Cuando lo vi por primera vez, no parecía humano. Estaba inmóvil, como una muñeca de porcelana, con la piel pálida y los ojos amatistas que me observaban sin parpadear. No dijo una palabra, pero en su mirada había una pena inexplicable, como si conociera el peso de mis derrotas mejor que yo mismo. Era él quien estaba encerrado, quien sufría, pero esa sensación de juicio silencioso se me antojaba injusta.
No podía apartar la vista. Había algo hipnótico en su fragilidad aparente, en esa quietud que ocultaba secretos. Los guardias lo custodiaban como a un peligro latente, y eso me fascinaba tanto como me aterraba. Su delicadeza contrastaba con la brutalidad del lugar que lo aprisionaba. Por un momento, me pareció imposible que una criatura tan etérea existiera en nuestro mundo.
Cuando lo liberé, la conexión fue instantánea y desconcertante. Aunque no me dirigió la palabra, su presencia era tan contundente que no necesitaba hacerlo. Aniel, así lo llamaban, caminaba a mi lado con una calma que rozaba lo antinatural, y esa distancia que mantenía, tanto física como emocional, era un abismo que me empujaba a querer acercarme más. Su silencio no era vacío; estaba cargado de una profundidad que no podía comprender del todo, pero que me consumía.
¿Era realmente una marioneta? Me salvó una vez, me salvó una segunda e incluso una tercera.
Era hermoso, sí, pero no de la manera superficial que la palabra sugiere. Había algo sublime en su apariencia: los cabellos blancos como la nieve, los ojos que parecían albergar un universo en cada destello, la perfección de sus facciones que lo hacían parecer irreal. Sin embargo, era su voz la que rompió el hechizo de su silencio. La primera vez que habló, lo hizo con una suavidad que contrastaba con su tono rasposo, como si cada palabra fuese un esfuerzo deliberado. Su voz, cálida y distante al mismo tiempo, me estremeció.
—Los llaman ángeles —dijo en una de esas raras ocasiones en que rompía el silencio—. Pero no somos lo que creen.
Sus palabras me dejaron con más preguntas que respuestas. Si no eran ángeles, ¿qué eran? Los rumores hablaban de seres divinos, pero Aniel no encajaba en esas historias. Había una humanidad en él que los relatos sagrados nunca habrían imaginado, y una oscuridad también, un eco de algo roto.
Su compañero, en cambio, era la personificación de la furia contenida. Donde Aniel era reticencia y calma, él era tempestad. Juntos eran una contradicción viviente, dos extremos que coexistían sin esfuerzo. Mientras su compañero imponía su presencia como un dios vengador, Aniel se deslizaba entre las sombras, siendo y no siendo al mismo tiempo.
En algún punto, sin que pudiera precisar cómo ni cuándo, me enamoré de él. No era una pasión abrumadora ni una necesidad desesperada; era un anhelo constante, una búsqueda de algo que no podía definir. Me descubría esperando sus palabras, sus gestos, incluso sus silencios. En cada batalla, mi mirada lo buscaba, asegurándome de que seguía allí, intacto, aunque sabía que no necesitaba mi protección.
Lo que encontré en él fue algo que había perdido en mí mismo. Su presencia llenaba vacíos que no sabía que existían, reflejándome partes de mí que había olvidado. Pero esa misma luz que encendió en mi interior fue la que terminó apagándose. Aniel brillaba como una estrella en un firmamento oscuro, y como toda estrella, su destino era extinguirse.
Cuando sacrificó todo para salvarme, no comprendí el alcance de su elección hasta que fue demasiado tarde. Su cuerpo, tan frágil como siempre había parecido, se desmoronó ante mis ojos, dejando un vacío que nunca podrá llenarse. En sus últimos instantes, sus ojos amatistas buscaron los míos y, por primera vez, vi algo más allá del misterio: una despedida.
No dijo nada. No necesitó hacerlo. La conexión que había sentido desde el principio se manifestó en ese instante final con una claridad devastadora. Me había salvado no por lo que era, sino por lo que podía ser. Y yo, incompleto y quebrado, quedé con la tarea imposible de reconstruirme en honor a él.
Aniel desapareció como la luz de una estrella fugaz, dejando un rastro imborrable en mi alma. No entendí entonces, y quizá nunca lo haga del todo, por qué alguien tan brillante eligió sacrificarse por alguien tan perdido como yo. Pero en esa pérdida encontré algo más: un propósito. Si su luz se apagó para darme una oportunidad, no puedo permitirme desperdiciarla.
Aún lo busco en las estrellas, esperando encontrar un destello que me devuelva su presencia. Pero lo que he encontrado no está allá afuera; está dentro de mí, en el eco de su sacrificio y en la promesa que dejo sin palabras: ser digno de la fe que puso en mí. Y aunque su ausencia pesa como un cielo sin estrellas, su recuerdo ilumina el camino que debo seguir.