ENTRE EL AYER Y EL HOY

— ¡Príncipe Alexander! —gritó el comandante, corriendo hacia él. Los otros soldados se dispersaron, buscando pistas de lo que había sucedido, pero el miedo se apoderó de ellos al ver el lugar oscuro y desolado. La hermosa cascada se había convertido en un río de lodo, y las flores que Alexander le había regalado a la princesa estaban marchitas en la orilla.

Theodor, escondido detrás de un gran roble, observaba la escena. Su cuerpo temblaba. El medallón que Alexander le había dado se sentía pesado en su bolsillo, como si cargara con el peso de una terrible verdad.

El cielo permanecía oscuro, sin rastro del sol. En ese momento, los jinetes de Al-Mad llegaron a la escena y encontraron el cuerpo del joven. El Rey Joaquín era escoltado por estos. La noticia de que su hija se encontraba fuera de las inmediaciones y sus gritos habían detonado su salida inmediata.

Cuando los dos bandos se encontraron, la tensión era palpable. El soldado de Al-Mad, aterrado, no sabía cómo actuar.

— ¿Dónde está mi hija? —preguntó el rey Joaquín con voz oscura y autoridad, sus ojos filosos brillaban de furia.

— La... la... princesa no está —respondió el guardia, temblando, con las manos aferradas a su espada.

El comandante de los guardias de Sargón que había reconocido de inmediato el cuerpo del príncipe estaba desorientado. Al ver al Rey Joaquín Desenvainó su espada y apuntó al frente, retrocediendo con cautela.

— ¡Asesinaste al príncipe! —gritó, su voz llena de confusión e ira. Uno de sus hombres salió disparado a caballo para avisar al rey.

— ¡No! —jadeó el soldado de Al-Mad.

— ¡Debes morir! — Gritó echo una furia el Jefe de Sargón.

— ¡No, alto! —Theodor salió de su escondite. Había notado que una oscuridad espesa rodeaba al rey Joaquín. — Todos fuera de aquí, las sombras vienen.

Los soldados de ambos bandos lo miraron con confusión. El rey Joaquín, alertado, alzó el puño, ordenando a sus hombres que se preparan para atacar. El silencio era absoluto, roto solo por las pesadas respiraciones y el leve relincho de los caballos.

— Esto es una declaración de guerra inminente. ¡Han matado a nuestro príncipe! —rugió el guardia de Sargón.

Esas palabras fueron el detonante. Nubes negras sin estrellas comenzaron a rodearlos.

— ¡Ustedes tienen a mi hija! —dijo el rey Joaquín.

— ¡Ustedes lo planearon, traidores! ¡Han roto el tratado de paz! —rugió el lider de Al-Mad, la furia encendida en sus ojos.

La guerra estaba por comenzar.

— ¡Tregua! El príncipe ha muerto. Sus padres desconocen el hecho —intentó decir Theodor.

— No la merecen. Mi hija ha desaparecido, o ustedes la tienen —replicó el rey Joaquín con más furia.

— Hay que buscarla, puede que esté perdida en el bosque, Majestad. Yo vi lo que la sombra es capaz de hacer, ¡ella puede que este viva! —insistió Theodor. Pero los soldados lo ignoraron, sus corazones cerrados por la venganza.

El rey Joaquín cruzó una mirada con el líder de los guardias, llena de rencor.

— Estamos en desventaja, lo sabes. No sería una batalla con mérito —dijo el rey Joaquín, refiriéndose a que solo contaba con sus escoltas.

— ¿No pensaste en eso cuando asesinaste al hijo de nuestros reyes? Ahora te haces la víctima —respondió el líder de Sargón.

— ¡Tienen a mi hija! —replicó el rey Joaquín.

— Una hija que nunca existió. Nadie sabía de su existencia. Es una excusa para huir —lo acusó el líder de Sargón.

— Buscaré a mi hija. Tienen tres días de tregua y luto —ordenó el rey Joaquín antes de dar la vuelta y regresar a su reino.

El soldado no podía hacer más, sin autorización de sus Reyes iniciar una guerra sería lo peor para todos…

Theodor volvió a arrodillarse junto a Alexander. Vio que apenas respiraba.

— ¡Sigue vivo! ¡Hay que llevarlo! —gritó a los soldados de Sargón.

Al llegar al castillo, la urgencia y el desespero se sentían en el aire. Los soldados, con el príncipe en brazos, pedían ayuda a gritos. Lo dejaron sobre una cama y Theodor corrió a buscar al médico, pero los curanderos no entendían lo que ocurría. No había herida externa; era una muerte desde adentro.