La mujer con la que se iba a casar murió en el altar, pero Adiel Mohamed no podía superar es emomento, hasta que regresó a su pueblo, y unos ojos verdes los flecharon.
Se enamoró perdidamente de Kiara Salma, la sobrina del capataz de su hacienda, una chiquilla que su madre odiaba con toda el alma. Pero eso no impidió que Adiel la amara, y la convirtieran en su todo.
Lo único que logró apartarlo del lado de su amada, fue que era menor de edad, sobre todo, era su alumna, y estaba prohibida para él, en todos los sentidos.
Decidió marcharse, y regresar cuando ella fuera mayor de edad, pero antes de partir, la hizo suya, marcando la como suya, pensando en su regreso convertirla en su esposa. Pero cuando regresó, Kiara ya no estaba, ella había desaparecido. Y su padre habría muerto, lo que le dejó destrozado y desdichado por cinco años, hasta que la volvió a ver, con una niña en brazos, la cual supo inmediatamente que era su hija.
Pero resultaba que Kiara lo odiaba.
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Examen frío.
Los minutos pasan con una lentitud tortuosa mientras espero que el inspector inicie el parlamento de cada lunes. Mi cuerpo tiembla incontrolablemente, la ropa mojada pegada a mi piel como una segunda capa helada. Si sigo así, terminaré con una pulmonía, pienso amargamente.
—Señores estudiantes, les presento al nuevo maestro de Contabilidad, Adiel Mohamed —anuncia el inspector.
Mi mundo se detiene por un segundo. "¡No! ¡Qué puto destino!", grito internamente. Lo que faltaba, que Adiel sea mi profesor. Esto parece un castigo divino por haber salido aquella noche, por desobedecer a mi tío. Ahora tendré que aguantar al pervertido de Adiel no solo fuera, sino también dentro del instituto.
Definitivamente, hoy no ha sido un buen día. Apenas han pasado unas horas y ya estoy hecha trizas. Tengo la horrible certeza de que los días que vendrán serán igual o peores. Mientras Adiel Mohamed esté cerca, no tendré un momento de paz.
—Ingresen a sus aulas —ordena el inspector.
Camino a pasos rápidos, deseando desaparecer. Una vez dentro del aula, me desplomo en mi silla, soplando mis manos temblorosas en un intento desesperado por entrar en calor.
—Kiara, ¿qué pasó? ¿Por qué estás toda mojada? —pregunta Mer, mi amiga, con preocupación en su voz.
—Un idiota me mojó con la enorme charca de agua que está antes de llegar al colegio —explico, la rabia volviendo a burbujear en mi interior.
—¡Qué degenerado! ¿Quién hizo eso? —masculla Mer.
—Uno como el que acaba de ingresar —vocifero, rodando los ojos con desprecio.
—¡Buenos días! Tomen asiento —dice Adiel, y Mer se va a su lugar, lanzándome una mirada de simpatía.
Todavía no puedo creerlo. Me parece una broma cruel del universo que el imbécil de Adiel termine siendo mi profesor. Sigo frotando mis manos, tratando desesperadamente de ahuyentar el frío que se ha instalado en mis huesos.
—Estas son las hojas que dejó el antiguo licenciado, así que ustedes ya saben lo que tienen que hacer —anuncia Adiel, comenzando a repartir las hojas del examen.
Cuando llega a mi pupitre, se detiene. Siento unas ganas incontrolables de clavar mis uñas en su rostro perfecto, de borrar esa expresión de suficiencia que tanto detesto.
—Señorita Salman... —comienza, pero no le doy la oportunidad de terminar.
Le arrebato la hoja de las manos con brusquedad, seguido, giro mi cuerpo para sacar mi cartuchera. Él sigue parado ahí, su presencia una sombra irritante sobre mí. Ignorándolo deliberadamente, agacho la cabeza y me concentro en el examen como si mi vida dependiera de ello.
De repente, algo cálido y pesado cae sobre mis hombros. Alzo la mirada, sorprendida, y me encuentro con esos ojos azules que, muy a mi pesar, aceleran mi corazón. Es su chaqueta. El gesto me toma tan desprevenida que por un momento no sé cómo reaccionar.
Recuperando mi compostura, pongo los ojos en blanco y rechazo el abrigo, dejándolo caer de mis hombros. Preferiría congelarme antes que aceptar algo de él. La rabia vuelve a bullir en mi interior al ver su hipocresía. Primero me moja y luego viene haciéndose el héroe. No quiero su abrigo, no quiero nada de él. Su sola presencia me resulta asfixiante.
—Señorita Salma, si no se abriga se va a enfermar —dice con un tono que suena casi preocupado. Casi.
—Prefiero eso a tener que cubrir mi espalda con su chamarra —respondo en voz baja, clavando mi mirada en la hoja del examen.
Cuando estoy a punto de concentrarme, vuelve a colocar la chamarra sobre mis hombros, esta vez acomodándola con más cuidado. El aroma de la prenda me envuelve, infiltrándose en mis pulmones y provocando sensaciones que nunca había experimentado. Por un momento, me quedo perdida en su mirada, sintiendo cómo el mundo a mi alrededor se desvanece.
Los murmullos de mis compañeros me devuelven a la realidad. Me levanto de golpe, sintiendo cómo el calor sube a mis mejillas.
—No tengo frío, Licenciado. Le agradezco su cortesía —digo, mirándole fijamente a los ojos, desafiante. Trago saliva con dificultad al sentir su mirada penetrante, que parece taladrar directamente en mi alma.
—Como quiera —murmura, alejándose para continuar entregando las hojas.
Me siento de nuevo, obligándome a concentrarme en el examen. Para mi sorpresa, las preguntas resultan ser mucho más fáciles de lo que esperaba. En apenas quince minutos, logro terminarlo. Le doy una última revisión minuciosa y, al confirmar que no hay errores, me levanto decidida.
Camino hasta el escritorio, coloco la hoja y regreso a mi pupitre. Cierro la mochila y me dispongo a salir del aula, ignorando por completo a Adiel, que se encuentra en la parte trasera del salón.
—¿A dónde va? —pregunta, su voz grave deteniendo mis pasos.
—Ya terminé de hacer el examen —respondo, sin voltear a mirarlo.
—¿Y? —insiste, y puedo imaginar su ceja arqueada en esa expresión de superioridad.
—Es una vocal —bromea Armando, ganándose una mirada fulminante de Adiel.
Escucho algunas risitas ahogadas y recorro el salón con la mirada, deteniéndome finalmente en Adiel.
—Cuando se termina un examen, uno debe retirarse —explico, como si fuera lo más obvio del mundo.
—¿Quién lo dice? ¿Usted? —replica, caminando hacia mí con pasos lentos y deliberados.
De repente, mis piernas parecen haberse convertido en plomo. No puedo moverme, paralizada por su cercanía.
—Vuelva a su asiento —ordena, pasando por mi lado. Su aroma inunda mis sentidos, dejándome momentáneamente aturdida.
Poniendo los ojos en blanco una vez más, regreso a mi pupitre. Le observo tomar mi examen, sus ojos recorriendo la hoja con atención. Desliza uno de sus dedos por la esquina del papel, un gesto tan simple que no debería afectarme, pero lo hace. Me quedo mirándolo, incapaz de apartar la vista. Maldita sea, ¿por qué tiene que ser tan guapo?
Cuando lo veo caminar de nuevo hacia mí, aparto la mirada rápidamente, clavándola en el suelo como si fuera lo más interesante del mundo. Pasa de largo y, una vez detrás de mí, dice:
—Retírese.
No necesito que me lo diga dos veces. Me levanto de un salto y salgo del aula a toda prisa, como si estuviera escapando de un incendio. Camino, casi corro, hasta la cancha de básquet y pido un balón. Empiezo a lanzarlo al aro con toda la fuerza que puedo reunir, intentando desesperadamente entrar en calor y, sobre todo, sacar de mi mente la imagen de Adiel, su aroma, y todas las confusas emociones que despierta en mí.
Con cada lanzamiento, intento expulsar la frustración, la rabia y la confusión que se han apoderado de mí. El sudor comienza a mezclarse con el agua que aún empapa mi ropa, pero no me importa. Sigo lanzando, una y otra vez, deseando que cada rebote del balón borre un poco más la sensación de sus ojos sobre mí, el calor de su chaqueta, la electricidad que recorrió mi piel cuando pasó a mi lado.