Pecado.
Pecado.
Pecado...
Pecado.
Aquella palabra retumbaba una y otra vez en la mente de Lord Edrik Valvenis.
Y con razón; se había encerrado en la bóveda de su fortaleza intentando mantenerse ajeno a lo que sucedía en el exterior, a lo que había hecho. Su esposa, aquella a la que había visto pálida y sin vida, ahora estaba... ¿Viva?
¿Y por qué?
Pecado.
Pecado.
Pecado.
Se llevó las manos a la cabeza, como si eso fuese suficiente para detener a las voces que susurraban en el interior de su ser. Cerró los ojos y dejó caer su cuerpo al suelo, apretando aún más sus puños contra su cabeza, negando con la misma.
¿A dónde se había ido la indiferencia que portaba una semana antes?
¿A caso la voz de la cueva se había burlado de él?
Pecador.
Fue lo último que dijeron las voces al unísono antes de callar.
Lord Edrik Valvenis se quedó tirado en el suelo con los ojos todavía cerrados. Su respiración, que antes estaba agitada, comenzó a volver a su estado normal lentamente; apartó sus puños de su cráneo despacio, como si el mismo Rey Homnys II al que había abandonado lo estuviera apuntando con una espada.
Ya no escuchaba las voces. Por un momento creyó que era libre.
Por fin abrió los ojos y se levantó del suelo cual niño somnoliento, observando todo a su alrededor, tal parecía que todo lo vivido éstas semanas había sido sólo una pesadilla. La peor pesadilla.
Tragó grueso mientras dibujaba una ligera sonrisa con sus labios secos y agrietados.
¿Era libre?
¿El Ego había dejado pasar el pecado que había cometido?
No pudo realizar ningún movimiento. No pudo si quiera respirar cuando escuchó su voz.
¿Qué voz? Preguntas quizá. Yo te diré cuál: La de aquella deidad que le obligó a cometer el acto impuro más condenado en todo el planeta. De aquél ser que le prometió vida para su esposa y su hijo, y se la dió, de la peor forma posible.
Te hablo del eso que te puede quitar la vida y darte una nueva en la que sólo pensarás en hacer una cosa: morir.
— Tu trabajo ha concluido. —Dijo la voz.
Lord Edrik pasó su mirada paranoica por todo el cuarto. Sudor frío recorriendo su espalda.
— Yo... —El Lord no sabía qué hacer ni qué decir.
¿Trabajo concluido?
Habían hecho un trato del que no se había beneficiado nuestro pecador. Y aunque era un total cobarde no iba a permitir que esta deidad se saliera con la suya... Al menos eso pensó.
— No has cumplido tu parte...—Se atrevió a decir El Lord sin mirar a un lugar fijo. — ¡Me mentiste!
— Tu esposa e hijo serán cuidados como es debido...
— ¡¿De qué hablas?! —Interrumpió el Lord a la deidad. — ¡Esa mujer no es mi esposa!
Lord Edrik daba vueltas sobre su propio eje con la esperanza de ver a eso que le hablaba, más que nada para enfrentarse a él como no pudo hacer con su majestad cuando tuyo ocasión.
— Es hora de hacerte uno con el cosmos.
— ¡NO!
— Yo me haré cargo de tu cuerpo...
— ¡ME NIEGO!
— Y...
— No puedes obligarme. —El Lord soltó un sollozo. Se rindió, mostrando aquello que sus palabras no expresaban.
La voz, totalmente ajena a las réplicas de nuestro pecador, continuó con su despedida.
— Recuerda...
La bóveda fue sustituida (para El Lord) por un espacio completamente oscuro, sin temperatura, sin tiempo, un lugar en el que dejas de sentir.
Desconocido para nosotros, familiar para El Lord.
Y como sucedió la última vez, El Lord se encontró a sí mismo donde estaba antes: en la bóveda; con un pequeño detalle:
Su cuerpo tirado en el suelo, totalmente inerte.
— Nirén veylar.
Bastó con ésas palabras para que el alma de Lord Edrik Valvenis desapareciera para siempre, demostrando lo que decía la frase:
La muerte es poder.