Helena siempre había sentido que algo faltaba en su vida. No era la falta de amigos ni de logros, sino una ausencia más profunda, algo que la hacía mirar al cielo cada noche como si esperara encontrar allí una respuesta. Su abuela solía decirle que las estrellas guardaban secretos que solo los soñadores podían descubrir, pero a sus 26 años, Helena empezaba a creer que los sueños no eran más que historias para niños.
Hasta que apareció él.
Aquella noche, el cielo se iluminó con un cometa que surcó la oscuridad como una flecha de luz. Helena estaba en el balcón de su apartamento, mirando el espectáculo con una mezcla de melancolía y asombro. Cerró los ojos y, casi sin pensarlo, hizo un deseo.
"Quiero un amor que me eleve, que me haga sentir que puedo volar."
El viento sopló con una intensidad inusual, como si el universo hubiera escuchado su súplica. Cuando abrió los ojos, allí estaba. Un hombre, alto y de aspecto etéreo, con alas plateadas que brillaban bajo la luz de la luna. Su cabello parecía hecho de hilos de plata, y sus ojos dorados la miraban con una intensidad que hizo que el corazón de Helena se acelerara.
—Helena —dijo, como si siempre hubiera conocido su nombre—. Soy Kael, y estoy aquí porque me llamaste.
Ella retrocedió un paso, incrédula. —¿Qué eres? ¿Cómo sabes mi nombre?
—Soy un errante, un guardián de los deseos que nacen desde el alma. Tu corazón me trajo aquí.
—Esto no puede ser real… —murmuró Helena, pero cuando Kael extendió una mano hacia ella, sintió un calor que era tan real como su propio aliento.
Esa noche fue el inicio de algo que cambiaría la vida de Helena para siempre. Kael la llevó a volar, literalmente. Sus alas eran fuertes y suaves, y mientras la sostenía entre sus brazos, el mundo bajo ellos parecía desaparecer. Atravesaron cielos estrellados, montañas cubiertas de nieve y océanos que brillaban como espejos bajo la luna.
—El amor —le dijo Kael mientras flotaban sobre una nube— no tiene por qué ser una carga. Puede ser alas que te lleven más alto de lo que jamás imaginaste.
Helena lo miró, atrapada entre la incredulidad y la emoción. Por primera vez, entendía lo que significaba sentirse completa. Pero en el fondo, algo la inquietaba.
—¿Por qué yo? —preguntó una noche, mientras descansaban junto a un lago cristalino que reflejaba las estrellas.
Kael la miró con una tristeza que ella no había visto antes. —Porque tu deseo era puro, y porque estás destinada a algo grande. Pero no puedo quedarme contigo para siempre.
El corazón de Helena se detuvo. —¿Qué quieres decir?
—Mi propósito es mostrarte lo que puedes alcanzar, pero no soy quien debe acompañarte el resto del camino.
Helena negó con la cabeza, sintiendo que su pecho se desgarraba. —No puedes decirme eso. No después de esto.
Kael suspiró y tomó sus manos. —El amor que necesitas no depende de mí, Helena. Yo solo soy el puente. Las alas que buscas siempre han estado dentro de ti.
Durante semanas, Helena vivió cada momento con Kael como si fuera el último, aferrándose a él como quien se aferra a un sueño que no quiere olvidar. Pero una noche, mientras volaban sobre un bosque iluminado por luciérnagas, Kael se detuvo.
—Es hora de despedirnos, Helena.
Ella no pudo contener las lágrimas. —No quiero que te vayas.
Kael sonrió, una sonrisa llena de amor y tristeza. —No me voy realmente. Siempre estaré contigo, en cada vuelo que tomes, en cada sueño que persigas.
Y con esas palabras, desapareció.
Helena despertó en su cama, pensando que todo había sido un sueño, pero entonces vio algo sobre su escritorio: un par de alas hechas de luz, brillando con un resplandor suave. Kael había dejado una parte de sí mismo con ella, una prueba de que el amor, cuando se mezcla con la fantasía, puede trascender incluso lo imposible.
Desde ese día, Helena vivió de una manera diferente. Ya no miraba al cielo con melancolía, sino con gratitud y esperanza. Había aprendido que el amor no siempre llega de la forma que esperamos, pero cuando lo hace, tiene el poder de transformarnos para siempre.