En el puente colgante
Demetrio Aranda decidió suicidarse. Ya nada tenía que hacer en este mundo.
Y hasta una semana antes gozaba la vida con las ilusiones de sus floridos veintitrés años.
Era feliz, modestamente feliz.
Y, de golpe, su felicidad se hundía.
Esa tarde asistió al entierro de Elisa Morales, su novia, en el cementerio de La Piedad.
Una enfermedad traidora y rápida la abatió. Ya Elisa era sólo una sombra, un recuerdo, un nombre. No alumbrarían más sus ojos, no sonaría más el cascabel de su risa. Todo aquel encanto único de gracia, de dulzura, de esplendor sucumbía para tornarse de barro, para confundirse en la multitud incontable de los muertos.
Y Demetrio Aranda no podía sobrellevar ese dolor, ni someterse a esa injusticia del destino.
Había cumplido todos los deberes de novio. Como perro fiel estuvo a la puerta de la habitación donde ella se extinguía, después a la cabecera del ataúd y, por último, frente a la fosa que se tragaba el cuerpo inmóvil y blanco.
Muchas manos apretaban sus manos, muchas convencionales palabras de consuelo se echaron a sus oídos.
Damas y señores del cortejo se dijeron con un pausado meneo de cabeza:
—¡Pobre! ¡Cómo la quería!
Sí, tanto la quería, que ausente Elisa Morales, ya su existencia carecía de objeto. Nada le interesaba.
Su imaginación le representó la garabateada silueta del puente colgante, tendido sobre la laguna Guadalupe. Por esa puerta se van los santafecinos que, hastiados de andar, buscan el camino eterno.
Las once de la noche; hora propicia para el gran viaje.
Demetrio Aranda abandonó su pieza y salió a la calle. El puente colgante distaba unas quince cuadras.
Tomó el centro del bulevar Gálvez. Reinaba una noche tibia y azul. Por el asfalto corrían los faros encendidos y en los bancos, a la sombra espesa de los follajes, se columbraban las parejas de enamorados.
Enamorados: formas endebles que destruye un microbio ruin o el cuchillo de un golpe de aire.
Del Chacra Bar brotaba luz y bullicio. Demetrio Aranda repudió a esa gente que se divertía. ¡Qué cosa estúpida y vana es la diversión!
Elisa Morales estaba muerta, y la gente amaba y se divertía como si nada hubiera ocurrido. Y mañana, y después, y siempre, cuando Demetrio Aranda reposara en el fondo de la laguna, también, igual, la gente se divertiría y amarían. Era absurdo.
Ya los cables y vigas del puente trazaban en el espacio su sutil bordadura de hierro. Desde esa plataforma daría el salto a la tiniebla y al sosiego definitivo.
Pero antes, para eludir el auto que se le echaba encima, debió correrse desalentado, con el corazón en la garganta, al más próximo refugio.
—¡Qué barbaridad! —protestó—. Así suceden las desgracias.
El vendedor de naranjada, desde el interior de su coche niquelado, corroboró:
—Sí, sí. Hay poca vigilancia. Se exceden los máximos de velocidad.
Demetrio Aranda, repuesto de ese susto, avanzó al puente. Ya se habían retirado los paseantes que allí buscan las brisas frescas del río.
Las luces de la costanera dibujaban desmesuradamente bastiones de oro en la laguna.
De bruces en la balaustrada, contempló el abismo. En el fondo, el agua turbia se movía, salpicada de estrellas. Tal su sepulcro.
Afirmó las manos y adelantó el busto. Se le erizaba la cabeza, y una fuerza sobrenatural, tirándole de los pies, lo adhería al suelo. Y volvió la cara.
A pocos metros se perfilaba ahora el bulto de una mujer. Demetrio Aranda no quería testigos y esperó.
Esperó unos segundos o unos minutos. Y, de pronto, vio con pavor y asombro cómo su incógnita vecina, salvando bruscamente la baranda, se precipitaba al abismo.
Demetrio Aranda, angustiado, acudió a ese sitio. El espejo negro de la laguna se quebró con lúgubre chasquido. Miró él ansiosamente. La oscuridad envolvía al drama vulgar. Unas veces, el ruido de unos manotazos. Y, después, nada.
Y al girar, distinguió, en el suelo, a su lado, la mancha blanca de un zapato de la suicida —cuero de culebra— que, a modo de pisapapel, apretaba una esquela, sin sobre.
Abierta, podía leerla. Y, sentado en el escalón, desplegó la hoja y rascó un fósforo. Sólo decía, con esa letra alta y gruesa que enseñan las monjas: “Papá y mamá: perdónenme. No puedo sobrevivir al desengaño. Ketty”. Y, abajo, la dirección.
—Yo mismo —se prometió Demetrio Aranda, trémulo— le llevaré a los padres este adiós, y les referiré el último instante de su hija.
Y, súbitamente, reaccionó:
—¡Estoy divagando!... Ahora me toca el turno a mí.
No mudaba, empero, de postura. Continuaba en el escalón, los codos en las rodillas y las sienes en los puños.
Y se confesó, consternado:
—Soy un flojo. Tengo miedo.
Se sumergió en una meditación de temas remotos e incoherentes, rememoraciones de infancia, fantasmas y sueños, extravagantes figuras que visitan a los que van a morir.
Y de ese ensimismamiento la arrancó el rumor de unos pies descalzos y, seguidamente, el de una voz que le interpelaba:
—Mi carta?
Se incorporó. Allí estaba la suicida, con las húmedas ropas pegadas al cuerpo. El resplandor de las estrellas le mostró una cara lívida, de facciones suaves y cabellos alaciados.
La muchacha repitió:
—Mi carta. ¿No ha visto mi carta?
—Sí, señorita, la he visto. Pero lo que ha hecho usted…
—¡Qué le importa!… —interrumpió con enojo—. Deme mi carta.
—No sé lo que ha visto. Se lo ruego.
—Si señorita, le daré su carta, siempre que me prometa…
—¡No tengo nada que prometer!
—Se la devolveré, mientras me asegure que no va a intentar nuevamente esa locura, ese crimen.
—¿Con qué derecho?…
—Con el derecho y el deber de salvar una vida.
—¡Es usted muy magnánimo!… —exclamó sarcástica. Y observó:— Su manera de proceder me impulsa precisamente a ejecutar aquel propósito. Porque, sin esa carta…
—Tiene razón —reconoció Demetrio Aranda y le entregó el pliego.
—Muchas gracias; buenas noches.
Ketty caminó y Demetrio Aranda se le puso al lado de acompañante.
—No, no. ¿Cree usted que puedo dejarla ir así después de ese baño?
Las pupilas de Ketty relampaguearon en la sombra:
—¿Se permite usted ahora burlarse de mí? No es humano, no es decente —reprochó—. Bastante sufro con mi vergüenza, mi fracaso, mi cobardía.
—¿Cobardía?
—Sí; me faltó valor para dejarme morir. Nadé, contra mi voluntad. Una situación risible.
—Delante mío no tiene por qué avergonzarse. Es más valiente que yo; por lo menos se atrevió usted a arrojarse al vacío; después...
—...después me falló el instinto, que nos aferra a la vida. Yo, en cambio, resuelto a matarme, desfallecí con sólo mirar esa obscuridad, esa hondura.
—¿Venía usted a lo mismo? —inquirió ella, anhelante.
—Sí; esta tarde enterré a mi novia, y me pareció que mi felicidad se derrumbaba, que desaparecería toda razón de existir.
—¡Ah!... ¿Elisa Morales, acaso?
—Sí.
—¡Pobre! Descansa... Yo la envidiaba hoy.
—Se imaginará mi desesperación, mi tortura.
—¡Siquiera mi novio hubiera muerto! —lamentó ella—. Guardaría el recuerdo que, con su dolor, ennoblecería la tortura de mis horas. Soy creyente; alguna vez me reuniría a él. Pero el muy canalla huyó de mí; mi herencia no era lo grande que calculaba.
—¿Y por qué un hombre así?…
—No, no era por un hombre así; era por la amargura, por el desgarramiento, por el odio, a todo y a nosotras mismas que nos causa una vileza de ese tamaño.
—Sin embargo, felícitese; encontró la ocasión de descubrir la catadura del sujeto. Escapó usted de un inmenso peligro.
—Así es.
—Hay que olvidar —aconsejó Demetrio Aranda con convicción.
—Sí, hay que olvidar —reconoció Ketty.
Estaba en el último estribo del puente. Ketty rasgó el papel en menudos trozos, que brillaron, aleteantes, en las tinieblas; las aguas de la laguna lavarían aquella caligrafía que enseñan las monjas, y, con ella, aquel mensaje ingenuo y trágico que no llegó, ni llegaría a su destino.
Y los bustos de los suicidas, apareados, se torcieron sobre la balaustrada. Platicaron, frente al misterio de la noche infinita, tenues las voces, acentuado el fulgor de los ojos. Refirieron sus vidas y sus esperanzas, sus deseos y sus penas.
Hablá en sus almas similitudes y armoniosos contrastes. Cariño, amor: palabras que articularon, palpitantes, sus bocas.
—Pensar que veníamos a morir! —dijo ella.
—Es una estupidez matarse —opinó él.
Y este episodio acaba, como las películas yanquis, con una boda.
Ayer, Kety Pierini y Demetrio Aranda, se casaron.