Un joven talentoso pero algo desorganizado consigue empleo como secretario de un empresario frío y perfeccionista. Lo que empieza como choques y malentendidos laborales se convierte en complicidad, amistad y, poco a poco, en un romance inesperado que desafía estereotipos, miedos y las presiones sociales.
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CAPITULO 6
El beso inevitable
El jueves llegó con un ritmo frenético en la oficina. Proyectos, reuniones y correos parecían multiplicarse sin control, y Alejandro y yo estábamos trabajando más juntos que nunca. No solo revisábamos documentos, sino que planeábamos estrategias, negociábamos con clientes y corregíamos errores en tiempo real.
El ambiente estaba cargado de una intensidad que nunca antes había sentido. Cada vez que él me hablaba, sentía que mi corazón se aceleraba; cada vez que nuestras manos se rozaban al intercambiar un archivo, una corriente invisible recorría todo mi cuerpo.
—Torres, revisa esto —dijo Alejandro, señalando un contrato en su pantalla.
—Ya lo hago —respondí, inclinándome hacia él para ver mejor los detalles.
Nos quedamos así, muy cerca, nuestras cabezas casi tocándose mientras comparábamos números y cláusulas. Él murmuraba algo sobre cláusulas complicadas, y yo apenas podía concentrarme en las palabras. Sentía su aliento cerca, cálido y peligroso.
En un momento, me di cuenta de que había dejado de revisar los documentos y solo lo miraba a él. Alejandro también me miraba, y esta vez no había frialdad ni distancia; solo intensidad, un deseo que ninguno de los dos podía ignorar.
—Gabriel… —susurró, apenas audible, como si estuviera luchando consigo mismo.
—Sí, señor… —mi voz salió temblorosa, aunque traté de mantener la calma.
Él respiró hondo, apartando un mechón de cabello de mi frente casi sin pensar. El contacto fue breve, pero suficiente para que mi corazón latiera con fuerza. Alejandro cerró los ojos por un instante, como si estuviera reprimiendo algo imposible de contener.
—No… no debería —dijo con voz ronca, claramente intentando mantener el control.
—¿No debería qué, señor? —pregunté, sintiendo un temblor interno que me traicionaba.
Antes de que pudiera responder, él inclinó la cabeza hacia mí, lento y decidido, y nuestros labios se encontraron. Fue un beso breve, pero eléctrico, cargado de todo lo que habíamos estado reprimiendo desde el incidente del mareo.
Mi cuerpo se tensó, y sentí que el mundo alrededor desaparecía. Las manos de Alejandro descansaban suavemente sobre mis hombros, sujetándome con firmeza pero sin violencia. Cada segundo parecía eterno, hasta que un sonido estruendoso nos hizo separarnos abruptamente.
—¡SÍ! —gritó Valeria desde la puerta, con los brazos levantados como si hubiera ganado un campeonato—. ¡Finalmente! ¡Por fin!
Ambos nos giramos hacia ella, boquiabiertos. Valeria estaba radiante, saltando de alegría, con esa sonrisa enorme que siempre iluminaba cualquier espacio.
—¿Qué haces aquí? —logró decir Alejandro, todavía sorprendido, con el corazón latiendo a mil.
—¡Yo esperaba este momento desde hace semanas! —exclamó ella, como si hubiera estado siguiendo cada mirada y cada gesto sospechoso—. ¡No puedo creer que finalmente hayan cruzado ese beso!
Yo estaba rojo como un tomate, sin saber dónde meterme.
—Valeria… —susurré, nervioso.
—Calla, Gabriel. ¡Esto es maravilloso! —ella aplaudió, literalmente aplaudió—. Nunca vi a Alejandro tan… tan humano.
Él frunció el ceño, claramente avergonzado, pero su mano seguía cerca de la mía, como si no quisiera soltarme.
—Valeria… —empezó, pero ella lo interrumpió de inmediato.
—¡No digas nada! Solo disfruta el momento —rió, acercándose a mí para darme una palmada en el hombro—. ¡Siempre supe que algo pasaba entre ustedes dos!
Después de un segundo de caos, Alejandro me miró de nuevo. Sus ojos grises estaban cargados de una mezcla de enfado por la interrupción y algo mucho más profundo: afecto, deseo y… quizá alivio.
—Torres —dijo, con la voz más suave que jamás había escuchado—. Esto… esto no debería haber pasado aquí, y menos con alguien observando.
—Lo sé, señor… pero… —mi voz se quebró un poco—. No puedo negar lo que siento.
Él respiró hondo, acercándose a mí otra vez. Esta vez no hubo pausa ni interrupciones. Sus labios se encontraron con los míos en un segundo beso, más largo, más intenso, donde toda la tensión de los días anteriores se liberó. Sentí sus manos recorriendo mi espalda, atrayéndome hacia él, y supe que no había vuelta atrás.
—Alejandro… —susurré entre besos—. Yo… yo también.
Un ruido de aplausos y risas nos interrumpió de nuevo. Valeria estaba detrás de la puerta, gritando y saltando de felicidad.
—¡Sí! ¡Eso es amor verdadero! —gritaba—. ¡No puedo con ustedes!
Alejandro se separó un poco de mí, suspirando con frustración y una ligera sonrisa, algo que rara vez mostraba.
—Valeria… —dijo entre dientes—. No puedes… siempre arruinas el momento.
—¡Pero es perfecto! —ella respondió, riendo—. ¡Están hechos el uno para el otro!
Yo me reí nerviosamente, sintiendo el calor en mis mejillas, mientras Alejandro entrecerraba los ojos, claramente incómodo con la situación, pero sin soltarme.
—Torres… —murmuró—. Nadie más tiene que enterarse… todavía.
—Lo sé —respondí, apoyando mi frente contra la suya por un instante—. Pero… ¿puedo quedarme un momento más contigo?
Su respiración era profunda, su corazón latiendo rápido. Me miró con esa intensidad que me había dejado atrapado desde el primer día.
—Solo un momento —dijo finalmente, sus labios rozando los míos otra vez—. Solo hasta que regrese la normalidad.
Y así nos quedamos, abrazados en silencio, disfrutando del calor que surgía de algo mucho más que un beso. La tensión que nos había acompañado durante días desapareció, reemplazada por algo que ambos sabíamos que no se podía ignorar: un sentimiento real, profundo y aterradoramente poderoso.
Valeria no podía dejar de gritar de emoción detrás de la puerta. Cada vez que escuchábamos su entusiasmo, Alejandro fruncía el ceño, pero no dejaba de sonreír ligeramente. Yo me apoyé en su pecho, sintiendo su pulso acelerado, y supe que, aunque él no lo admitiera aún en voz alta, estaba profundamente afectado por mí.
—Alejandro… —susurré, apoyando mi mano sobre la suya—. ¿Esto… está bien?
—No debería —dijo, con voz ronca—. Pero… no puedo detenerlo. No quiero detenerlo.
Nos besamos una vez más, más lento, más cuidadoso, como si estuviéramos grabando en el tiempo ese momento que cambiaría todo entre nosotros. Cada roce, cada suspiro, cada mirada que nos lanzábamos hablaba por sí sola: no había vuelta atrás.
Finalmente, Valeria entró en la oficina, saltando de alegría como una niña en un parque de diversiones.
—¡Bravo, chicos! ¡Esto es perfecto! —gritó—. Alejandro, nunca pensé que te vería así… ¡tan tierno!
Él me miró, con una mezcla de molestia y afecto.
—Valeria… cállate.
—¡Nunca! —respondió ella, riendo—. ¡Es la mejor noticia del año!
Yo estaba rojo, Alejandro fruncía el ceño, y Valeria gritaba de felicidad. Pero, por primera vez desde que comencé a trabajar allí, sentí que todo estaba… bien.
Porque finalmente, después de tantos días de tensión, confusión y miradas furtivas, habíamos cruzado la línea.
Y aunque Alejandro no quería admitirlo, su corazón ya no podía negar lo que sentía.
Nos quedamos juntos, en la oficina silenciosa, con los papeles a un lado y la realidad detrás de nosotros. Todo lo que importaba era ese momento, ese beso, y la certeza de que nada volvería a ser igual.
Valeria seguía saltando detrás de nosotros, gritando de felicidad, y por un segundo, todo parecía perfecto.