“El heredero del Trono Lunar podrá gobernar únicamente si su alma está unida a una loba de sangre pura. No mordida. No humana. No contaminada.”
Así empezaron siglos de vigilancia y caza, de resguardo y secreto. Muchos olvidaron la razón de dicha ley. Otros solo recordaban que no debía ser quebrantada.
Sin embargo, la diosa Luna, que había decidido el destino de Licaón y de aquellos que lo siguieron, seguía presente. Miraba. Esperaba. Y en silencio, tejía una nueva historia.
Una princesa nacida en un lugar llamado Edmon, distante de las montañas donde dominaban los lobos. Su nombre era Elena. Hija de una mujer sin conocimiento de que provenía del linaje de la Luna. Nieta de una mujer que había amado a un hombre lobo y había mantenido su secreto muy bien guardado en su corazón. Elena se desarrolló entre piedras, rodeada de libros, espadas y anhelos que no eran aceptados en la corte. Era distinta. Nadie lo comprendía plenamente, ni siquiera ella misma.
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CAPÍTULO 7– SOMBRAS EN EL CAMINO.
POV- ELENA
Hacía tres días que caminábamos sin parar. Me dolían los músculos, sentía ardor en las piernas y la capa, que antes representaba mi posición, ahora estaba sucia, mojada y olía desagradable. Las provisiones eran escasas, y mis botas, que estaban diseñadas para el castillo, estaban al borde de romperse.
Brisia iba unos pasos atrás. Notaba su cansancio, pero no se quejaba. Jamás lo hacía, ni siquiera cuando su silencio pesaba más que cualquier palabra de protesta.
—¿Princesa. . .? —me llamó con una voz suave pero ansiosa—. Necesitamos un descanso. No hemos comido nada desde el amanecer.
Me detuve, respirando con dificultad. No era por el cansancio, sino por la frustración.
—No me llames así. Ya no soy esa persona. —Le lancé una mirada —. Solo soy Elena. Nada más.
Ella asintió inmediatamente.
—Claro, milady… quiero decir, Elena. Pero esto no es correcto. Estamos en un lugar desconocido. Y ese camino. . . —señaló el sendero angosto cubierto de ramas—. No estoy segura de que sea seguro.
—Nada ha sido seguro desde que dejamos Edmon —respondí, empuñando mi vieja espada—. Solo seguimos adelante. A donde sea que esto nos lleve.
No había tiempo para el miedo. No podía permitirme sentir temor. No después de lo que hizo mi padre. No después de que decidiera venderme como si fuera un objeto más del que deseaba deshacerse.
El bosque parecía cerrarse a nuestro alrededor. La luz del día empezaba a desvanecerse entre las copas de los árboles y un silencio inquietante invadía el aire. No era un silencio pacífico.
—Elena… —susurró Brisia, tirando de mi capa—. Nos observan.
Ya lo había percibido.
Los escuché antes de verlos. Ramas rompiéndose. Hojas aplastadas. Un olor a sudor, cuero sucio y metal. Cinco hombres emergieron de entre los árboles. Tenían un aspecto descuidado, vestían ropa oscura y sus miradas eran despreciables. Uno portaba una lanza. Otro, una ballesta. Estaban todos armados y eran peligrosos.
Nos rodearon sin decir nada.
—Vaya, vaya… —dijo uno con una sonrisa torcida, dirigiéndose primero a Brisia y luego a mí—. ¿Qué hacen dos lindas flores tan lejos de su jardín?
—Aléjense —dije con firmeza, levantando la espada.
Los hombres se rieron.
—¿Y qué pasaría si no lo hacemos?
—No lo repetiré.
Uno de ellos se acercó hacia mí. Lo esperé. Le dejé acercarse lo suficiente… y entonces ataqué.
La espada cortó el aire y le hice una herida en el hombro. Gritó y dio un paso atrás. Otro vino por el lado, pero giré sobre mis talones y le di una patada en la pierna. Cayó. Iba a terminarlo, pero el tercero ya estaba sobre mí.
Bloqueé su golpe con el antebrazo. Sentí un agudo dolor al impactar con su daga, pero no solté mi espada. Grité más por rabia que por miedo y lo derribé con un golpe en la mandíbula.
—¡Elena, atrás! —gritó Brisia.
Llegué justo a tiempo. Otro me atacó. Caímos al suelo. Luchamos. Le mordí la oreja, lo empujé con la rodilla y lo hice caer. Le di el golpe final en el pecho.
Pero en ese momento, oí el grito. Era un sonido agudo y aterrador.
—¡No! —exclamó Brisia.
Uno de ellos la estaba sujetando. La tenía aprisionada y tenía un cuchillo en su cuello. La hoja apenas tocaba su piel, pero un solo movimiento podría costarle la vida.
—¡Deja el arma, ahora mismo! —gritó el criminal.
Respiré profundamente. Mis manos estaban manchadas de sangre. Mi brazo izquierdo me dolía. No sabía si podía seguir adelante. Pero al ver a Brisia, asustada y con lágrimas en los ojos, sentí que algo en mí se rompía.
Solté la espada.
—Está bien —dije—. Déjala ir. No haré nada.
—Perfecto… —sonrió el hombre mientras se acercaba—. Comencemos con…
Un fuerte aullido, sonó como si todo el bosque inhalara de golpe.
Los hombres se pusieron tensos. El que tenía a Brisia volteó la cabeza.
—¿Qué fue eso?
Otro aullido. Más fuerte. Más cerca.
Los árboles temblaron… y de repente lo vimos.
Era un lobo. No. No era un lobo cualquiera. Era gigantesco. Negro como la oscuridad, con ojos dorados que brillaban intensamente. No se movía como un animal salvaje. Era diferente. Tenía un instinto que no era normal.
Saltó de forma inesperada.
El hombre que sostenía a Brisia no logró gritar. El lobo lo tumbo y lo partió en dos con su mandíbula. Sangre, gritos, confusión.
—¡¿Qué es eso?! —gritó uno, intentando escapar.
El lobo lo alcanzó. Lo aplastó con sus garras. Otro trató de usar la ballesta. No tuvo suerte. Fue atravesado por ella.
No era una pelea. Era un derramamiento de sangre.
Yo no podía moverme. Brisia cayó al suelo, sollozando, pero no le pasó nada.
Una vez que todo acabó, solo había cuerpos. Y sangre. Y ese lobo… que ahora me estaba mirando directamente a los ojos. No era un animal. No era un monstruo. Entonces lo percibí, ese olor embriagante amaderado.
Era Kael.
Lo reconocí en su mirada. En su serenidad. En la forma en que se plantó frente a mí sin hacerme daño. Era como si me conociera, como lo supe pues, el lobo entro a los árboles, y luego apareció él.
Kael. El hombre. Con una camisa suelta, el cabello desordenado y ojos que reflejaban el fuego del lobo. Nos observó, y se acercó con confianza, mi cuerpo tembló, ese olor que me llamaba, me incitaba a saltar en sus brazos, una sensación me recorrió, igual aquel día en el mercado, pero esta vez tenia la certeza de que era él.
—¿Están bien? —preguntó con una voz profunda.
Brisia no pudo articular palabra. Yo apenas pude asentir.
—Gracias… —fue lo único que logré decir.
Kael no contestó. Me miró otra vez, con esa intensidad que no se puede describir. Como si esperara algo de mí. Como si supiera algo que yo aún no comprendía.
Y luego, sin decir nada más, se dio la vuelta.