Dayana, una loba nómada, se ve involucrada con un Alfa peligroso. Sin embargo un pequeño bribón hace temblar a la manadas del mundo. Daya desconcertada quiere huir, pero termina en... situaciones interesantes...
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Cap. 10. Si no quiere estar aquí
El silencio en el vestíbulo era tan denso que se podía cortar con un cuchillo. Todas las miradas, desde los sirvientes hasta los guerreros más veteranos, estaban clavadas en la figura delgada pero inquebrantable de Dayana. El desafío tácito en sus palabras flotaba en el aire, tan palpable como el aroma a leña quemada y poder ancestral.
Dayana, sintiendo el peso de cada par de ojos, pero negándose a doblegarse, dio un paso adelante. No fue un movimiento agresivo, sino uno de pura claridad. Miró directamente a Octavia, cuya expresión era un mármol perfecto de curiosidad y desaprobación.
—¿Cómo está, Madre Luna? —su voz era suave, pero no débil. Clara y serena, como un arroyo que fluye imperturbable entre rocas.
—Mi nombre es Dayana Mérida. O Dayana Pérez. O Dayana González. O Dayana Meyer. O simplemente Dayana. —Hizo una pequeña pausa, dejando que la absurdidad de su lista de apellidos se instalara en la mente de todos.
—Usted puede elegir el que prefiera. Cambio de identidad cada vez que me mudo a un nuevo lugar. Lo único constante es Dayana —sus ojos miel, llenos de una calma sobrenatural, no se desviaron de los grises de Octavia
—Y no pertenezco a ninguna manada. No soy parte de ningún grupo. Soy nómada. Y ni tampoco pretendo pertenecer. Así que no se preocupe por eso.
La declaración cayó como una bomba en la sala llena de lobos para los cuales la manada lo era todo. La identidad, la protección, el honor, la vida misma. ¿Rechazar la pertenencia a los Colmillos Plateados? Era una herejía. Un insulto tan profundo que, por un segundo, nadie reaccionó, demasiado atónitos para procesarlo.
Las dos hermanas de Lycas, Ariadna y Selene, fueron las primeras en romper el hechizo de incredulidad.
—¡¿Cómo se atreve?! —estalló Ariadna, su rostro fino y hermoso contraído por una rabia que la hacía parecer mucho menos atractiva
—¡Una Omega insignificante! ¡Arrogante! ¿Cree que no podemos botarla así como así? ¡Solo porque tiene al heredero!
—¡Sí! —chilló Selene, señalando a Dayana con un dedo acusador
—¡Si no quiere estar aquí, que se vaya! ¡Pero el niño se queda! ¡Es de los Colmillos Plateados, no de una… una vagabunda!
Su grito, agudo y lleno de desprecio, resonó en el silencio. Era la solución simple y brutal que muchas mentes en la sala estaban empezando a considerar.
Pero Octavia no se inmutó. Al contrario, levantó una ceja con un interés aún más agudo. La furia de sus hijas era predecible, ruidosa y, en el fondo, trivial. Pero esta joven… Esta Dayana de mil apellidos y ninguno… era diferente. No era arrogancia lo que Octavia veía en sus ojos. Era convicción. Una paz interior tan feroz y absoluta que no necesitaba la validación de una manada para existir.
Era peligrosa, sí. No por lo que pudiera hacer, sino por lo que representaba, una libertad absoluta, un desapego total de sus estructuras de poder, un espejo que reflejaba la jaula dorada en la que todos ellos vivían. Era la encarnación de todo lo que ellos habían sacrificado por seguridad y poder. Y ahora estaba aquí, con el heredero del futuro Alfa en brazos, diciéndoles que su mayor tesoro “pertenecer a esta manada” no significaba nada para ella.
Un destello de algo que podía ser respeto o tal vez solo el reconocimiento de un adversario digno brilló en las profundidades grises de los ojos de Octavia.
—Silencio —ordenó, y su voz, aunque baja, cortó los arrebatos de sus hijas al instante. No miró hacia ellas; su mirada permaneció fija en Dayana.
—La que tiene algo que decir aquí soy yo. —Hizo una pausa deliberada.
—Solo Dayana, pues. Un solo nombre para una mujer con muchas vidas. Qué… interesante.
No dio una orden. No la insultó. No la despidió. La dejó en un limbo deliberado, estudiándola como un espécimen raro y fascinante. El mensaje era claro: el juicio de Dayana no había terminado. Acababa de comenzar. Y Octavia, la Madre Luna, sería la jueza.
La tensión en el vestíbulo era tan espesa que podría haberse cortado con un cuchillo. Las palabras de Dayana, su rechazo frontal a todo lo que la manada representaba, aún resonaban en el aire, desafiando siglos de tradición y orgullo. Fue en ese clímax de silencio cargado de desprecio e incredulidad que una voz cortó como un relámpago la pesada atmósfera.
—Madre.
Todos los presentes, incluida la impasible Octavia, voltearon hacia la fuente del sonido. Lycas estaba plantado a unos pasos, su envergadura llenando el espacio de una autoridad que no necesitaba gritar. Su ceño estaba fruncido, no con ira, sino con una impaciencia glacial. Había estado observando, midiendo la escena, y había decidido que el espectáculo había terminado.
—El niño ha viajado mucho. Está exhausto —declaró, su tono era una orden disfrazada de obviedad, pero nadie se atrevió a contradecirlo. Su mirada gris barrió brevemente a sus hermanas, silenciándolas con solo una mirada, antes de clavarse en Dayana y el pequeño Óscar, que se aferraba a ella como un pequeño koala asustado.
—Llevémoslo a su habitación. Dayana se quedará con él.
No era una sugerencia. Era la ley. Al pronunciarlo, no solo estaba protegiendo el bienestar de su heredero, sino que estaba delimitando territorios frente a toda la manada. Dayana, la nómada sin apellido, estaba bajo su protección directa. Era un mensaje claro para su madre y para cualquiera que pensara en desafiarlo.
Sin esperar más discusiones, se giró hacia las amplias escaleras de madera que conducían a los pisos superiores.
Inmediatamente, como si hubiera estado esperando una señal, una mujer de edad madura, vestida con el sencillo atuendo de las sirvientas Omegas de la casa, se acercó a Dayana con pasos silenciosos. Sus ojos, de un color avellana claro, brillaban con una curiosidad intensa. Miró a Dayana no con desdén o miedo, sino como si estuviera ante una criatura fascinante y novedosa. Había algo de admiración en su mirada, mezclado con una prudente cautela.
—Le invito a que me siga, señora —dijo con una voz suave pero clara, haciendo una pequeña reverencia.
Dayana, sintiendo el peso del cansancio y la abrumadora presión de decenas de miradas hostiles sobre ella, asintió levemente. Apretó a Óscar, que había enterrado su carita en su cuello, negándose a ver a nadie.
Con la cabeza en alto y una determinación renovada, pasó de largo sin dignificar a Ariadna y Selene con una mirada. Ignoró por completo cómo la devoraban con los ojos, cómo sus expresiones estaban torcidas por el rencor y la frustración. Sabía que su desprecio era un arma débil comparada con la orden directa de Lycas.
Al subir los escalones detrás de la sirvienta, pudo sentir la mirada analítica de Octavia grabada en su espalda. No era una mirada de odio, sino de evaluación pura. La de un estratega estudiando a un nuevo e impredecible oponente en el tablero.
Esta guerra no había terminado. Solo había cambiado de escenario. Y Dayana, la nómada que no quería pertenecer, ahora estaba atrapada en el corazón mismo de la fortaleza enemiga. Pero no estaba indefensa. Tenía a su hijo. Y tenía una voluntad de acero que la manada, con todas sus tradiciones y arrogancia, subestimaba gravemente.
Octavia, desde abajo, seguía su ascenso con una ceja ligeramente arqueada. El juicio había sido suspendido, pero no cancelado. La estaba analizando. Y lo haría todo el tiempo.