La tenue luz, que provenía del cielo naranja del atardecer, iluminaba con dificultad el cuarto de baño. Me estaba maquillando para salir de fiesta con amigas. Los polvos del colorete hicieron que me picara la nariz y estornudé. Todo oscureció y mi reloj dejó de dar la hora. En ese momento se me congeló el corazón.
Pasé mi infancia y adolescencia con mi abuela, una mujer que provenía de una aldea perdida que no salía ni en los mapas. Era alta y de pelo rosa. Siempre había sido muy supersticiosa, pasaba los ratos libres leyendo libros extraños. Solía decirme que nunca estornudara frente a un espejo al atardecer. O todo se volvería oscuro, la luz de las ventanas se tornaría blanca y un ser extraño aparecería en mi casa.
Salí del baño y ví las ventanas emblanquecidas. Después, horrorizada, escuché pasos detrás de mí. La respiración en mi oreja me provocó sudores fríos. Al girarme, había una silueta. Un ser alto oculto entre las sombras que me dijo con voz áspera y agria: No te muevas…
La nariz me comenzó a picar de nuevo, no lo pude contener y estornudé. Entonces la silueta se abalanzó sobre mí. Tenía el pelo rosa.