La tormenta rugía afuera mientras Lara caminaba por el pasillo oscuro de la vieja mansión. Cada paso que daba resonaba, pero no podía detenerse. Su corazón latía rápido, no por miedo, sino porque sabía que él estaba ahí. Siempre estaba ahí.
Al llegar al salón principal, lo vio. Dante, de pie junto a la ventana, con su cabello oscuro desordenado y la mirada perdida en la lluvia. Su silueta parecía parte de la penumbra, como si no perteneciera del todo a este mundo.
—¿Por qué siempre huyes de mí? —preguntó ella con la voz temblorosa.
Dante giró lentamente, sus ojos brillando como si atraparan la poca luz de la luna. Se acercó despacio, su andar casi irreal, como si flotara. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, su aliento rozó la mejilla de Lara.
—Porque si me quedo... te destruiré.
Antes de que pudiera responder, sintió sus labios rozar los suyos, suaves, pero llenos de algo oscuro y peligroso. El beso duró apenas un segundo, pero fue suficiente para dejarla sin aliento. Cuando abrió los ojos, él ya no estaba. Solo quedaba el eco de su voz en el viento.
—Y, sin embargo, nunca dejo de volver a ti.