El aire dentro de la mansión Farkas tenía un olor diferente: algo nuevo, incómodo. Feromonas familiares flotaban en el ambiente, pero ahora había un matiz extraño, dominante y agresivo. Agostinho lo sabía bien, porque era el suyo.
Con una maleta en una mano y la otra aferrando el marco de la puerta, Agostinho observó en silencio la escena frente a él. La familia Farkas. Reían, abrazaban, como si nada en el mundo pudiera romper su burbuja de felicidad.
—Niños, él es su hermano, Agostinho —anunció Irving con la voz grave y segura de un Alfa. No necesitaba elevar el tono; la autoridad era una segunda piel para su padre.
Agostinho avanzó con pasos precisos, dejando que sus zapatos resonaran suavemente en el suelo de mármol. Su traje verde oscuro contrastaba con las paredes cálidas de la mansión, pero no tanto como sus ojos: dos esmeraldas frías, sin brillo.
Se detuvo a pocos metros de la familia y saludó sin emoción.
—Buenas tardes. Espero que podamos tener una larga convivencia.
Silencio.
Alex, el Omega que ahora ocupaba el lugar que su madre nunca quiso, lo miró con recelo. “Así que tú eres el motivo de todo. El reemplazo perfecto.”
Apenas una respiración después, el pequeño Kerry, de ocho años, dio un paso atrás, escondiéndose en los brazos de Alex.
—Papi, él me da miedo —susurró, sus ojos amarillo topacio llenos de lágrimas.
El comentario perforó el aire como un cuchillo. Agostinho sintió una punzada en el pecho, pero su rostro permaneció impasible. “Ya me temen. Eso es un buen comienzo.”
Alex acarició los cabellos cobrizos de su hijo con ternura, intentando calmarlo. —Cariño, él es tu hermano. No tienes que tenerle miedo.
Irving cruzó los brazos, observando en silencio la escena. “Nunca supiste limitarte, ¿verdad, Agostinho?” Los ojos del Alfa mayor se entrecerraron apenas, una advertencia silenciosa.
Agostinho notó el peso de esa mirada. La tensión entre ellos era palpable, como un hilo a punto de romperse. “No hace falta que me amen. Solo necesito mantenerme aquí el tiempo suficiente para recuperar lo que es mío.”
—No tengas miedo, Kerry. Yo te protegeré —dijo Selina, la hermana Alfa, con los brazos cruzados frente a su pequeño hermano. Sus ojos, tan oscuros como los de Agostinho, lo fulminaron con una mezcla de desafío y odio infantil.
Agostinho no pudo evitar una sonrisa. “Pequeña tonta… Vamos a ver cuánto puedes protegerlo.”
El silencio se hizo más espeso cuando Irving, incómodo, hizo un gesto hacia Alex.
—Niños, denle la bienvenida a su hermano —dijo el Omega, mirando a sus hijos con una súplica silenciosa en la voz.
Selina y Kerry murmuraron un saludo, sin entusiasmo. Pero Agostinho no necesitaba su cariño. Lo que necesitaba era espacio para moverse en esta nueva vida, entender cómo funcionaban las piezas. Y, sobre todo, cómo romperlas.
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