Francisca, la madre de Diana, y yo estábamos conversando en un parque. El sol iluminaba su rostro y todo el lugar con un brillo especial, como si la luz la siguiera dondequiera que estuviera. Sonreía con calidez, y mientras hablábamos, me extendió un fajo de dólares. “Es para que puedas ir a verla,” me dijo con un gesto de apoyo que nunca olvidaré. Ese acto de generosidad marcó el inicio de algo más grande. Subimos juntos a un avión con destino a Estados Unidos.
Al llegar, bajamos del avión y caminamos por las calles hasta encontrar a Diana. Estaba allí, frente a nosotros, conversando con su madre. Pero algo era diferente. Francisca estaba presente, pero su figura era transparente, como si su existencia estuviera suspendida entre lo real y lo imaginario. Yo, a su lado, me sentía invisible para Diana. Ella solo le hablaba a su madre, ignorando completamente mi presencia.
Desde mi posición, escuché cada palabra de Diana. Le decía a Francisca que se iba a casar con Eduardo y que juntos se mudarían a Nueva York. Mi corazón se encogió al escucharla, y sin poder evitarlo, grité: “¡No quiero que se vaya a Nueva York! ¿Cómo la voy a encontrar?” Pero mis palabras se perdieron en el aire; Diana no me escuchaba. Se despidió de su madre y comenzó a caminar hacia un camino oscuro que se extendía frente a ella.
La seguí sin dudar, sintiendo que no podía dejarla ir. Diana llevaba una bufanda de lana verde que se movía ligeramente con el viento. La tomé de la bufanda, deteniéndola. Ella giró hacia mí con una expresión de sorpresa, pero no pude detenerme. Me acerqué más, hasta que la besé. Al principio, se resistió, pero pronto dejó de hacerlo. El beso se volvió apasionado, intenso, y sentí su fuerza, su olor, el calor de su cuerpo. El sabor de sus labios era indescriptible, como una explosión de miel dentro de nuestras bocas, dulce y embriagador. Fue un momento tan real que parecía que todo el mundo se desvanecía a nuestro alrededor. Nos miramos fijamente, y en sus ojos encontré algo que nunca había visto antes: un amor que parecía puro y sincero.
“Lo dejaría todo por ti,” le dije, con el corazón en la mano. Ella no respondió, pero su mirada me lo dijo todo. Sin embargo, Diana se apartó y continuó caminando. Yo la seguí hasta una casa, donde se detuvo y entró. Me quedé afuera, esperando, entre los trozos de madera que estaban esparcidos en el suelo.
Dentro de la casa, escuché las voces de Diana y Eduardo. La discusión fue subiendo de tono. Diana, con la voz cargada de decisión, le dijo: “No quiero casarme contigo.” Su tono era firme, inquebrantable. La intensidad de su voz hizo que me acercara un poco más, aunque no podía ver lo que ocurría. Ella continuó: “No estoy embarazada.” El silencio que siguió fue tan pesado que parecía llenar toda la habitación. “No me importa no tener hijos,” agregó, y esas palabras eran como un grito de libertad, como si ella estuviera dejando atrás un futuro que no quería.
Eduardo intentó decir algo, pero Diana no le dio oportunidad. Se quitó el anillo y lo lanzó al suelo con fuerza, haciendo que resonara en la habitación. Después de eso, salió de la casa, cerrando la puerta tras de sí. Me buscó con la mirada y, cuando me encontró, caminó hacia mí con determinación. Tomó mi mano sin decir una sola palabra, pero en sus ojos pude ver que todo había cambiado.
Nos alejamos juntos, dejando atrás la casa, el pasado y todo lo que nos había traído hasta ese momento. La oscuridad nos rodeaba, pero ya no importaba. Estábamos juntos, y con eso bastaba. El futuro era incierto, pero en ese instante solo sabíamos que habíamos elegido el camino correcto.