor plan, también le siguió Marx, quedándose en la retaguardia.

Avanzaron con cautela, desconfiando de hasta el más mínimo movimiento que veían, aunque muchas de las veces solo eran corrientes de aire, y el resto algún tipo de roedor o insecto. No podían escuchar nada, no porque el bosque estuviese en silencio, sino por todo lo contrario, por la gran cantidad de ruidos naturales que hacían la tarea de distinguir peligros a través del oído un trabajo casi imposible. Estridulaciones, graznidos, siseos, enjambres, aleteos, gimoteos, zumbidos... una plétora de ruidos.

Los pies les resbalaban de vez en cuando en las raíces de los árboles, y se sorprendieron por los piquetes casi que sistemáticos por parte de una bandada de mosquitos que les pasó cerca. Si eran un centenar era decir mucho, más fueron suficientes para dejarles ronchas rojas por todas las partes descuidadas de la piel: el cuello y la cara de los que no llevaban el antifaz, y las manos. Por fortuna para Connor y Yuno, estos llevaban todo puesto y ajustado, por lo que solo sufrieron algunas picaduras alrededor de los ojos; no más de cinco para cada uno.

Avanzaron, con las miradas puestas en el suelo, en los árboles tan distintos y desconocidos, absortos en los ruidos nuevos de animales que no pueden ni imaginar su tamaño, aunque de momento no veían nada. Así estuvieron hasta que fueron interceptados por una gran criatura, de caparazón negruzco y algunas manchas amarillas, cuyo tamaño en altura no era más que el de unos pocos centímetros, tal vez unos veinte, pero su longitud los dejó desconcertados: pasó delante de ellos, como si no advirtiese la presencia de los seis hombres —o ignorándolos deliberadamente si es que supo que estaban allí—, y estos le vieron la cabeza acorazada por gruesas piezas de negruzco caparazón y armada por una gran pinza que sugerían una extremidad cercenada de asestar un apretón en el lugar indicado, decorada también con dos ojillos del tamaño de dos caninas, y un oscuro azabache brillante. Pasó de un árbol a otro, y su cuerpo continuó pasando durante lo que parecieron sempiternos treinta segundos. La cosa era colosal en longitud. Los seis hombres asustados no dejaron de apretar los fusiles hasta que el animal desapareció y continuó su camino, alejándose con el repiqueteo de sus pesadas patas de insecto hasta que ya no fue audible.

—Díganme que un 5.56 puede atravesar eso —acuñó un Marx aferrado al fusil M4A1 por el miedo.

—A saber...

Bill siguió adelante después de responder, mascullando maldiciones mientras desviaba un poco el rumbo del grupo a la dirección contraria a la que había ido aquella bestia.

Continuaron hasta que se cansaron, y entre todos acordaron un receso momentáneo en la marcha para recuperar fuerzas. En tanto se establecieron alrededor de un árbol bajito de hoja ancha, su tema de conversación fue el mismo de principio a fin.

—Este lugar es peligroso.

—¡Oh, qué gran observación, Wiqar! Cuando digas algo estúpidamente obvio házmelo saber; como la eminencia exuda sabidurías permanentemente, a veces me resulta difícil recordar que eres un imbécil.

—Bill, sabes qué él no lo dice porque no nos hayamos dado cuenta —intervino Arturo—. Es un tema a tratar. Un plan para salir de aquí es lo que a priori debemos hacer.

Arturo se retiró las correas del McMillan Tac-50 y la M4A1, dejó el fusil de precisión reposar sobre el tronco del árbol mientras que el fusil de asalto descansó en el suelo lleno de hojas secas a sus pies. Se quitó el bolso y de él extrajo algunos implementos de medición antes de encontrar la brújula acuñada en el monocular. La pequeña brújula oscilaba de un lado a otro, y el supuesto lugar donde podría yacer el norte señalaba en dirección al nacimiento del sol, el mismo que ha terminado de enarbolarse y empieza a descender. De nada ha de servir, así que Arturo guarda la inútil brújula y trata de ver a través de los árboles, en busca de alguna montaña cercana en el horizonte, lo cual fue un intento estúpido teniendo en cuenta el alto y frondoso follaje.

—Si seguimos en línea recta habremos de llegar a alguna parte, pero dudo sea lo más práctico —comentó a la vez que se ceñía todo de nuevo: bolso y armas—. Lo mejor será buscar un lugar alto y mirar a nuestro alrededor.

—Viste lo mismo que todos cuando llegamos —señaló Bill—. Esto es un valle, no hay siquiera un pequeño cerro en kilómetros, o mínimo no se vio desde nuestro sitio. ¿Qué planeas?, ¿ir en línea recta hasta alguna de aquellas montañas? Joder, eso tomaría semanas, y lo que tenemos son unas cuantas horas de agua en estas botellitas de mierda.

En los bolsos; hay una botella de agua de litro y medio por cabeza, y seguro alguno ya ha tomado unos cuantos sorbos antes de llegar a este lugar, lo que significa una indudable deficiencia de líquido para el grupo.

—¿Qué tiene que ver el agua? —preguntó un Marx sorpresivamente inocente. No es que no lo sepa, es que se ha impedido a sí mismo entenderlo; un bloqueo emocional dado por una terca esperanza de que aún todo está bien. Han sobrevivido a una bomba termonuclear, ¿qué peor a eso? O algo así es su juicio sesgado.

Antes de que Bill le respondiese con malhumor justificado, un aleteo les pasó por encima de las cabezas, un gran y pesado aleteo. Las hojas de todos los árboles circundantes, los arbustos, pequeñas plantas y hasta los muñones de pasto basto se mecieron al ritmo del aleteo, al compás del viento empujado por la gran criatura que quedó velada para los ojos de los seis soldados por la techumbre boscosa. Al alejarse, el gran ser alado emitió un gruñido gutural a alto volumen que encrespó cada bello en los cuerpos de los asustados hombres.

—Sed, también hambre, criaturas gigantescas... Todo está presto a matarnos —Esta vez fue Yuno el que habló—. ¿Para qué entonces quedamos vivos?

—Para intentar salir de esta.

Dejó salir esas palabras con desgano. Connor no tiene muchas esperanzas de salir con vida, pero no va a dejar de pelear por eso. En tanto se dijo aquello, él comenzó a caminar nuevamente; no iban a hacer nada ahí parados, por lo que se mueven todos en pos de él. La caminata duró todo lo que debió durar para que la noche llegase y ellos no hayan descansado sino un par de vez, si no, tres. No llegaron a parar una cuarta, porque a pesar de que no se encontraron con nada excesivamente peligroso, por cada kilómetro que recorrieron se toparon dos o tres veces con alguna criatura nunca antes vista:

Vieron Lo que parecía ser una especie de sábilas retorcidas en un único tallo con dos pencas a modo de brazos que giraba sobre su eje cuando ellos se acercaron, y una vez se alejaron, estos animales que emitían un siseo extraño por encima del ruido de sus extremidades cortando el aire, dejaron de girar y se escondieron de nuevo en la maleza. Y la cosa no pasó a mayores más allá del susto que se pegó Bill cuando una de estas le rosó la bota del pantalón; pero no llegando a tocarle.

Un pequeño enjambre de insectos fue advertido por Yuno apostados bajo las hojas grandísimas de un árbol de una mole equiparable a la de una secuoya. Una de estas criaturas bajó y sobrevoló sus cabezas, por lo que pudieron verla de cerca: era una especie de libélula de seis alas, con dos ventosas en el estómago, y en la extremidad de la cola tenía una especie de cruz a manera de cuatro aguijones afilados. En realidad no saben si esos aguijones son realmente algo con lo que puedan sentir dolor o si solo se trata de cuatro filamentos suaves que cumplan algún tipo de función dentro de las habilidades y necesidades propias del animal, sin embargo, no estaban muy dispuestos a andar de curiosos y por medio del método científico averiguar si era o no una forma de defensa del animal, por lo que rápidamente se escabullen de aquel sitio y dejan al enjambre en paz.

Vieron algún tipo de sanguijuela gigante que reptaba por el suelo a cuatro pequeñitas patitas gelatinosas. No tenía ni boca, ni ojos, ni cabeza, ni manera alguna de saber si estaba yendo de frente o de reversa. Sobra decir que no se acercaron a esa cosa.

Cuando vieron por fin algo que no fuese algún insecto demasiado grande para ser cierto, lo primero que hicieron fue agazaparse y esconderse, puesto aunque no tenía un aspecto asqueroso, la gran envergadura de una criatura a dos patas, con hocico largo y cuatro dientes a sable que le sobresalían de las fauces, los obligó a esconderse por el pavor. Esa cosa no emitía sonido alguno mientras andaba, solo el peso de sus patas aplastando hojas muertas, ramitas, musgo y barro. Las dos pequeñas patitas a modo de manitas que tenía debajo del cuello sobresaliéndoles de la caja torácica hacían recordar mucho a la forma de un Tiranosaurio Rex, pero la altura de este no llegaba a ser tan descomunal, siendo la criatura de unos dos metros de alto y un poco más. No advirtieron la presencia de una cola bífida hasta que la monstruosidad se alejó de ellos dándoles la espalda. Marx se había sentido tentado a dispararle. «¿Y si todo el bosque se nos viene encima?, ¿eh? ¿Qué harás entonces?», fue como Bill le sugirió abstenerse de hacer una estupidez.

En la quinta ocasión no se encontraron con algún ente vivo, sino con los vestigios de este: unas huellas. Las dichas huellas en el suelo eran tan grandes que si Wiqar, el más grande en altura de los seis, se hubiese tumbado en el suelo al lado de la huella, daría pie a creer que la criatura responsable de aquella pisada sería completamente capaz de aplastar su pecho con una pisada, pulverizando las costillas y los órganos estallarían como globos de agua. No dijeron nada, siguieron caminando, prefiriendo ignorar el hecho de que una enormidad así rondaba libre por aquellas tierras inhóspitas y selváticas.

Lo cierto es que, a pesar de ser un bosque de un follaje abundante, había suficiente espacio entre árboles como para que un autobús pasase entre ellos. Aunque con respecto a la altura el tema era un tanto más desigual. A veces se sentía que te encontrabas bajo un palacio de techo verde iluminado por la luz del sol que choca con la superficie de las hojas, mientras que en otras zonas las hojas eran tan bajas que alcanzaban a dar una sensación claustrofóbica. Las condiciones son prolijas para la diversidad, hay espacio para todos.

La noche cayó y estos hombres se encontraban molidos, con los pies en carne viva, y vejigas por todos lados del cuerpo; ahí donde la tela rosa con la piel. Para entonces, sentían que habían hecho un gran avance en su meta de conquistar alguna de aquellas simas lejanas. Y no estaban equivocados, porque sin notarlo, han andado una maratón de más de 20 kilómetros. No se sintieron cansados sino hasta que el sol había comenzado a esconderse, y aun así, lo que los detuvo no fue el cansancio como tal, más bien fueron los otros desgastes físicos. Sobre todo, hablamos de la deshidratación.

Reunidos bajo una claraboya natural, los seis soldados comenzaban a tomar las últimas gotas de agua que les quedaba. No habían llevado más en sus equipamientos, debido a que aquella ofensiva en la que participaron no tenía vista una duración de más de un día, y, por ende, un día de agua fue lo que guardaron en sus mochilas.

—Bueno, a partir de este momento cuento tres días. O encontramos agua; o muero.

Esta realidad era para todos.

Aquella noche, los centinelas fueron Connor y Yuno, con vista al cambio a media noche con Bill y Wiqar. Los otros dos, Arturo y Marx, a cambio de dormir toda la noche deberán ser los que estén más despiertos el día de mañana, y ser la punta de lanza del grupo.

Connor vio a través del espacio dejado por los árboles un cielo negro adornado con una perla brillante que iba muy rápido en cielo a comparación de la luna que conocía. Aquel astro les dio luz por lo menos unas horas, luego desapareció, y con él, la luz. Con la luz de la luna Connor podía distinguir el rostro con aire macilento de Yuno, y el terreno bajo el haz de luz filtrado entre las hojas. Sin la luz no veía una reverenda mierda. Puede colocar su mano delante de sus narices, y aun así no advertiría su existencia de no ser su propia mano. En este punto lo único que podía hacer era escuchar, o bien tratar de hacerlo, porque el bosque es tan ruidoso que hasta escuchar sus propios resoplidos le cuesta.

Aquella noche habría sido de olvidar de no ser por la segunda tanda de luz que apareció horas después, pero esta vez, era notoria la diferencia entre el foco de luz actual y el anterior.

—¿No era la luna un poco más pequeña? —Se preguntó Connor para que Yuno lo escuchase y confirmase sus dudas.

—¿Ya ha dado la vuelta? —agregó Yuno.

No habría sido de extrañar (no más de lo que ya era), de no ser que una segunda bola blanca apareció en el cielo, y esta, encajaba perfectamente con las características de la primera luna. Esto ocurrió mucho después, cuando Connor se empezaba a pregunta porque la primera vez la luna se había aparecido e ido tan rápido mientras que en esa ocasión esta luna duraba mucho más en el cielo. Hay dos lunas en el firmamento, una que se mueve despacio y que es claramente gigante, mientras que la otra, más pequeña que la luna de la tierra natal de estos seis hombres, se mueve a una velocidad inconmensurablemente elevada. Quedaron tan maravillados por el espectáculo nocturno que no tuvieron otra más que despertarlos a todos para que mirasen al cielo.

Saben que muy probablemente morirán sin haber salido nunca de aquel bosque, de aquel valle; empero, de alguna manera ver la danza de dos lunas les hizo olvidar aquella cruda realidad por un par de horas.

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Comments

❊Andy Munf

❊Andy Munf

La danza de dos lunas en la noche sería todo un espectáculo que me encantaría presenciar, aunque preferiría disfrutarlo en una situación distinta a la que enfrentan estos seis.

2024-01-05

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