Bajo el firmamento del reino de Aldervane, donde los castillos parecían tocar las nubes y las estrellas escuchaban secretos que nadie se atrevía a pronunciar, vivía un caballero llamado Kristofer.
Su armadura era famosa: negro acero con grabados que parecían hilos de luz nocturna. Pero lo más duro no era el metal que llevaba encima… sino el silencio que había elegido cargar.
Kristofer guardaba un amor que quemaba como antorcha en invierno:
el príncipe heredero, Laon, el joven destinado a gobernar, a unir reinos, a ser coronado con gloria.
Laon era la sonrisa que le rompía el pecho,
el amanecer que lo hacía volver siempre a la batalla,
el imposible que su corazón abrazaba en la oscuridad.
Y aun así, Kristofer se obligó a callar.
Porque un caballero no puede amar a un príncipe.
Porque un deber no puede amar un destino.
Porque él sabía que su lugar era protegerlo, no tocarlo.
Pasaron los años, y su cercanía era un castigo dulce.
Los dedos de Kristofer temblaban cada vez que ajustaba la capa de Laon antes de una ceremonia.
El príncipe, ajeno a aquella tormenta silenciosa, a veces le regalaba miradas que parecían invitar a un abismo hermoso:
—Kristofer —decía con voz suave—, ¿alguna vez has amado?
Él sonreía detrás del casco.
Mentía, porque era lo único que podía hacer.
—No es un camino para mí, mi príncipe.
Pero el corazón, tozudo y salvaje, late aunque uno ordene que se detenga.
Un día, el reino estalló en guerra.
Un ataque inesperado.
Una emboscada en la frontera norte.
Laon debía estar a salvo… pero el destino, caprichoso, decidió lo contrario.
En la batalla, el príncipe fue rodeado.
Kristofer, desde lejos, vio la escena y el mundo se contrajo como si una mano gigante lo aplastara.
Cabalgó con toda la furia que un amor prohibido puede despertar.
Los enemigos caían ante él como hojas despedazadas por el viento.
Pero llegó tarde… un segundo tarde.
Una lanza atravesó a Laon por el costado.
El príncipe cayó, su capa roja extendiéndose como una herida sobre la nieve.
Kristofer gritó.
Un grito que rompió su silencio, su deber, sus votos, su mundo.
Se arrodilló junto a él, quitándose el casco con manos desesperadas.
Laon, pálido, lo miró con esfuerzo.
—Sabía que vendrías… —susurró.
Kristofer quiso hablar.
Quiso decirle que lo amaba desde siempre, que su corazón llevaba su nombre como una oración escondida.
Pero la garganta, traicionera, le falló.
El miedo, viejo compañero, le apretó el alma.
Laon levantó una mano temblorosa y la apoyó en su mejilla.
—Siempre te esperé —dijo con una calma que dolió más que la herida—. Siempre.
Kristofer sintió cómo se quebraba por dentro.
Las palabras que se guardó toda la vida ardieron como brasas que ya no podían convertirse en fuego.
—Perdóname… —fue lo único que logró pronunciar.
Los ojos del príncipe, aún brillantes, se suavizaron con una ternura devastadora.
—No quería perdón… —susurró—. Solo quería… ti.
Y entonces el aliento de Laon se apagó.
Su mano cayó.
El mundo también.
Kristofer lo abrazó, la frente contra la de él, dejando que su armadura se llenara de nieve y sangre.
Por primera vez en su vida, lloró sin contención, sin honor, sin máscara.
Solo un hombre que perdió lo único que había amado.
Cuando regresó al castillo, llevó el cuerpo del príncipe en brazos.
El reino entero vio al caballero invencible caminar roto, como si cada paso arrancara un pedazo de alma.
Lo sepultó bajo un roble antiguo, el árbol donde Laon solía sentarse a leer.
Kristofer dejó su espada sobre la tumba, la misma espada que había sostenido para protegerlo toda una vida.
Después se arrodilló, apoyó la frente en la tierra fría y dijo al fin las palabras que nunca se atrevió a pronunciar:
—Laon… siempre fuiste mi amor.
Y allí, en silencio, dejó que la vida siguiera sin él.
Porque algunos corazones aman tan profundamente
que, cuando pierden su razón,
simplemente…
se apagan.