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Minutos después de pasar por la aduana, y con la agradable

sorpresa de no haberse visto obligado a abrir las maletas, se dirigió hacia el

punto del aeropuerto donde se tomaban los taxis. No tardó en subirse a uno

bastante  amplio y cómodo, su exterior

pintado de rojo, y encontrarse rumbo al concesionario de vehículos usados, el

cual previamente había  ubicado, gracias

a una publicación aparecida en un periódico de Vancouver, disponible en la

embajada canadiense de Bogotá. Sabía lo que quería cuando de vehículos se

trataba, y aunque nunca había tenido uno de su propiedad, le fue fácil aprender

a conducir en el vehículo de sus padres, cuando apenas había cumplido los

quince años.

     Y fue de esa

manera como ahora se encontraba rumbo a su nueva vida, conduciendo un clásico

BMW 2002 de color naranja, el cual siempre había deseado tener. , fueron las palabras del vendedor antes de  partir rumbo a Tsawwassen a tomar el ferry

que lo llevaría a Victoria en menos de una hora y cincuenta minutos. Un par de

horas más tarde,  con la ventanilla abajo

y sintiendo la cálida brisa de los últimos días de la primavera septentrional,

y con un disco compacto de los Pet Shop Boys como fondo musical, disfrutaba de

la carretera secundaria, pero en perfecto estado, la cual bordeaba los

acantilados encargados de separar la verde montaña del oscuro mar y de las

arenas de la enorme bahía.  Al final de

ésta, alcanzó a divisar un faro de colores, rojo en su base y blanco en su

parte superior, el cual daba al paisaje el aspecto de una fotografía digna de

una postal. Recordó que la casa amoblada, la cual había alquilado, se

encontraba a corta distancia de ese faro, edificación que le había llamado la

atención desde cuando vio sus fotos y las de sus alrededores en la oficina de

finca raíz de su antigua ciudad. Se preguntaba si aún en estas épocas, esas

antiguas construcciones todavía funcionarían, todavía ayudarían a los barcos en

su navegación, o si ya habrían sido reemplazadas por modernos instrumentos

satelitales, y hoy no serían más que recuerdos decorativos.

     Aún tenía el

estómago lleno gracias a la enorme hamburguesa devorada  un par de horas atrás en un pequeño

restaurante de carretera, pero esto no lo apartaba de la idea de verse obligado

a detenerse en alguna tienda o supermercado del pueblo más cercano, comprar

víveres  y poder prepararse algo para la

cena, además de adquirir lo necesario para el desayuno del siguiente día. Afortunadamente,

algunos años atrás, su mamá le había enseñado a cocinar algunos platos básicos,

los cuales él consideraba de , y a la realidad de

instalarse en su nueva vivienda solo lo estresaba el hecho de verse en la

obligación de realizar la limpieza con sus propias manos. Si corría con suerte,

podría contratar a alguien que se ocupara de los baños, de aspirar, de limpiar

el polvo, y de todos los demás oficios que siempre había detestado. Doña Berta

había sido una buena ayuda en su antiguo domicilio, paro al igual que Jimena, las

idas al estadio y las salidas con sus amigos, la fiel empleada también era algo

perteneciente al pasado.

     De un momento a

otro la carretera decidió apartarse del borde del acantilado, virar hacia la

izquierda y meterse entre las montañas para dar paso, unos metros más adelante,

a una pequeña recta con frondosos árboles a sus dos lados, sus respectivas

ramas estiradas por encima de su vehículo formando un atractivo túnel natural,

el cual se prolongaba por algo más de doscientos metros. Definitivamente

empezaba a disfrutar de las ventajas del campo y la naturaleza. Pero lo

llamativo del lugar también tenía que ver con los atractivos cuerpos de dos

mujeres, quienes caminaban al borde de la carretera en su misma dirección,

vistiendo una de ellas un corto vestido azul y la otra uno exactamente igual

pero de color rojo. Llevaban sus largos y oscuros cabellos sueltos y su forma

de caminar era bastante llamativa. Lamentablemente Pablo no tuvo  tiempo de voltear a mirar sus rostros puesto

que había llegado al final de la recta y la curva que se aproximaba rápidamente

exigía de toda su concentración. Pero esto fue motivo suficiente para llevarlo

a  pensar en su nueva área de residencia

como en un lugar con buenos prospectos en cuanto a mujeres se refería. Igual nunca

faltaban aquellas con cuerpos espectaculares y caras algo desordenadas.

Afortunadamente, Jimena había sido de aquellas mujeres bastante atractivas en

cuanto a lo físico se refiere, pero ya nada sacaba acordándose de ella, pues si

había decidido cambiar de trabajo y de lugar de residencia, no tendría sentido

alguno el seguir pensando en alguien perteneciente a su pasado. Era mejor

enfocarse en el presente, y las dos mujeres de la carretera, aparte de

pertenecer al presente y de  tener

cuerpos bastante llamativos, le habían dejado la impresión de ser bastante

parecidas entre ellas. Probablemente se trataba de un par de hermanas, aunque

podrían también ser simples amigas dado que  muchas mujeres jóvenes acostumbraban a vestirse y llevar su cabello de

la misma forma como lo hacían sus compañeras o amigas; realmente era una

lástima el no haber podido observar sus rostros.

     El pueblo no

parecía ser gran cosa, con una calle principal que lo atravesaba de extremo a

extremo rodeada por varios almacenes, tiendas y lo que parecían ser pequeños

restaurantes y cafés. Aunque a esa hora, cinco de la tarde, se  apreciaba un buen número de gente en los

alrededores, la mayoría vistiendo coloridas y alegres prendas veraniegas, no se

podría comparar con las multitudes que usualmente llenaban las calles de las

grandes ciudades, y especialmente de la que, hasta hace poco, había sido su

lugar de residencia. Desde un principio se empezaban a notar las diferencias, y

se emocionó al pensar como era precisamente eso lo que había estado buscando.

     A pesar de ser un

día entre semana, seguramente el calor y la proximidad del mar le daban un

ambiente fresco y  festivo. Concentrando

su mirada en la variedad de comercios, le llamó la atención un lugar que con su

letrero rojo se anunciaba como el sitio con .  Estacionó su llamativo

vehículo y al entrar en la tienda fue recibido por la sonrisa de quien parecía

ser su dueño; un hombre de unos cincuenta y siete años, dueño de un cabello

empezando a blanquear, y quien detrás de la única caja registradora se mostraba

ocupado limpiando sus gafas con un pequeño paño de tono claro. Después de

devolver la sonrisa, Pablo fue directamente en búsqueda de los alimentos

destinados a convertirse en la cena de esa noche y su desayuno del siguiente

día. No tardó mucho en decidirse por lo aparentemente más sencillo: un paquete

de pastas, una salsa de carne bolognesa,  un paquete de pan y una botella grande de gaseosa. Para el desayuno

buscó la sección donde se encontraban los huevos, el jugo de naranja, los

cartones de leche y el café. Después de recorrer los pasillos, cargando las

cosas por las cuales se había decidido, optó por regresar al pueblo al día

siguiente y almorzar en algún sitio dado que por el momento no se le ocurría qué

otras cosas podría llevar a su nueva vivienda.

     –Supongo que es un

setenta y seis–, dijo el dueño de la tienda mientras repartía su mirada entre

el automóvil de Pablo y los botones de la caja registradora.

     –Correcto; hubiese

preferido un modelo anterior, pero conseguí este en mi color preferido, y

relativamente a buen precio.

    –Son unas joyas, y

este en particular, pero cuénteme, ¿está de paso por aquí?

    –No exactamente,

arrendé una casa cerca al faro, este sitio se va a convertir en mi nuevo hogar.

     –Entonces

bienvenido–, dijo el tendero con una amplia sonrisa–, supongo que será la casa

blanca de una sola planta.

     –Lo mismo supongo

yo –dijo Pablo sonriendo–, la verdad… solo la he visto por fotos, pero a

propósito, ¿conoce usted la mejor ruta para llegar allá?

     –Es muy fácil,

siga en línea recta hasta encontrar un vivero que está al lado derecho de esta

calle –dijo el tendero mientras con su brazo indicaba la dirección a seguir–,

por ahí voltea a su derecha y después de dos cuadras se van a acabar las casas

y básicamente esa calle se convierte en la carretera que después de un poco más

de cinco kilómetros lo depositará en su nueva morada.

     –Parece sencillo

–dijo Pablo mientras entregaba al tendero los billetes de la compra.

     –Martín Woods

–dijo el tendero apretando la mano de su nuevo cliente–, y bienvenido a

Ucluelet.

     –Pablo Montaña, ex

diseñador y ahora supuesto escritor.

     –¡Escritor!

Interesante, va a estar en el mejor lugar para inspirarse.

     –Eso me pareció

cuando vi las fotos del lugar, por eso mismo lo escogí.

     –Buena suerte, y

vuelva por aquí cuando guste –dijo Martín antes de ocuparse con un par de niños

de nueve o diez años, quienes vistiendo camisetas y pantalones cortos, se

acercaron al mostrador a pagar por sus helados.

     Unos minutos más

tarde pudo observar un poco más de cerca el faro que había visto a la

distancia, cuando todavía se encontraba manejando  por la carretera del acantilado. Se notaba

que recibía un excelente mantenimiento, con sus costados impecablemente

pintados y sus vidrios con la apariencia de haber sido recientemente

instalados, aunque por su estilo podría sugerir que llevaban allí por lo menos

cincuenta o sesenta años. No pasaba lo mismo con su nueva casa, la cual se

encontraba a unos trescientos metros ladera abajo.  Aunque sus paredes exteriores lucían bastante

bien, con un tono blanco, el cual se mezclaba a la perfección con el resto del

paisaje, los vidrios parecían no haber recibido ningún intento de limpieza en

un largo periodo. Estacionó frente a su nueva residencia y sin preocuparse de

sacar sus maletas del baúl, buscó en sus bolsillos las llaves que había

reclamado tres días antes en la oficina de la agencia de finca raíz en Bogotá.

Afortunadamente la chapa cedió con facilidad y enseguida se encontró mirando el

interior de la atractiva morada. Lucía exactamente como la había visto en las

fotos. Un área social bastante amplia, con sus paredes adornadas por cuadros de

antiguos veleros,  toda clase de

artefactos del mundo marítimo, y una alfombra de un tono bastante claro

extendida de pared a pared.  Se fijó en

un mueble de madera pintado de azul  de

algo menos de un metro de altura, el cual se encargaba de separar el área de la

sala con la del comedor. Dos sofás blancos puestos en forma de L, con cojines

azules y una mesa de centro del mismo color, le daban un aspecto fresco y

confortable a la sala.  El comedor era

pequeño, solo para cuatro personas, con sillas y una mesa cuadrada que hacían juego

con los muebles de la sala. Pero lo más llamativo era el estudio, situado a

mano derecha de la zona social, con amplios ventanales arrancando desde el piso

y terminando en el techo, los cuales dejaban ver a su derecha la parte superior

del faro y a su izquierda la inmensidad del océano que comenzaba unos metros

más allá del borde del acantilado. Tenía el mismo tipo de alfombra encargada de

cubrir los pisos del resto de la casa, pero sus muebles no eran blancos ni

azules, estos conservaban los tonos oscuros de la madera. Un atractivo escritorio,

una amplia biblioteca repleta de libros, un telescopio en su trípode, y algunos

modelos de barcos completaban el escenario. Lo primero en venir a su mente fue

mirar hacia el mar a través del telescopio.  Se inclinó hacia adelante, enfocó los lentes del exótico aparato y pudo

apreciar de cerca lo que parecía ser un barco carguero perdiéndose en el

horizonte. Ya tendría bastante tiempo para contemplar el océano, el paso a

seguir sería continuar con su recorrido de la acogedora vivienda. Su habitación

era grande, con una cama doble, un par de mesas a los lados y una mesa en

frente en donde reposaba un televisor. Al igual que en el resto de la casa, sus

paredes estaban decoradas con cuadros de motivos marinos. A través de la

ventana se podía apreciar el borde del acantilado y algo más atrás la

inmensidad del océano. La única diferencia con respecto a la vista que se podía

observar desde el estudio radicaba en la imposibilidad de ver la playa. Se

preguntó si existiría alguna escalera lo suficientemente cerca que descendiera

hacia el mar. Sería interesante poder caminar en la arena, y si el clima lo

permitía, podría pensar también en un refrescante baño. Se le ocurrió que sería

la primera cosa que haría en la mañana del día siguiente.

     Y fue después de

cenar, mientras escuchaba música pop, cuando pudo observar por primera vez el

imponente espectáculo presentado por su vecino. Su potente rayo, de tonos

azules y blancos, giraba trescientos sesenta grados a la redonda dando luz a

todo lo que encontraba a su paso. Parecía ser que no hiciese falta un

estrellado cielo o el atractivo de la luna llena, o las luces de embarcaciones

fondeadas en la bahía: era suficiente con la luz despedida por el faro para

producir un encantador paisaje nocturno, el cual sería la envidia de cualquier

director de cine al tratar de producir la más romántica de todas las escenas.

La imagen de aquel maravilloso paisaje, sumado al ruido de las olas, fueron la

mejor ayuda para lograr conciliar el sueño rápidamente y poder gozar de una merecida

y placentera noche.

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