Nos llamaron locos, y quizá lo éramos. No por gritar en medio de la calle o romper las reglas del mundo, sino porque descubrimos una forma de amar tan desmedida que no cabía en la cordura. Nadie nos entendía, nadie podía aceptar que existiéramos. Y aun así, mientras el mundo nos juzgaba, nosotros ardíamos.
Lo conocí una tarde que parecía insignificante. Caminaba distraída, casi vencida por la rutina, cuando sus ojos se cruzaron con los míos. Fue un instante, pero en ese instante supe que algo se había roto dentro de mí. Era como si toda mi vida hubiera sido un largo pasillo oscuro, y de repente alguien encendiera una antorcha. Ese alguien era él.
No hubo promesas ni palabras solemnes. Hubo miradas, silencios, huidas compartidas hacia lugares donde nadie nos buscara. Nos encontrábamos en rincones olvidados: un puente abandonado, una vieja estación de tren, la azotea de un edificio donde solo las estrellas nos escuchaban. Ahí nacía nuestra locura, ahí florecía lo que nadie más entendería.
Éramos invencibles cuando estábamos juntos. Reíamos tan fuerte que dolía, corríamos como si el mundo fuera nuestro y nos jurábamos una eternidad que sabíamos imposible. Nos alimentábamos de excesos: de madrugadas sin dormir, de confesiones susurradas con lágrimas, de besos que parecían incendiar todo lo que tocaban.
Éramos invencibles cuando estábamos juntos. Reíamos tan fuerte que dolía, corríamos como si el mundo fuera nuestro y nos jurábamos una eternidad que sabíamos imposible. Nos alimentábamos de excesos: de madrugadas sin dormir, de confesiones susurradas con lágrimas, de besos que parecían incendiar todo lo que tocaban.
Pero el amor, cuando se vuelve fuego, también quema. Y nosotros nos consumimos demasiado rápido. Había días en que su abrazo era un refugio, y otros en que su silencio era un abismo. Yo lo esperaba, siempre lo esperaba, incluso cuando se perdía en su propia oscuridad. Él volvía con los ojos cansados, con la piel marcada por secretos que nunca me contó, y yo lo recibía como si no existiera más mundo que ese instante.
Me decían que huyera, que nada bueno podía venir de un amor así. Pero ¿cómo se huye de la única persona que te hace sentir vivo? Yo prefería mil veces el dolor de su ausencia que la calma de una vida sin él. Porque, aunque nos destrozábamos, éramos auténticos. Y en esa autenticidad había algo sagrado.
Con el tiempo, comprendí que no habría final feliz. Estábamos destinados a rompernos, a ser historia antes de ser futuro. Sin embargo, jamás me arrepentí. Nadie más me miró como él lo hizo, nadie más me arrastró a la orilla del abismo para después abrazarme con una ternura que dolía.
Dicen que estábamos perdidos, que fuimos una tragedia anunciada. Tal vez tengan razón. Pero yo prefiero recordarlo de otro modo: como ese amor que fue tan grande que no pudo encerrarse en la cordura. Como esa pasión que nos hizo libres, aunque también nos destruyó.
Sí, fuimos insensatos, desbordados, imposibles. Fuimos un par de locos de atar. Y aunque el tiempo se lleve su rostro, aunque la memoria se desgaste, siempre quedará en mí esa certeza: que alguna vez amé con tanta fuerza que el mundo se quedó pequeño, y que, en medio de la locura, fui verdaderamente yo.