Cuando el exitoso y temido CEO Martín Casasola es abandonado en el altar, decide alejarse del bullicio de la ciudad y refugiarse en la antigua hacienda que su abuela le dejó como herencia. Al llegar, se encuentra con una propiedad venida a menos, consumida por el abandono y la falta de cuidados. Sin embargo, no está completamente sola. Dalia Gutiérrez, una joven campesina de carácter firme y corazón leal, ha estado luchando por mantener viva la esencia del lugar, en honor a quien fue su madrina y figura materna.
El primer encuentro entre Martín y Dalia desata una tormenta: él exige autoridad y control; ella, que ha entregado su vida a la tierra, no está dispuesta a ceder fácilmente. Así comienza una guerra silenciosa, pero feroz, donde las diferencias de clase, orgullo y heridas del pasado se entrelazan en un juego de poder, pasión y redención.
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capitulo 7
Salieron apresurados del despacho, cruzando el patio en dirección a los corrales. El cielo comenzaba a cubrirse de nubes, como si la tarde también presintiera el peso del momento. Tomás caminaba delante, guiándolos por el sendero que bordeaba el terreno.
—¿Qué animal fue? —preguntó Dalia mientras subía la cresta de la loma.
—Una de las vacas preñadas —respondió Tomás—. Se asustó con algo y se fue directo hacia el barranco. No está muy abajo, pero no podemos subirla sin ayuda.
Al llegar al lugar, la escena era angustiante. La vaca yacía en un saliente unos tres metros más abajo. Respiraba con dificultad, movía las patas sin poder incorporarse. Se notaban raspones en los costados y el barro la había manchado por completo.
—Tenemos que actuar rápido, si pasa más tiempo allá abajo, puede entrar en shock —dijo Dalia, evaluando la situación con la mirada.
—¿Tienen ya las cuerdas y arneses? —preguntó Leopoldo, que había llegado al lugar un poco después, aún limpiándose las manos con un trapo.
Tomás asintió y señaló a dos peones que venían detrás, cargando el equipo.
—Vamos a necesitar una polea. Y alguien tiene que bajar a asegurarla —dijo Dalia mientras se arremangaba la camisa—. Yo bajo.
—Yo bajo contigo —dijo Martín con firmeza—. No vas sola.
—Y yo los ayudo desde arriba con el arnés y la cuerda —añadió Leopoldo, ya organizando a los demás hombres.
Con rapidez y coordinación, ataron las cuerdas a un árbol cercano. Dalia fue la primera en descender, con movimientos seguros pero tensos. Cuando llegó a la vaca, la acarició con cuidado, intentando calmarla.
—Tranquila, preciosa… ya te vamos a sacar de aquí.
Martín bajó detrás de ella, admirado por la destreza en cómo bajo y entre los dos comenzaron a asegurar el arnés alrededor del cuerpo del animal. Era una tarea complicada: la vaca pesaba, resbalaba con el barro y respiraba con dificultad. Pero ambos trabajaban en silencio, enfocados, guiados por la urgencia.
—¿Lista? —gritó Leopoldo desde arriba.
—¡Tiren lento! ¡Poco a poco! —gritó Dalia de vuelta.
Los hombres empezaron a tensar la cuerda, y el cuerpo de la vaca se alzó unos centímetros. La vaca mugió, inquieta, pero el arnés resistía. Centímetro a centímetro, la fueron subiendo hasta llevarla de regreso a terreno firme.
Cuando por fin la vaca estuvo arriba, todos respiraron con alivio. Tomás se agachó a revisar las patas.
—No hay fracturas, sólo raspones. Tuvimos suerte.
Dalia y Martin subieron después, empapados de sudor y con las camisas cubiertas de barro.
—Pobre animal… pero se va a poner bien —dijo Martin acariciándole el lomo.
Leopoldo les tendió botellas de agua.
—Buen trabajo. Esa vaca tiene suerte de tenerlos.
—Y nosotros suerte de tener un equipo que responde —añadió Dalia.
Hubo un momento de silencio compartido, donde todos parecían recuperar el aliento al mismo tiempo. Luego, Martin habló.
—¿Volvemos al despacho?
Dalia negó con la cabeza.
—No por ahora. Vamos a darle una vuelta a los corrales primero. Si algo asustó a esta vaca, podría volver a pasar.
Tomás y Leopoldo asintieron. Ya no era solo un rescate. Ahora, algo más rondaba en el aire, como una advertencia que no podían ignorar.
El veterinario llegó tan rápido como pudo, bajando de la camioneta con el maletín en una mano y la expresión seria en el rostro. Apenas cruzó la puerta del corral, sus ojos se clavaron en la vaca echada sobre la tierra, respirando con dificultad.
Se arrodilló junto a ella, revisándola con manos expertas, palpando el vientre y murmurando para sí mismo. Dalia observaba en silencio, con el ceño fruncido y los dedos crispados. Martín apenas se atrevía a respirar.
El veterinario se incorporó, sacudiéndose las manos.
—El golpe le adelantó el parto —dijo, sin rodeos—. No hay tiempo. Si no saco al becerro ahora, los dos van a morir.
Martín tragó saliva y se volvió hacia Dalia, como si ella tuviera la respuesta que necesitaba.
—¿A qué se refiere? —le preguntó, con la voz baja—. ¿Eso es bueno o no?
Dalia lo miró con los ojos empañados.
—No lo sé… supongo que depende de si el becerro ya está listo para nacer. Pero si dice que no hay opción, es porque de verdad no hay tiempo.
El veterinario ya se había puesto los guantes largos hasta el codo.
—Prepárense —advirtió—. Esto no va a ser fácil ni bonito, pero voy a hacer todo lo posible por salvarlos a los dos.
Martín se acercó a Dalia y le tomó la mano. El calor de sus dedos era el único consuelo en medio del silencio tenso que cayó sobre el corral, solo interrumpido por los gemidos de la vaca y el sonido del veterinario preparándose para intervenir.
Dalia mantuvo la mirada fija en la vaca por un momento, como si intentara encontrar la fuerza en la tierra misma. Luego giró lentamente hacia Martín, con los ojos húmedos pero la voz firme.
—No, Martín... no es bueno —respondió—. Quiere decir que no está lista. Que el becerro no está acomodado, que el cuerpo de la vaca no está preparado. Si no lo sacan ya, se asfixia adentro... y ella también puede morir en el intento.
Martín bajó la mirada, apretando los dientes.
—¿Y no se puede hacer nada más? ¿No hay otra forma?
—No hay tiempo —interrumpió el veterinario, ya sacando sus instrumentos—. Necesito que alguien me ayude a sujetarla. Vamos a hacer todo lo posible... pero prepárense para lo peor.
El silencio que cayó entonces fue denso, casi irrespirable. Solo el sonido de la respiración agitada del animal llenaba el aire, mientras el cielo comenzaba a nublarse sobre ellos.
Aunque Martín no sabía nada de siembra ni de ganado, estaba dispuesto a aprender. Ese pedazo de tierra, ese corral viejo, cada árbol y cada sendero polvoriento, eran parte de la historia de sus abuelos, que con las manos curtidas por el sol lo habían levantado todo con esfuerzo y amor. Ahora ese lugar era suyo, y no pensaba dejarlo caer. No importaban las madrugadas frías ni los errores de principiante; él aprendería, paso a paso, porque sentía que en cada rincón aún vivía el espíritu de quienes lo cuidaron antes que él.
En medio del caos, con el sudor escurriendo por la frente de todos y la respiración agitada de la vaca llenando el corral, Dalia soltó una risa leve, cansada, mirando a Martín de reojo.
—Definitivamente este lugar no es para un niño de ciudad como tú —dijo con una media sonrisa, mientras le pasaba un trapo al veterinario.
Martín la miró sin ofenderse, con una ceja alzada.
—Entonces enséñame —respondió—. Aunque tenga que ensuciarme las manos... o las botas... o lo que sea que se ensucie aquí.
Dalia rodó los ojos, pero su sonrisa se mantuvo. Antes de poder responderle, el veterinario se incorporó con el becerro envuelto en una manta improvisada. Su expresión era seria.
—Logramos sacarlo... pero nació muy débil —dijo, bajando la voz—. No les voy a mentir, no creo que sobreviva. Hay que esperar. Las primeras 24 horas son críticas. Si pasa la noche, hay esperanza.
El silencio volvió a apoderarse del lugar. Martín se acercó, observando al pequeño cuerpo tembloroso que apenas respiraba.
—Pues vamos a quedarnos con él toda la noche si es necesario —dijo con determinación.
Dalia lo miró en silencio. En sus ojos había algo nuevo: respeto.
quedo al pendiente de tu próxima aventura
Ojalá que no haya sido Martín de pequeño quien haya provocado el incendio y ese sea uno d los secretos y que por eso Martín tenga sus vacíos sin entender !!