Lo veía cada tarde, sentado en la misma mesa de la biblioteca, rodeado de libros. Tenía el ceño fruncido y las mangas arremangadas, como si estuviera listo para pelearse con las palabras.
Yo trabajaba en la cafetería del primer piso, y cada día, a las cinco en punto, él bajaba y pedía lo mismo: "Un americano, sin azúcar". Nunca decía más de lo necesario, nunca sonreía.
Un día, sin pensarlo mucho, dibujé un pequeño gato en la tapa de su vaso y escribí: "Para que el café no sea tan amargo".
Esperé su reacción, pero solo tomó el vaso, lo miró un segundo y volvió a su mesa.
Al día siguiente, cuando pidió su café, me entregó una servilleta con un dibujo torpe de un perro.
Así empezó todo.
Cada día, un intercambio: dibujos de gatos, perros, estrellas, hasta que una tarde, junto con su café, me entregó una servilleta con algo diferente.
“El café sigue siendo amargo… pero si lo tomamos juntos, creo que sabrá mejor”.
Esa vez, su ceño fruncido se relajó un poco. Y por primera vez, lo vi sonreír.