De vuelta a casa.

Lorena avanzó por el patio con Jan hasta el pie de las escaleras cuando alguien los detuvo. Se trataba de una vecina.

—Me alegra que te hayan salido las cosas bien, casarse con un muchacho tan guapo. ¡Es buena fortuna! Verás como todos se van a alegrar por ti.

La señora, la madre de uno de sus viejos amigos y una mujer regordeta de rostro y modos simpáticos, le dijo después de que le explicara lo que había pasado. Lorena sintió un poco de pena al escucharla, sus mejillas se llenaron de rubor.

Después de intercambiar varias palabras más la señora se despidió de ellos y los dejó continuar subiendo las escaleras hasta el segundo piso.

Cuando llegaron al cuarto que había sudo su hogar encontraron solamente a un chico, que tenía diez años de edad. Se trataba de Hugo, su hermano menor. Él recibió con júbilo a su hermana, pero su reacción fue más fría cuando vio a Jean entrar detrás de ella al cuarto. Observó con desconfianza y examinó de pies a cabeza al desconocido que había desposado a su hermana.

—¿Y Salomón?

Lorena le preguntó.

—Trabajando.

—¿Mamá y papá?

Hugo encogió los hombros para indicar que no sabía dónde se encontraban.

—Ayer no llegaron.

El niño la abrazó con fuerza.

—Pensé que no te volvería a ver.

Le dijo y ella lo apretó contra su cuerpo de tal manera que casi lo ahoga.

Mientras tanto Jean se paseó por la habitación examinando con curiosidad la multitud de cosas que estaban dispersas por el suelo y sobre las dos camas de paja. Una sola ventana iluminaba aquel antro lúgubre que era demasiado pequeño para una familia de cinco.

—¿Ya comiste?

Lorena preguntó y Hugo negó con la cabeza.

—Les trajimos unas golosinas. ¿Quieres?

Jean se acercó y le entregó una de las cajitas de confiterías. El contenedor tenía el sello de una de las pastelerías más prestigiosas de la ciudad. Se trataba de una selección de dulces de alta calidad. Hugo nunca los había probado. Rápidamente se comió el primero.

—¿Cómo te llamas?

Jean le preguntó mientras tomaba el segundo postre de la caja para romper el hielo entre los dos.

—Hugo.

—Es un placer. Yo soy Jan.

Le ofreció la mano y el niño la apretó después de dudar por unos instantes a manera de saludo.

Alrededor de las ocho de la tarde Salomón llegó a la casa. Los muchachos como él, que pasaban de los doce años de edad, ya podían trabajar como mandaderos u aprendices para recibir un sueldo de miseria. Aunque él, al igual que su hermana, había comenzado su vida laboral a los diez años. Su padre era un borracho y gastaba el poco dinero que ganaba en el mercado en licor y cerveza. Así que desde entonces había decidido ser él quien cuidara de su familia. Cuando vio que su hermana lo estaba esperando en casa reaccionó con frialdad.

—Creí que ya no volverías por aquí.

Le dijo con una expresión dura en el rostro.

—Yo también... ¿Sabes dónde están mis padres?

A diferencia de Hugo él no la abrazó. Se quedó a un par de metros de ella.

—Seguramente se largaron en cuanto recibieron el dinero.

Lorena no dijo nada. Por un tiempo pensó que sus padres realmente la estaban casando con el viejo comerciante con el bienestar de sus hermanos en mente. Pero era obvio que lo único que les interesaba era usar el dinero para ellos. Su padre pasaba más tiempo con sus amigos bebiendo y su madre dejó de atenderlos en cuanto ella pudo trabajar. Siempre habían sido egoístas.

—Ven, te trajimos algo.

Le indicó a Salomón que entrara al cuarto con un gesto de la mano. Hugo estaba sentado en una de las camas prestando atención a algo que Jean le estaba contando, el hielo entre los dos se había derretido por completo. En el corto periodo de tiempo que había pasado con él ya le había tomado cierto cariño.

—¿Y él?

Salomón preguntó señalando con el dedo a Jean provocando que este volteara a verlo.

—Él es...

Lorena se detuvo un par de segundos. Antes el pensar en decir "mi esposo" le causaba disgusto, el imaginarse tener que pasar el resto de su vida con el viejo le provocaba asco. Pero con Jean era diferente.

—Él es mi esposo.

—¿No te ibas a casar con un viejo?

—Hubo un cambio...

Jean se acercó a Salomón y le extendió la mano.

—Hola. Jean Pontmercy.

Pero el muchacho ignoró el gesto y se dirigió hacia su hermano.

—Ven, vamos a comer.

Le dijo haciendo ordenándole con la mano para que lo siguiera. Entonces Lorena se apresuró a decirle:

—¿Qué quieren comer? Nosotros...

"Vamos a llevarlos a comer" era lo que iba a decir. Pero se detuvo antes de que las palabras pudieran salir de su boca. ¿Acaso no estaba sobrepasando los límites? ¿Qué tal si la presencia de sus hermanos molestaba a Jean?

—Podemos ir a donde quieran o comprar lo que quieran.

Jean dijo de repente. Lorena lo volteó a ver. Él recibió su mirada con una ligera sonrisa.

—No gracias. ¡Hugo ven!

Salomón dijo bruscamente.

—¡Vamos!

Volvió a ordenar al ver que Hugo no se movió de donde estaba.

—¿Qué pasa? ¿No quieres venir con nosotros?

Lorena se puso frente a él y le preguntó. A pesar de que le llevaba seis años el muchacho era casi tan alto como ella.

—No te preocupes por nosotros. Podemos cuidarnos solos. Tú...

Repentinamente Lorena lo abrazó. Había comprendido la razón de la actitud fría de su hermano. Ante sus ojos lo que ella había hecho era abandonarlos.

—Yo no quería... Yo quería quedarme con ustedes... Pero nuestros padres...

Lágrimas comenzaron a brotarle de los ojos.

—Ellos... Ellos me... Dijeron que lo hiciera por ustedes, que estarían mejor si yo...

—A ellos no les importamos...

Salomón dijo cerrando los puños.

—Pero yo estoy aquí. No voy a abandonarlos nunca.

—¿Lo prometes?

Él le preguntó al mismo tiempo que lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas. Lorena respondió asintiendo con la cabeza. Entonces

Hugo corrió a abrazar a sus hermanos mientras el llanto también se apoderaba de él. Los tres se abrazaron por un buen rato dejándose llevar por el sentimiento y llorando hasta que se quedaron sin lágrimas.

Jean los llevó a un restaurante donde fueron el centro de atención debido a sus ropas viejas y ruidas que contrastaban con la vestimenta elegante y de alta calidad del resto de comensales. Lorena se sintió intimidada al principio, pero el sentimiento desapareció cuando les llevaron la comida, pues su atención se vio atrapada por el manjar que estaba a punto de disfrutar.

Después de cenar Hugo y Salomón cayeron rendidos en la cama de la habitación de la posada. Lorena le pidió a Jean llevárselos con ellos y él había aceptado. Sabía que sus padres no tenían ningún interés en hacerse cargo de ellos.

—¿Pensaste en lo que te dije en la mañana?

Jean le preguntó, estaba de pie con la espalda recargada contra la pared y ella sentada al borde de la cama.

—Si es posible, no quiero dejar a mis hermanos.

—Entonces llévalos contigo. El espacio no será ningún problema.

—¿En serio?

—Sí.

La respuesta la llenó de alegría. El día anterior pensó que pasaría el resto de sus días con un anciano al que no conocía, y ahora tenía la posibilidad de seguir cerca de sus hermanos.

Jean alquiló otra habitación para que ella pudiera dormir en otra cama con comodidad. La mañana siguiente, mientras desayunaban, les contó que tenía una casa en el campo en la que podían quedarse y que no tenían que preocuparse por los gastos.

Lorena discutió la propuesta con sus hermanos en privado. Hugo parecía estar entusiasmado ante la idea, pero Salomón tenía sus reservas.

—No me da buena espina ese tipo. Salió de la nada, ¿cómo sabemos si tiene buenas intenciones?

Le preguntó a su hermana.

—Hasta el momento ha sido amable conmigo y está dispuesto a dejar que permanezcamos juntos. La otra opción es que vuelvan a la vecindad a...

—A esperar a nuestros padres.

Hugo completó la frase que Lorena no pudo terminar.

—Pero no sabemos si esos desgraciados van a volver.

No pudo reprender las duras palabras de su hermana. Sus padres habían actuado con la más grande vileza.

—Pondríamos intentarlo. No tenemos nada que perder.

Después de un largo rato Lorena terminó convenciendo a Salomón. Jan pareció alegrarse al escuchar la decisión que los hermanos habían tomado.

—Necesitan ropa.

Declaró inmediatamente y una después los tres estaban de nuevo en la calle de los sastres de compras.

Al día siguiente los recibió a las afueras de la taberna una diligencia lista para llevarlos a su nuevo hogar. Después de que Salomón y Hugo se despidieran de sus amigos en el patio de la vecindad los cuatro partieron hacia el campo.

El viaje duró cinco horas. Lorena se había entretenido mirando por la ventana del vehículo como cambiaba el paisaje. La ciudad dio paso a extensos campos de trigo y sorgo. Hugo se quedó dormido en algún momento sobre su regazo y Salomón estaba sentado en el otro extremo del asiento con la cabeza recargada sobre la pared dormitando.

De repente la diligencia se detuvo provocando que los dos se despertaran.

—Ya estamos aquí.

Jean les dijo antes de abrir la puerta y descender.

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