¿Qué pasa cuando el amor de tu vida está tan cerca que nunca lo viste venir? Lía siempre ha estado al lado de Nicolás. En los recreos, en las tareas, en los días buenos y los malos. Ella pensó que lo había superado. Que solo sería su mejor amigo. Hasta que en el último año, algo cambia. Y todo lo que callaron, todo lo que reprimieron, todo lo que creyeron imposible… empieza a desbordarse.
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Trabajo de medio tiempo
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La campanita en la puerta sonó con un “ding” suave cuando empujé la hoja de vidrio.
Aquel lugar era otra cosa.
Nada que ver con supermercados caóticos o cafeterías escolares de sillas plásticas.
Todo en esa librería-café olía a madera, papel nuevo y café recién molido.
Las estanterías eran altas, de roble oscuro. Los libros acomodados con una simetría casi artística. En el fondo, había sillones tapizados en terciopelo verde y mesas de mármol. Una clientela de rostro fino, relojes caros y perfumes delicados leía, conversaba o escribía en portátiles de última generación.
Y yo… con mi delantal beige, mi nombre bordado en hilo negro: “Lía”.
—No tienes que moverte mucho —me había dicho la dueña, una señora amable de unos cincuenta años—. Solo estar en caja, acomodar algunos libros en la mesa de novedades y atender las órdenes del café. Nada pesado, nada agitado. Aquí todos vienen a leer o desconectarse del ruido.
Perfecto para mí. Y para el bebé.
Mi primera mañana había sido tranquila. Aprender el sistema, servir un par de cafés con crema, ayudar a una clienta a buscar una novela de Zafón. Pero fue después del almuerzo, cuando el sol entraba con pereza por los ventanales, que lo vi.
—¿Eres nueva? —preguntó una voz detrás del mostrador.
Me giré y ahí estaba.
Alto, cabello oscuro, camisa verde remangada. Ojos de esos que sonríen sin mucho esfuerzo.
—Sí —respondí, acomodando unos libros—. Empecé hoy.
—Entonces bienvenida, Lía —dijo, leyendo mi nombre—. Soy Miguel. Estoy aquí desde hace seis meses. Trabajo medio tiempo mientras termino la carrera en la UTL.
—¿Qué estudias?
—Diseño industrial. Pero trabajo en este lugar para costearme algunas cosas y porque me salva de la locura de los talleres.
Le sonreí.
Miguel tenía esa energía amable que no incomoda. Era fácil conversar con él, como si el lugar entero bajara el volumen solo para que hablar con él fuera más sencillo.
—¿Te tocó la señora que nos da los dulces escondidos? —preguntó bajito.
—¿La dueña?
—Ajá. Siempre guarda bombones de menta en el tercer cajón del escritorio y se hace la que no sabe.
Reí, por primera vez en el día sin sentirme culpable por reír.
Miguel extendió la mano y me ofreció uno, como quien comparte un secreto.
—¿Entonces estás en el instituto aún? —preguntó Miguel, mientras acomodaba unas tazas sobre la barra.
Sentí cómo la pregunta, aunque inocente, me encogía un poco por dentro.
Me aclaré la garganta antes de responder.
—Estaba en último año… —dije, bajando un poco la voz mientras bajaba la mirada—. Pero…
Me llevé una mano al vientre, de forma casi inconsciente.
—Al parecer ya no soy el mejor ejemplo para mis compañeros —añadí con una sonrisa triste, intentando que sonara ligera, aunque en el fondo me doliera.
Miguel bajó la taza que tenía en la mano. Me miró sin asombro ni incomodidad. Solo asintió, como si entendiera más de lo que decía.
—Terminaré el año que viene —dije, como quien se disculpa.
—Bueno… —respondió con una suavidad que no me esperaba—. Tal vez no seas el “ejemplo” que algunos esperan. Pero te aseguro que muchos no serían ni la mitad de valientes que tú.
No supe qué decir. Me limité a asentir, sintiéndome un poco menos juzgada.
Un poco más vista.
No me preguntó más. No insistió.
Solo asintió como quien entendía que algunas cosas no necesitan explicación.
—Hoy no te preocupes por las máquinas —añadió—. Yo me encargo del café por ahora. Solo quédate en caja y si alguien pregunta por recomendaciones, dile que se vaya al fondo. Ahí están los libros buenos.
—¿Y por qué no los del frente?
—Los del frente son más comerciales —susurró sonriendo.
Miguel me hizo reír varias veces ese día.
Y aunque mi cabeza estuviera en casa, en Nicolás, en mamá, en el bebé que ya exigía pausas más frecuentes para ir al baño…me sentía bien.
—¿Lía?
Me giré hacia la puerta, y mi estómago se encogió en un segundo.
Vanessa.
Con su uniforme del instituto aún puesto, el cabello recogido con su moño perfecto, y esa sonrisa venenosa que conocía demasiado bien.
—Miren quién trabaja ahora de niña buena —dijo en voz alta, mientras sacaba el celular y me apuntaba con la cámara—. Qué ternura. La promiscua en persona… haciéndose más la mojigata.
Al principio me paralicé. Literalmente no supe qué hacer. Solo me quedé ahí, al lado de la máquina de café, apretando el trapo que tenía en la mano.
—¿Qué haces, Vanessa? —pregunté con tono cansado, pero sin temblar. No esta vez.
—Grabar este momento histórico —respondió con sarcasmo, acercándose un poco más—. La mojigata moralista embarazada. ¿Te acuerdas cuando me llamaste zorra? Pues mira, prefiero ser una zorra que una santa con barriga, mi amor. Por lo menos yo no voy cargando errores por nueve meses.
Eso me dolió.
No por sus palabras exactamente… sino por todo lo que representaban. Me sentí desnuda, exhibida, sucia.
Estaba a punto de contestarle cuando una voz fuerte y firme interrumpió el momento.
—Deja de grabar —dijo Miguel, saliendo desde el área de preparación con los ojos fríos y el ceño fruncido.
Vanessa alzó la vista, sorprendida.
—¿Y tú quién eres?
—El tipo que te va a sacar de aquí si no dejas de acosar a mi compañera —respondió sin parpadear—. Esto es un sitio tranquilo. Estás invadiendo la privacidad de una trabajadora. ¿Quieres que llame a la policía?
Vanessa resopló, pero retrocedió un paso. Guardó el celular con fastidio.
—Perra estúpida —murmuró, y salió de la librería empujando la puerta de vidrio con fuerza.
Miguel esperó a que desapareciera de vista y luego me miró.
—¿Estás bien?
Solo asentí, aunque no lo estaba.
Él se acercó y, sin decir nada más, me alcanzó un vaso con agua.
Y yo…
Yo me senté detrás del mostrador y me lo bebí entero, tragándome también las lágrimas.
Cuando el reloj marcó las seis y media, el suave tintineo de la puerta me hizo levantar la vista desde el mostrador.
Ahí estaba él. Nicolás.
Con su chaqueta gris claro y el cabello algo despeinado, como si hubiese venido corriendo. Llevaba una bolsita en la mano —seguramente con algo que pensó que me antojaría— y esa sonrisa idiota que solía hacerme reír.
—Hola, princesa—dijo, acercándose con paso rápido—. ¿Lista para que tu chofer personal te lleve a casa?
—Hola —respondí, más seca de lo que planeaba. Me dolía la espalda, la cabeza, y tenía el estómago revuelto desde el segundo turno.
Él me ofreció la bolsita.
—Te traje mini donas de chocolate. De esas que te gustaban del centro comercial. Pensé que tal vez…
—No quiero —dije con un suspiro, y aparté la bolsa sin mirarlo.
—Ah… bueno. No pasa nada —se rascó la nuca, incómodo.
Caminamos juntos hasta la puerta. Él me abrió con todo el cuidado del mundo, incluso hizo una pequeña reverencia como broma, pero yo solo rodé los ojos.
—¿También vas a empezar con eso? No soy una inválida, Nico.
—Solo trato de ayudarte, Lía.
—Ya… bueno. No ayudes tanto, ¿sí?
El silencio entre nosotros se volvió tenso mientras subíamos al auto. Me metí sin decir una palabra y él dio la vuelta para sentarse al volante. Cuando arrancó, me miró de reojo.
—¿Todo bien?
—No lo sé, Nico. ¿Estoy bien? Estoy gorda, cansada, me duele la espalda, me molestan en mi trabajo y la gente cree que puede decir lo que sea de mí. Así que, no. No estoy muy bien.
Me miró con una mezcla de ternura y desconcierto.
—Lo siento, Lía. De verdad. Ojalá pudiera hacer algo.
—Puedes dejar de sonreír todo el tiempo como si esto fuera un cuento de hadas —murmuré, y después me odié por decirlo.
Nico no dijo nada por unos segundos. Solo condujo, sin poner música, sin hablar.
Hasta que, finalmente, me tomó la mano con suavidad. Su pulgar acarició el dorso de la mía.
—Solo dime cómo ayudarte sin hacerte sentir peor.
Tragué saliva. El nudo en la garganta me traicionó. Lo miré de reojo, con lágrimas que no pensaba derramar.
—Solo… abrázame cuando lleguemos, ¿sí?
—Siempre —respondió con voz baja.