Bajo la luz pálida de una luna que parecía siempre a punto de romperse, nació un lobo distinto.
No tenía el pelaje plateado como los demás, sino un tono oscuro con reflejos azules que parecían estrellas atrapadas.
Mientras sus hermanos corrían como flechas, él tropezaba; mientras aullaban con firmeza, su voz temblaba como un hilo que lucha por no romperse.
Al principio, la manada lo miraba con curiosidad.
Luego, con incomodidad.
Al final, con rechazo.
—Eres una grieta en nuestro orden —gruñó el alfa una noche—. Un eco que no encaja.
Y así, sin ceremonias ni despedidas, el joven lobo fue empujado fuera del círculo cálido de la manada.
El bosque, inmenso y silencioso, lo recibió sin preguntar su nombre.
Durante meses vagó entre sombras y raíces retorcidas.
A veces intentaba aullar, pero su voz salía quebrada, como si el propio viento llorara con él.
Aun así, cada amanecer se prometía descubrir un lugar donde encajara, un rincón del mundo donde su diferencia fuese semilla y no peso.
Era su forma de desafiar la noche: seguir caminando.
Un día encontró un claro, pequeño y luminoso, donde el sol jugaba a pintar el suelo.
Allí conoció a una loba herida, abandonada tras una cacería.
Él, con torpeza amable, la cuidó, le llevó agua, calor, compañía.
Ella escuchaba su aullido imperfecto como quien escucha una historia jamás contada.
Por primera vez, él no se sintió un error.
Por primera vez, respiró futuro.
Pero el bosque, a veces, tiene un sentido del humor cruel.
La manada de la loba regresó.
No vieron en él un cuidador, sino una amenaza.
No escucharon su aullido, solo su diferencia.
Como antes.
El alfa levantó los colmillos.
La loba intentó interponerse, pero estaba débil.
Él, temblando, dio un paso hacia adelante:
—No quiero luchar —dijo con su voz rota, pero firme.
No importó.
El ataque fue rápido, feroz, solo un destello blanco.
La loba gritó.
El bosque se quedó sin respiración.
Y el lobo distinto cayó sobre las hojas, que lo recibieron como una cuna fría.
Mientras su sangre se mezclaba con la tierra, levantó la mirada hacia la loba.
No había reproche en sus ojos, solo un dolor que parecía también suyo.
—Gracias por verme —murmuró él.
La luna, que había sido testigo silenciosa de su soledad, se inclinó un poco más, como si quisiera abrazarlo.
En su último aliento, el lobo logró un aullido: débil, tembloroso, hermoso.
Un sonido que no buscaba ser aceptado, solo ser verdad.
La manada se marchó.
La loba se quedó a su lado hasta el amanecer.
Y cuando el sol tocó su pelaje oscuro, los reflejos azules brillaron más que nunca, como si el cielo lo reclamara.
En el bosque quedó el eco de aquel aullido distinto,
un recordatorio de que algunos corazones arden tan fuera de lugar
que la vida no sabe dónde ponerlos…
y aun así brillan.