La conversación ardía más que el cigarro que se consumía entre sus dedos. Ella lo miraba como quien observa una herida abierta y decide meter los dedos solo por placer.
—Vos me dejaste hecho mierda —escupió él, con la voz ronca.
—Y vos me amaste demasiado —contestó ella, clavando la mirada como cuchillo—. ¿Querés odiarme? Hacelo. Pero al final, odiar también es pensar en mí.
Lo quería volver loco, y lo lograba. Cada palabra de ella era pólvora en sus venas. Se acercó tanto que casi podía sentir el calor de sus labios.
—Decime que no me extrañaste —le dijo él, retándola.
Ella rió, suave, venenosa.
—Extrañarte fue mi vicio más grande.
Él apagó el cigarro en la mesa con violencia, la agarró del mentón y la obligó a mirarlo de frente.
—Pues preparate, porque esta vez… si jugás conmigo, nos vamos a quemar los dos.
Ella no se apartó. Solo lo besó. Y en ese beso no había amor: había pólvora, ceniza y deseo.