No sé en qué instante exacto tu mirada se convirtió en hielo, ni cuándo tus palabras se redujeron a cenizas que no llegaban a tocarme. Quizá fue un gesto, quizá fue el modo en que apartaste tu rostro cuando intenté besarte aquella tarde gris. O tal vez, simplemente, ya estabas lejos desde antes, y yo, ciega de amor, me negaba a verlo.
Te volviste distante, como si mi risa fuera un ruido molesto y mi abrazo, una cárcel. Te escurrías de mis manos con la misma facilidad con que el agua huye de los dedos. Yo gritaba en silencio, mendigando un poco de calor, pero tu corazón ya estaba hipotecado en otras bocas, en otros cuerpos, en esas mujeres fáciles que se visten de deseo barato.
Las llamo perras busconas porque eso son: sombras que cazan lo que no les pertenece, que se alimentan de migajas de amor robado. Pero lo que más me duele no es ellas… eres tú. Tú, que sabías que yo te amaba con cada fibra de mi ser. Tú, que me juraste un “para siempre” con voz firme, y ahora ni siquiera puedes mirarme sin ese brillo de fastidio en tus ojos.
Te convertiste en un extraño que duerme en mi cama, que respira a mi lado pero vive en otra parte. Y cada noche que vuelves oliendo a perfume ajeno, me arrancas pedazos de dignidad que recojo al amanecer, como quien junta cristales rotos con las manos sangrando.
¿Sabes qué es lo peor? Que todavía te amo. Que aun con tu indiferencia, con tus silencios punzantes y tus escapadas sucias, mi corazón late por ti como un animal herido que no quiere morir. Y me odio por eso. Me odio por seguir esperándote, por seguir guardando el lugar que ya no quieres ocupar.
Me siento invisible, borrada, convertida en un fantasma que deambula en nuestra casa, mientras tú juegas a ser amado en brazos que no saben lo que es entregarse de verdad.
Quisiera gritarte que me destruyes, que me rompes cada día con tu ausencia disfrazada de presencia. Quisiera arrancarte de mi alma y dejar de pensarte, dejar de soñarte, dejar de escribirte. Pero no puedo. Porque en lo más profundo de mí todavía guardo la esperanza absurda de que vuelvas a mirarme como antes, como cuando mi nombre era tu refugio y mi cuerpo, tu hogar.
Sin embargo, sé la verdad. La he sabido desde el primer silencio, desde la primera mirada esquiva: tú ya no eres mío. Ni yo soy tuya.
Y lo único que queda es este dolor ardiente que me acompaña como un perro fiel, recordándome que amé demasiado a quien ya no sabe amar.