Camilo Quintero es un hombre arrogante, que no tiene reparos en hacer sentir mal a los demás. No cree en el amor y se niega rotundamente a casarse. Sin embargo, su vida da un giro inesperado cuando su abuelo lo destituye del cargo de CEO, le quita todas las tarjetas de crédito, su dinero y le da un año para que consiga un trabajo digno y cambie su forma de ser.
En medio de su nueva realidad, Camilo conoce a Lucía Fernández, una joven humilde, sencilla y amorosa, todo lo contrario a él. Por circunstancias del destino, terminan conviviendo juntos y, poco a poco, se enamoran. Sin embargo, la familia de Lucía no lo acepta, convencida de que su hija merece a alguien mejor y no a un “bueno para nada” como Camilo.
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CAPITULO 7
Caminaron por un par de calles hasta llegar a la cafetería donde Lucía trabajaba. Era un sitio sencillo pero acogedor, con el aroma del pan recién horneado flotando en el aire. Ella se despidió con un beso en la mejilla antes de entrar.
—Suerte hoy, Camilo. Espero que te guste tu nuevo trabajo y que te vaya muy bien sin hacer desastres—dijo Lucia con una sonrisa pícara.
—Gracias… lo necesitaré —dijo él, mirando la gasolinera que estaba justo al frente, donde empezaría su primer día como lavador de autos.
La gasolinera era un universo completamente desconocido para Camilo. Hasta el día anterior, no sabía que existían tantos tipos de mangueras, jabones, esponjas y ceras. Lo recibió don Anselmo, un señor robusto, con bigote y cara de pocos amigos.
—¿Tú eres él nuevo?
—Sí, señor. Soy Camilo.
—¿Has lavado carros antes?
—Bueno… he conducido muchos autos de eso estoy seguro. Lavarlos… no tanto. Pero aprendo rápido —dijo Camilo un poco nervioso
Don Anselmo lo miró de arriba abajo, deteniéndose en su camisa todavía húmeda.
—¿Qué te pasó?
—Historia larga que incluye un bus, un bebé y la ausencia de pañales.
—Ah… ya estás bautizado entonces.
Camilo soltó una carcajada nerviosa. Luego le dieron un uniforme: una camiseta verde, un pantalón beige y unas botas de hule. Cuando salió del vestidor, parecía un granjero confundido.
—Bueno, Camilo, aquí te toca trabajar duro. Nada de lujos ni excusas. Hay que ganarse el pan de cada día con sudor.
—Estoy listo—contesto Camilo confiado y le pareció el trabajo más fácil que haya podido conseguir por ahora.
—Ah, y si ves a la señora que trae la camioneta roja, ten cuidado. Es brava, arrogante y majadera. Una vez me aventó una escoba porque le rayaron el guardabarros.
—¿Una escoba?
—¡Una escoba! Como si yo fuera cucaracha.
Camilo tragó saliva.
—Entendido.
El primer auto que le tocó lavar era un sedán negro, completamente cubierto de polvo y con restos de hojas secas pegadas en el parabrisas. Camilo tomó la manguera y, confiado, la abrió por completo.
—¡Ay, por Dios! —gritó cuando el chorro lo sorprendió con tanta fuerza que lo empapó de pies a cabeza.
Intentó dirigir el chorro al auto, pero la manguera tenía vida propia. Bailaba entre sus manos como una serpiente salvaje.
—¡Detén eso, Camilo! ¡No es una boa constrictor! —gritó don Anselmo desde lejos.
—¡Estoy intentando! ¡Es que esta cosa me odia!
La manguera, en efecto, terminó por soltar el chorro directo hacia un cliente que pasaba por allí con su café.
—¡Mi capuchino! —gritó el hombre empapado.
—¡Lo siento! ¡Lo siento mucho! ¡Le invito a otro si quiere ! ¡O dos! ¡O diez!
Camilo corrió a disculparse mientras don Anselmo se tapaba la cara con una mano.
—Este tipo es un imbécil.
Después del incidente, Camilo se concentró. Mojó el auto con más calma, frotó con la esponja, aplicó jabón, enjuagó, y finalmente se secó. Cuando terminó, el auto brillaba… y él estaba empapado, lleno de espuma hasta las orejas y con los pantalones a punto de caerse por el peso del agua.
Lucía, que salía a entregar un pedido de pan a una casa cercana, cruzó la calle justo a tiempo para ver el espectáculo. Se detuvo con una bolsa en la mano y una sonrisa gigante.
—¡Camilo! ¡Parece un pato mojado!
Él levantó la vista, con la camiseta pegada al cuerpo, el cabello empapado y una esponja en la mano como si fuera un trofeo de guerra.
—¡Lucía! ¡Sobreviví! Lavé mi primer auto… ¡y no lo exploté!—dijo Camilo lleno de felicidad y orgullo.
—¿Estás seguro de que no lo dañaste?
—Bueno, el espejo lateral está colgando un poco… pero ¡brilla como el sol!
Ella soltó una carcajada que contagió hasta a don Anselmo.
—¿Vas a seguir mañana?—preguntó Lucia caminando de nuevo para entregar el domicilio.
—Claro que sí. Este pato mojado no se rinde—contesto Camilo con una sonrisa que lo hacía ver más lindo de lo que ya es.
Lucía se acercó y le dio un beso en la mejilla, otra vez.
—Estoy orgullosa de ti.
Camilo la miró, con espuma en la ceja y una sonrisa tonta.
—Por ti, Lucía, me dejo orinar por cien bebés más… pero eso sí, ¡ni uno sin pañal!
Ambos rieron a carcajadas mientras el sol se ponía detrás de los edificios, y Camilo, con los zapatos chorreando, se daba cuenta de que su nueva vida estaba empezando… con jabón, agua, y una mujer que le hacía latir el corazón como loco.
La tarde cayó sobre la ciudad como una cobija calurosa. Camilo estaba sentado en una silla de plástico al lado de un balde, con la espalda hecha trizas y las manos rojas de tanto frotar carrocerías ajenas.
—¿Así se sienten los mortales al final del día? —murmuró mirando sus dedos arrugados como pasas.
Don Anselmo se le acercó con un termo lleno de tinto y le ofreció un pocillo de plástico.
—Bienvenido a la clase trabajadora. Si te duele el cuerpo, es porque lo estás haciendo bien. Si no, es que estás echando un cuento.
Camilo sonrió, aunque sentía que hasta los huesos de sus pestañas le dolían.
Lucía cruzó la calle desde la cafetería, aún con su delantal blanco manchado de harina y chocolate. Traía una empanada envuelta en una servilleta y una bebida fría.
—Tómate esto, lavador de autos estrellado. Te lo ganaste por tu esfuerzo.
Camilo recibió la empanada con reverencia, como si le entregaran el mejor regalo.
—Lucía… te juro que esto me sabe a gloria. A Michelin. A manjar de dioses.
—¿Y cómo te fue?
—Sobreviví. Mojé a un cliente, rompí un espejo, casi me ahogo con la espuma… y tengo jabón en partes de mi cuerpo que no sabía que existían.
Lucía soltó una carcajada y se sentó a su lado.
—¿Qué pasará mañana? ¿estás seguro de quedarte?—pregunto Lucia
—Sí. Creo que este trabajo es exactamente lo que necesito. Además, tengo una vista privilegiada a la cafetería más linda de la ciudad… y a la dueña de la sonrisa más bonita.
Lucía bajó la mirada, algo sonrojada.
—¡Ajá! ¿Qué está pasando aquí otra vez? —tronó una voz conocida.
Era Angie. Con una bolsa de mercado en una mano y el ceño fruncido como si fuera abuela y detective de telenovela al mismo tiempo.
—¡Abuela! —dijo Lucía, intentando ponerse seria.
—¡Y tú, lavacoches! —señaló a Camilo—. ¿Ya le pediste permiso a su familia para andarte arrimando así a Lucia?
Camilo se puso de pie, empapado, con la esponja aún en la mano como arma defensiva.
—Señora Angie, lo juro, no tengo malas intenciones… solo estoy cansado, mojado, y ligeramente enamorado.
—¡Ligeramente dice! ¡Si la miras como si fuera un pastel recién salido del horno!
—¡Abuela! —gritó Lucía, roja como un tomate.
Angie se dio media vuelta, pero no sin antes dejar caer la frase final.
—Te lo advierto, Camilo, si haces llorar a mi nieta… te hago tragar una esponja.
Y se fue caminando con el mentón en alto, orgullosa de su amenaza. Camilo suspiró y volvió hacia Lucía.
—Tu abuela me asusta más que la manguera del primer auto.
—Y eso que hoy estaba de buen humor —bromeó Lucía.
Camilo rió suave y miró la gasolinera, la cafetería al frente, a Lucía a su lado… y al cielo que ahora se pintaba de naranja y violeta.
—Lucía, hoy fue el peor y el mejor día de mi vida.
—¿Y mañana?
—Mañana puede venir el mundo con más mangueras, más bebés y más cafés volando. Estoy listo… si tú estás al otro lado de la calle...
Continuara...
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