PUERTO DE CÁDIZ
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Esto es espectacular…
Me acomodo para ver el paisaje marítimo de la más bella ciudad costera de España desde la época de los fenicios:
Todos sus puertos repletos de movimiento, velas, sogas, mástiles, timones; caminos hacia el interior del reino, carruajes y castillos.
Por una de las calles que llegan a la plataforma de las catedrales de Cádiz y al Templo de Santa Cruz, un carruaje se detiene y bajan tres figuras femeninas que se dirigen hacia la orilla del mar. Se pierden entre mercaderes y soldados, miserables y nobles, capitanes, esclavos y marineros que van y vienen en la misma dirección.
El mar desde arriba es una magnífica visión del orbe. Redondo como una naranja – había dicho Cristóbal Colón.
Tres pares de pies femeninos enfundados en botines de cuero fino pero buenos para todo camino, llevan a esos cuerpos perfectos, lineales ondulados, como los perfiles de las montañas de Extremadura, de dónde son oriundas esas preciosas joyas humanas, vestidas discretamente elegantes.
Entre los velos que penden del sombrero arqueado que cubre parte de los rostros, se distingue la belleza extrema. Sí, son bellas, una es morena clara, de cabellos negrísimos, la nariz perfecta apunta entre el velo verde esmeralda, mientras sus ojos indagadores revisan el puerto. Allá las velas, las naves se aprontan para una emigración más.
La otra es pelirroja, su nariz casi griega bien delgada en el tabique, le da una puntilla preciosa como una espina que guarda la rosa de un jardín. Su velo color naranja tierra, le va a la cabellera ondulada, que cae hasta los senos y media espalda, la cual es arqueada y cuyo torso armado le diseña una silueta bien más delgada y espléndida que de la primera.
La tercera es rubia, de piel sonrosada, labios quizá mejor diseñados que de las anteriores, sus ojos son del color del mar, pero de ese claro azul que bordea los arrecifes y de encima de los corales que existen solamente en los mares tropicales del orbe. El cabello rubio le cae débilmente ondulado, casi lacio, hasta la mitad de la cintura, y como es resbaladizo, le sale del sombrero, incomodándola al levantarlo de entre el velo azul celeste.
Suben la rampla que lleva a la plataforma del templo de la Santa Cruz, frente al mar. En el umbral, se quitan el velo de color y cubren sus cabezas por tules negros calados, que llevan aplicaciones de finísimo y liviano encaje; esas muchachas de diferentes tonos de cabellera, que han mirado hombres y las mujeres en el recorrido al bajar del carruaje y siguieron disimuladamente algunos por varias cuadras, mientras ellas caminaron, disque mirando como si conocieran el lugar, mezclándose entre la gente para no llamar demasiado la atención.
Así, medio despistadas, entran al templo, como para que alguien diga: estas tres damiselas, son buenas, y no como las que más, que van embarcando a las naos, para bailar flamenco en las noches de mar adentro. Estas jovencitas, no tienen más de veinte años; la mayor, parece la morena clara, y la menor, la rubia de dieciséis años; aparentan ser de este puerto, de aquí mismo y que conocen a la gente; entonces no les miréis mal, que sus padre, puede ser el de la espada de plata que hace parte de la corte del rey de España y según dicen, vive en un lugar apartado y secreto entre las montañas de Badajoz.
Podemos ingresar junto a ellas al sacrosanto altar de ese templo precioso, que tiene en el centro una hermosísima cruz del tamaño de la que alzó al Cristo, y que le brotan en la corteza de madera antigua, rubíes de varios tamaños semejando gotas de sangre.
Las tres bellas, van hacia el altar y asientan una taleguilla dorada repleta de piedras; y sabemos que es eso; pues suenan y retumban en la preciosa cúpula; apócrifamente hecha por Michelangelo Buenarroti en una supuesta estadía del genial pintor en Cádiz, por los años cuatrocientos y tantos.
Los cendales de las muchachas, les caen al suelo, cuando, como arábigas preciosas, se mueven lentamente entre los espacios taciturnos del altar.
Una monja muy humilde, viene y habla a la morena clara y alza el saquillo de piedras y vuelve hacia el interior del templo. El esplendoroso piso, relumbra al reflejo de las velas encendidas, que portan algunas beatas y lloran suplicando piedad para quienes partieron al otro mundo. Al nuevo mundo, quiero decir.
Ahí las disfrutáis, ahora sí, de rostros nítidos frente al Cristo y a la cruz de márgenes de oro y esmeraldas que encuadran la sangre rubicunda artísticamente creada por un gran orfebre, utilizando piedras y brillantes.
— Orad conmigo – pide la morena clara.
— Sí, Isabela – responde la pelirroja.
— No habléis fuerte pues las señoras de la Candelaria os conseguirán escuchar.
— Sí.
— Comenzad vos – pide la morena clara mirando a la rubia.
En fin que os las presentaré… pero no digáis mucho sus nombres pues lo llevan en secreto, y este momento único, es muy delicado. Ellas se están despidiendo, evitando lágrimas, pues deberán iniciar pronto el primer viaje de sus vidas, así de largo digamos, como ir al otro lado de la mar… dese océano, allí al frente, que les intriga, pues habían escuchado que el mundo acababa después de la línea del horizonte…ellas son de menor a mayor:
Fenicia Helena Romana, la rubia; María Teresa Alejandría la pelirroja, e Isabela Lerán, la morena clara: Condesas del Rio Tajo, Trujillo. Son las hijas de doña Virginia Lerán de Hungría, la azafata que estaba hace un momento hablando al carcelero de la reina Juana de Aragón y Castilla, la pobre reina loca, que es madre de don Carlos Quinto, el emperador de todo el nuevo universo, que se está agigantando ante los descubrimientos de Colón, Américo Vespucio y otros que serán inmortales.
Ahí, entonces tenéis a los personajes femeninos protagónicos de este momento histórico, en muchos años que ellas vivirán, desde este período y les contaré amablemente algunas facetas de su juventud.
—Orad… no tembléis, Fenicia Helena Romana, debéis aprender a orar sin miedo en momentos como este… serán muchos – solicita Isabela a Fenicia.
La joven rubia inicia su oración y su voz tiembla, como si un hombre la estuviera mirando, pues es tímida, muy movida por el intelecto, se dirá, siglos adelante, cuando se descubra que la mujer es pensante y creadora, y que su mente es tan ágil como la del hombre para soñar despierta, mientras hacen cosas menos arriesgadas que luchar en las cruzadas, pues se cree que lo más molesto es caminar descalzas sobre las piedrecillas de las aguas de un riachuelo pedregoso como el de las Antillas hasta los Alpes, o como en el río Tajo, esas tres doncellas corrían a bañarse mientras pasaban días en el campo.
—Señor, guiadnos, acompañadnos, cuidadnos, estaremos en la mar, en esas lejanías terribles, repletas de añoranza por la casa amada, y el calor de las pieles, de las sábanas planchadas por orden de… oh madre mía, nos vamos, señora, estaréis lejos y no sabemos hasta cuándo. Señor… que este viaje sirva para la causa que llevamos a cumplir.
— Está bien – la detiene Isabela – Ahora vos María Teresa Alejandría.
— Señor, puesta la fe en vos, que la maravilla de vuestra creación, que os permitió ser padre, hijo y espíritu santo, nos ilumine, en este camino hacia…
Alejandría como le llamaremos únicamente y a veces María Teresa Alejandría, se calla, sostiene lágrimas. Mueve la cabeza pidiendo no más sufrimiento… no más despedidas.
— Continuad — suplica, casi ordena, Isabela.
— Señor, mi hermana Isabela es la más fuerte, la más estudiada, la mayor, y aquí, ahora ella nos lleva, por tanto, os doy gracias señor, nada más, que por darle a ella, todo lo que pida, todo, que se cumpla como estimado y deseado.
— Amén – se persigna Isabela.
— Amén…amén… expresan Fenicia y Alejandría.
— Señor — expresa ahora Isabela, mirando a la cruz – No me abandonéis nunca. Llevadme de la mano, hacia donde debo ir. Que mis sueños se cumplan, que los realicemos sabiamente, que lo que ha querido nuestra madre y nuestro padre, nuestra reina, sean realidades alcanzadas para el bien de la humanidad, para el bien de todos quienes estaremos en este tiempo y esta historia.
Amén.
Algunos minutos más de oración profunda, personal, las mantiene allí hincadas, después se levantan lentamente y caminan hacia atrás mirando siempre al altar, van como los cangrejos. Al acabar los asientos, se hincan y persignan. Ya afuera, les espera el océano Atlántico, mirándolas enormemente feliz.
El planeta es aún incognito. Por los menos ya saben algunos que gira…y el nuevo continente está allí, al otro lado, y sospechan los españoles y los italianos que eso de más allá, de donde se acaba la tierra y se pone el sol, no es el mismo mundo, sino uno nuevo.
Son continentes claro. Ya tiene nombren, se llama América y el encuentro de los dos mundos le está generando cambios terribles en su cuerpo y alma, pero más en los bolsillos y en los costales de oro y plata que desembarcan las naos que aparecen en el horizonte sin fin y que encostan en cualquier parte de la orla de Cádiz, pois falta campo, ingresando también por el canal hacia la Bahía de Cádiz, que parece oculta tras esa bella e inquietante forma que tiene el enorme archipiélago y ese esquelético arrecife de tiempos atlánticos quizá, fundido en la tierra del borde continental de esta punta europea donde se encuentra el puerto más famoso del mundo por estos tiempos.
Y sigue bajando oro y plata, viniendo en más y más naos que son de la riquísima corona española.
Desde Guanajuato hasta Potosí la tierra es excavada en minas que generan la riqueza dorada y plateada.
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