Las luces se encendieron en el salón, suaves y cálidas, como si el mundo entero se hubiera reducido a ese instante. Mateo se inclinó y, con una reverencia, invitó a Elena a bailar.
—¿Me permites esta pieza? —susurró, apenas audiblemente.
Ella asintió, y juntos avanzaron hacia la pista. La música los envolvía, lenta, delicada… como un hilo que los unía y los separaba al mismo tiempo.
Se movían con perfecta sincronía. Cada giro hacía que el vestido de Elena flotara a su alrededor, rozando la piel de Mateo en un contacto invisible. Sus ojos se encontraron y, en ese brillo compartido, parecían sostener todo lo que jamás podrían decir. Sonrieron, tímidos, fascinados.
A los ojos de todos, eran la pareja ideal, impecable y elegante, como si fueran parte de una pintura viviente. Pero ellos no bailaban para nadie más que para sí mismos. Cada paso, cada giro, cada leve inclinación era un secreto compartido, una confesión muda que nadie escucharía.
La música cambió, y aun así no se separaron. Cada movimiento era una súplica, cada giro una promesa imposible. Elena bajó la mirada un instante, y Mateo lo aprovechó para grabar en su memoria ese gesto, como si fuera la última vez que lo vería.
—Si las cosas fueran distintas… —murmuró él, la voz cargada de un deseo que no podía cumplir.
—Pero no lo son —respondió ella, manteniendo la sonrisa, aunque sus ojos brillaban con la misma tristeza.
A su alrededor, los invitados aplaudían, ajenos al abismo que los separaba: ella, hija del enemigo político de la familia de Mateo; él, comprometido por deber. Y aun así, ahí estaban.
Bailando como si el mundo no existiera.
Como si el amor, aunque prohibido, pudiera bastar.
Cuando la última nota se desvaneció, Mateo se inclinó en una reverencia perfecta. Elena hizo lo mismo, y sus manos se rozaron por un instante. Solo un contacto fugaz… pero en él se dijeron todo: los sueños que nunca podrían alcanzar, los deseos que debían callar. Bajo las luces, se permitieron un instante de ilusión, fingiendo que no existían muros, que no había deberes ni enemigos, que solo importaba el amor.
Y aun así, tuvieron que separarse. Lentamente, sin mirarse al marcharse, llevando en los ojos el brillo de lo que jamás podrían vivir. Porque enfrentarse a la realidad significaría perderlo todo: la ilusión, la magia de aquel momento, y el consuelo silencioso de sentirse amados, aunque por un instante fugaz.
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