A veces perderlo todo es la única manera de encontrarse a uno mismo
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Capítulo 6: El adiós que nunca pidió permiso
El timbre sonó a media tarde, un martes que parecía uno más. Juliana ya sabía quién era, aunque por un segundo se quedó inmóvil, con el estómago encogido. El eco de aquel sonido recorrió toda la casa, recordándole que había llegado el momento inevitable: Martín vendría a llevarse lo que quedaba de él en su vida.
Tomó aire, acomodó la melena recién cortada detrás de la oreja y caminó con paso firme hacia la puerta. No era la misma mujer que semanas atrás se había derrumbado en ese mismo suelo, llorando por el abandono. Era otra: más serena, más fuerte, aunque todavía con cicatrices frescas.
Cuando abrió, se encontró con un Martín sorprendido. Sus ojos la recorrieron de arriba abajo, clavándose en ese cabello corto, en la ropa elegante que resaltaba sus curvas, en la mirada que no bajaba ante la suya.
—Juli… —murmuró, como si estuviera frente a una desconocida.
Ella no respondió al saludo. Se corrió apenas para dejarle espacio.
—Tus cosas están en el cuarto de huéspedes.
Él entró despacio, como tanteando un terreno que ya no le pertenecía. Caminó por el pasillo, y Juliana lo siguió en silencio, observando cómo sus hombros se encogían, como si intuyera que ya no tenía poder allí.
Las cajas estaban perfectamente ordenadas sobre la cama. Camisas, libros, papeles, todo empaquetado con el mismo cuidado que Juliana solía poner en cada detalle de su vida compartida. Solo que esta vez no había amor en ese gesto, sino una necesidad de cerrar capítulos.
Martín dejó caer la mochila que traía y pasó la mano por su frente.
—No esperaba que fuera tan… definitivo —dijo, casi en un susurro.
Juliana cruzó los brazos.
—Te lo advertí. Te di tiempo. Ya no queda nada que hablar, Martín.
Él la miró entonces con una expresión que oscilaba entre la incredulidad y el remordimiento.
—Juli, por favor… —se acercó un paso—. Me equivoqué. Perdí la cabeza. No significa que no te ame.
Ella lo dejó hablar, observándolo con frialdad. Había soñado muchas noches con escuchar esas palabras, con la fantasía de que él volviera arrepentido. Pero en ese momento, al ver su rostro suplicante, comprendió que ya no sentía lo mismo.
—¿Amarme? —repitió, con una calma que lo descolocó—. Si hubieras amado, no me habrías destrozado.
Martín alargó la mano, intentando rozarle el brazo, pero Juliana se apartó con un movimiento seco. Ese rechazo lo quebró. Sus ojos se humedecieron y, contra toda expectativa, se arrodilló frente a ella.
—Te lo ruego, Juli. Perdóname. No sé en qué estaba pensando. Esa mujer no significa nada. ¡Nada! —Las lágrimas rodaban por su cara, y su voz sonaba entrecortada—. Dame otra oportunidad. Podemos empezar de nuevo, como antes.
Juliana lo miró desde arriba, con una frialdad que jamás hubiera imaginado tener. Esa escena que en otro tiempo la habría hecho llorar y temblar de esperanza ahora le resultaba casi ajena, como si lo que veía fuera un mal teatro.
—¿Sabés cuál es el problema, Martín? —dijo despacio, con las palabras cortando el aire—. Que la Juliana que hubiera creído en vos ya no existe. La mataste con cada mentira, con cada noche que compartiste con otra. Esa mujer murió, y de sus cenizas salió alguien que no necesita tus disculpas.
Él sollozó, apoyando la frente contra sus rodillas.
—Te amo… no me dejes… —balbuceó.
Ella se inclinó apenas, pero no para consolarlo, sino para que la escuchara con claridad.
—Yo también creí que te amaba. Pero ahora lo único que quiero es mi libertad. Quiero el divorcio.
Martín levantó la cabeza de golpe, con el rostro enrojecido.
—¡No! —exclamó, con desesperación—. No podés hacerme esto. El divorcio es… es demasiado.
Juliana retrocedió un paso, erguida, firme.
—Claro que puedo. Ya pedí turno con una abogada. Esto no es una discusión, Martín. Es una decisión.
El silencio llenó el cuarto. Solo se escuchaba su respiración agitada y el golpeteo de su corazón, que por primera vez no estaba dominado por el miedo, sino por la convicción.
Él intentó levantarse y acercarse, pero Juliana levantó una mano, deteniéndolo.
—No más lágrimas, no más promesas vacías. Te di todo, y lo destrozaste. Ahora me lo devuelvo a mí misma.
Martín bajó la mirada, derrotado. Se incorporó lentamente, recogió una de las cajas y la llevó hacia la puerta sin decir una palabra más. Cada paso suyo resonaba en la casa como un eco de lo que alguna vez habían compartido.
Juliana lo siguió hasta la entrada, pero ya no como quien se aferra al pasado, sino como quien acompaña a un extraño en su salida. Cuando él cruzó el umbral, ella no lloró. Solo cerró la puerta con suavidad, apoyó la espalda contra la madera y soltó un suspiro profundo.
No había victoria ni revancha, solo una paz que empezaba a instalarse en su pecho. Por fin lo había visto tal cual era: un hombre débil, incapaz de sostener lo que habían construido. Y por fin había confirmado lo que ya sabía: esa Juliana que había vivido para él había muerto.
Lo que quedaba era alguien nuevo, alguien que estaba aprendiendo a florecer, incluso en medio de las ruinas.