No era santa.
Pero él la miraba como si lo fuera.
Como si cada palabra que salía de su boca fuera una oración que lo condenaba más.
Se encontraban en lugares donde la luz no llegaba.
Entre cortinas cerradas, entre susurros que no debían existir.
Ella reía con los ojos tristes.
Él la tocaba como si estuviera pidiendo perdón.
No hablaban de amor.
Solo del fuego que los consumía.
Del pecado que sabían que estaban cometiendo. Y aún así, volvían.
Una y otra vez.
Ella sabía que él no la elegiría a la luz del día.
Pero en la noche, era su cruz.
Su redención.
Su perdición.
Y aunque dolía, ella se quedaba.
Porque en ese dolor, había algo que se parecía a la verdad.
No era santa.
Pero en sus brazos, él creía que el cielo ardía por ella.