Alison nunca fue la típica heroína de novela rosa.
Tiene las uñas largas, los labios delineados con precisión quirúrgica, y un uniforme de limpieza que usa con más estilo que cualquiera en traje.
Pero debajo de esa armadura hecha de humor ácido, intuición afilada y perfume barato, hay una mujer que carga con cicatrices que no se ven.
En un mundo de pasillos grises, jerarquías absurdas y obsesiones ajenas, Alison intenta sostener su dignidad, su deseo y su verdad.
Ama, se equivoca, tropieza, vuelve a amar, y a veces se hunde.
Pero siempre —siempre— encuentra la forma de levantarse, aunque sea con el rimel corrido.
Esta es una historia de encuentros y desencuentros.
De vínculos que salvan y otros que destruyen.
De errores que duelen… y enseñan.
Una historia sobre el amor, pero no el de los cuentos:
el de verdad, ese que a veces llega sucio, roto y mal contado.
Mis mejores errores no es una historia perfecta.
Es una historia real.
Como Alison.
NovelToon tiene autorización de Milagros Reko para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
capítulo 9 "Puerto Madero"
Capítulo 9 - Puerto Madero
El chofer la condujo hasta un auto blanco que la esperaba frente a la empresa. El vehículo parecía recién salido de concesionaria: reluciente, sin una mancha, con un aroma a cuero nuevo que impregnaba el aire. Alison subió con cierto nerviosismo, aunque Carlos —así se llamaba el chofer— le dedicó una sonrisa tranquila.
—No se preocupe, señorita —dijo con voz amable—. La llevaré a su destino de forma segura.
La puerta se cerró con un clic elegante y, en cuestión de segundos, el coche se deslizaba por las avenidas rumbo a Puerto Madero. Alison observaba el paisaje a través de la ventanilla: los edificios grises quedaban atrás, reemplazados poco a poco por torres de vidrio y acero que se erguían como gigantes orgullosos frente al río.
Al principio, la joven se mantuvo en silencio, mordiéndose el labio inferior. Pero, con esa natural simpatía que la caracterizaba, pronto empezó a conversar con Carlos. Le habló de pequeñas cosas: anécdotas del trabajo, de su amiga Rocío, de lo mucho que le gustaban los paseos de domingo. Carlos, que estaba acostumbrado a pasajeros fríos y silenciosos, se sorprendió de lo fácil que era hablar con ella. Entre risas y comentarios triviales, la tensión se alivió por un instante.
Sin embargo, a medida que avanzaban, Carlos comenzó a notar algo: Alison era demasiado inocente, demasiado confiada. Tenía un brillo en la mirada que le recordaba a alguien que todavía no ha sido contaminado por la dureza de ciertos ambientes. Y eso, en la casa de Alexander, podía ser un problema.
Carlos la observó por el espejo retrovisor, indeciso. Dudó unos segundos antes de hablar con mayor seriedad.
—Señorita Alison… ¿sabe usted realmente a qué va a la casa de Alexander?
Ella se encogió de hombros.
—No… solo me dijeron que era para hacer limpieza.
Carlos suspiró. Bajó un poco la voz, como si temiera que alguien más pudiera escucharlo, aunque estaban solos.
—Sí, es cierto… pero también debería saber que Alexander es un hombre… peculiar. Tiene cierta reputación.
Alison frunció el ceño, confundida.
—No entiendo a qué se refiere.
El semáforo en rojo les dio unos segundos de pausa. Carlos giró apenas el rostro hacia ella, con una expresión cargada de preocupación.
—Lo diré sin rodeos. Alexander tiene fama de mujeriego. Y muchas de las chicas que van a su departamento… terminan “ascendiendo” al área de ventas después de una noche con él. Así se ganan su lugar.
El estómago de Alison se contrajo de golpe, como si hubiese tragado un puñado de piedras. El miedo le invadió el pecho: ¿y si se negaba?, ¿la despedirían?, ¿perdería el empleo que tanto esfuerzo le había costado conseguir?
Por un instante, la inseguridad casi la vence. Pero entonces, desde lo más profundo, algo en ella despertó. Una chispa, una fuerza que no sabía que poseía.
—No —dijo con firmeza, tan segura que hasta ella se sorprendió—. No voy a hacer eso. Prefiero que me despidan antes de convertirme en esclava de alguien.
Carlos la miró con sorpresa, y luego con respeto.
—Señorita, usted es una mujer valiente. No muchas tienen ese coraje.
—No voy a permitir que me traten como un objeto —añadió Alison, con voz clara y decidida—. Mantendré mi dignidad, pase lo que pase.
El auto retomó la marcha, y pronto llegaron al barrio más lujoso de Buenos Aires. Puerto Madero se desplegaba ante ella como un escenario de otro mundo: torres espejadas que reflejaban el cielo violeta del atardecer, restaurantes iluminados con faroles cálidos, autos importados estacionados como trofeos en las veredas. El aire olía a río y a perfume caro.
Carlos estacionó frente a un imponente edificio de vidrio, tan alto que parecía perderse en las nubes. Se volvió hacia ella y le tendió un papel doblado.
—Mi número —dijo con tono serio—. Por si tiene una emergencia. Llámeme sin dudarlo.
Alison lo tomó con gratitud.
—Gracias, Carlos. Me hace sentir más segura saber que puedo contar con usted.
Él asintió, con una sonrisa protectora.
—Voy a estar cerca. No está sola.
Alison descendió del vehículo. El edificio la miraba desde arriba, altivo, como una fortaleza moderna. Se sintió pequeña, insignificante por un instante, pero enseguida se obligó a erguirse. No iba a dejarse intimidar.
Entró al hall, donde un guardia de seguridad la recibió con indiferencia profesional. Sin mucho preámbulo, la acompañó hasta el ascensor. El interior era un prodigio de lujo: paredes espejadas, luces tenues que bañaban todo en un resplandor dorado. El ascensor ascendía en silencio, como si flotara.
Cuando las puertas se abrieron en el penthouse, Alison se encontró en un vestíbulo decorado con mármol italiano y obras de arte contemporáneo. Cada detalle gritaba poder y dinero. Y, sin embargo, ella se sentía como una oveja al borde del matadero.
Se detuvo frente a un espejo. Su reflejo le devolvió la imagen de una mujer con uniforme de limpieza, el cabello recogido, el rostro sereno. Pero en su interior, el alma estaba erguida, tensa, lista para resistir.
Respiró hondo y alzó la mano para tocar el timbre, cuando una voz suave, demasiado cerca, la sorprendió.
—### Ah… Alison. Bienvenida a mi hogar.
El interior del departamento era aún más lujoso que el vestíbulo. Ventanales gigantes dejaban entrar la luz de la ciudad, y muebles de diseño ocupaban los amplios espacios. Alexander, vestido de manera impecable, la guió con naturalidad hasta la cocina.
—Este es el lugar que necesito que limpies —dijo con una sonrisa insinuante—. Asegúrate de que quede perfecto.
Alison asintió y comenzó a trabajar. Sin embargo, algo la inquietaba: la cocina ya estaba impecable. No entendía por qué la habían contratado.
Estaba inclinada sobre el fregadero, secando un pequeño charco de agua, cuando sintió un aliento cálido rozarle la oreja.
—Eres hermosa, Alison —susurró Alexander—. Tienes un rostro precioso… y esos labios me tientan.
Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza. Se enderezó de inmediato y lo enfrentó.
—Gracias —dijo, esforzándose por sonar amable—. Pero debo seguir trabajando.
—No hay prisa —respondió él, acercándose más de lo necesario—. Podemos tomar un descanso.
Fue hasta un mueble bar y sirvió whisky en dos copas de cristal.
—¿Un trago?
Alison lo miró con cautela. Por dentro sonrió con ironía: Este tipo quiere emborracharme… pero no tiene idea de con quién se está metiendo. Lo que más la molestaba no era el whisky ni las insinuaciones, sino esa sensación de poder que Alexander irradiaba, como si fuera un derecho adquirido poseerla.
Trabajo para la empresa, sí —pensó—. Pero no soy parte del inventario. No soy una silla ni una cafetera que puedas usar cuando quieras. Nadie me pertenece.
Con el rostro sereno, tomó un sorbo pequeño y calculado.
—No, no… Es muy fuerte para mí —dijo con timidez fingida.
—Solo una copa. No te hará daño —insistió Alexander.
Ella lo bebió de un trago, con calma. Él arqueó una ceja, sorprendido.
—Eres valiente —comentó, divertido.
La conversación derivó en historias de fiestas y conquistas, relatos cargados de insinuaciones. Cada palabra era una invitación velada.
Cuando Alexander la condujo hacia la habitación principal, Alison sintió los músculos tensarse. La cama King dominaba la estancia, junto a un jacuzzi brillante.
—¿Hay algo en particular que quiera que haga? —preguntó Alison, forzando un tono profesional.
—No. Haz lo que debas hacer —respondió él, dejándose caer en la cama—. Sé que eres eficiente.
Ella se apresuró a ordenar con movimientos rápidos, deseando terminar cuanto antes. Luego fue al baño de entrada para cambiarse. El espacio cerrado le provocó ansiedad: sabía que, si algo pasaba allí, no tendría escapatoria.
Terminaba de atarse los cordones cuando la puerta se abrió de golpe. Alexander estaba en el marco, con una sonrisa torcida.
—¿Necesita algo? —preguntó Alison, conteniendo el temblor de su voz.
—Sí —dijo él, acercándose—. Necesito que te quedes esta noche. ¿No quieres divertirte?
Alison intentó salir, pero él bloqueó el paso y la tomó del brazo, inclinándose para besarla. Ella giró el rostro bruscamente, esquivándolo.
—Vamos, Alison… solo un beso. No te haré daño.
—No —dijo ella, por tercera vez.
Alexander apretó la mandíbula, irritado, pero su mirada calculadora revelaba que no iba a perder los estribos. No le convenía un escándalo. Con un gesto brusco, le arrojó un sobre con billetes.
—Aquí tienes. No eres lo que estoy buscando —dijo con desdén—. Pero cuando cambies de idea, ya sabes dónde encontrarme.
Alison recogió el sobre con las manos temblorosas y salió sin mirar atrás. Bajó las escaleras como si el miedo la empujara, hasta que por fin se encontró en la calle.
La noche de Puerto Madero estaba fresca y vibrante. Las luces de los rascacielos se reflejaban en el agua oscura del río. Por un momento se sintió perdida, sin saber qué colectivo tomar, pero decidió caminar. El aire frío despejaba su mente.
Y en medio de ese silencio elegante, se dio cuenta de algo importante: estaba bien. Estaba viva. Y había defendido lo más valioso que tenía: su dignidad.
Subió a un colectivo cualquiera, con el uniforme aún puesto y el cansancio en cada hueso. Cuando llegó a casa, se dejó caer sobre la cama. No tenía fuerzas para pensar, ni para llorar. Solo quería dormir.
Y así lo hizo, con la certeza silenciosa de que Alexander podía comprar muchas cosas… pero no a ella.