Noche tras noche, permanezco en vela vigilando la ventana, esperando verle a través del cristal. Aunque soy consciente de que cuando las luces se apaguen y la casa quede en silencio emergerá de la oscuridad para martirizarme hasta el amanecer, soy incapaz de huir.
Durante horas, permanecerá inmóvil, pegado al cristal, taladrándome con su fría mirada. Su tenue sonrisa cargada de malicia me atrae y me repele a partes iguales. Él lo sabe y lo utiliza para castigarme. La ansiedad hace que mi cuerpo tiemble sin control.
Si percibe que su influjo disminuye, sin ningún pudor, abre la ventana para mostrarme hasta dónde puede llegar su crueldad. Sabe que su aroma y el sonido de los latidos de su corazón me hacen enloquecer. Con lágrimas de sangre y la voz cortada por la desesperación le suplico que me invite a entrar. Pero nunca lo hace. Antes de cerrar la ventana, finge inocencia y con voz condescendiente me susurra «tal vez mañana».