La madrugada estaba rota por los gritos de algún borracho y la música que escapaba de un bar cercano. Él caminaba sin rumbo, con las manos en los bolsillos y el humo acompañándolo como un perro fiel.
De repente, entre las luces intermitentes del club, la vio. Ella.
El corazón le dio un golpe tan fuerte que casi se le cayó el cigarro de los labios. No era un recuerdo, no era una ilusión: era real. Su silueta se movía entre risas y botellas, rodeada de gente que no valía nada, como una reina perdida en un reino barato.
—Hija de puta… —susurró con rabia y deseo mezclados.
Ella lo notó. Sus miradas se cruzaron en medio del ruido, y por un segundo el tiempo se congeló. Ella sonrió. No una sonrisa cualquiera, sino esa, la que siempre usaba para clavarse en su pecho y dejarlo sangrando.
Él dio una calada profunda, apretó los dientes y entró al lugar.