En la Ciudad de México, como en cualquier otra ciudad del mundo, los jóvenes quieren volar. Quieren sentir que la vida se les escapa entre las manos y caminar cerca del cielo, lejos de todo lo que los ata. Valeria es una chica de secundaria: estudiosa, apasionada por la moda y con la ilusión de encontrar al amor de su vida. Santiago es todo lo contrario: vive rápido, entre calles peligrosas, carreras clandestinas y la lealtad de su pandilla, sin pensar en el mañana.
Cuando sus mundos chocan, la pasión, el riesgo y el deseo se mezclan en un torbellino que los arrastra sin remedio. Una historia de amor que desafía reglas, rompe corazones y demuestra que a veces, para sentirse vivos, hay que tocar el cielo… aunque signifique caer.
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Veinte
—Bueno, pero esos morros todavía no ganan nada… capaz que hasta los jefes les sueltan lana —dijo Leticia, acomodándose el collar que brillaba bajo la luz amarillenta del candil del comedor.
—¡Ajá! ¿Y tú crees que eso alcanza? Mira, le llevó a Esperanza doce rosas todas tristes, de esas que venden en el semáforo de Periférico. Te juro que cuando llegaron ya estaban más muertas que vivas, se le caían los pétalos como si fuera lluvia en Insurgentes. Esta mañana le pregunté en la cocina: «¿Qué es este horror, Esperanza?» Y la chamaca salió con que no me atreviera a tirarlas. ¡Imagínate!
—Ya sabes cómo son las chavas de esa edad, se clavan con cualquier detallito —respondió María, dando un sorbo a su refresco servido en vaso de veladora, como era la moda en esas casas “alternativas” de Coyoacán.
—Pues no aguanté, las mandé a la basura. Le eché la culpa a la muchacha y que se me pone punk. Azotó la puerta como si anduviera en plena telenovela de Televisa.
—No te metas tanto, María. Déjala que se estrelle sola. Si hay tanta diferencia entre ellos, al rato se le pasa.
Maria chasqueó la lengua. —¡Ay, ojalá! Pero la muy necia que me sale con que se iba a dormir a casa de la Cristina… esa gordibuena que siempre anda con ropa fosfo de tianguis de Tepito. ¿Sabes quién? La hija del administrador de la constructora. La mamá ya se operó todo, pero como trae varo se lo hicieron bien, ni se le nota.
—¡No manches! —Leticia rió, sacando un mazapán de su bolso—. Seguro se estiró con esa técnica nueva, la que se hace atrás de las orejas. Cero cicatrices.
Julia sonrió de medio lado. —Entonces, ¿puede salir con Mariana? Estaría padre que la juntaran con ese grupo.
—Claro, yo le digo que la jale.
Leticia se dejó caer un pistacho a la boca, mientras Salvador, su marido, más entretenido con las botanas que con la plática, estiraba la mano para robarle justo el que ella ya había separado.
Él parecía en otro rollo, como si lo único importante esa noche fuera la botana y su cigarro a medio terminar. En el estéreo del comedor sonaba bajito Lamento Boliviano, mezclado con las carcajadas de los invitados y el ruido lejano de un microbús con luces de neón que pasaba por la avenida, retumbando con Caifanes.
Salvador soltó una sonrisita nerviosa cuando vio regresar a Leticia con mirada de rayos láser. De inmediato apagó el cigarro en el cenicero de barro, aunque el olor aún se quedaba flotando en el aire.
—Dentro de nada empezamos la partida, te lo ruego, no me vayas a hacer tu show de siempre —le dijo Leticia, con ese tonito entre dulce y amenazante que ya conocían los amigos de la mesa.
—¿Y si me sale mal la mano? —preguntó él, acomodándose la camisa.
—Pues ni modo, no hagas como siempre, que a la primera que no te toca buena carta te enojas y tiras la toalla.
Salvador intentó sonreír con calma, aunque ya se veía sudando frío. —Como tú digas, querida.
Leticia se inclinó hacia él, bajito: —Y más te vale no volver a encender otro cigarro, porque una cosa es el vicio y otra que me apestes la casa.
El ambiente se llenó de murmullos y risitas discretas. Afuera, un grupo de chavos rayaba con aerosol una barda recién pintada en Insurgentes. Letras enormes, tags que decían Kamikazes Crew 13. La ciudad nunca dormía; mientras en las casas de clase media se jugaba a las cartas con pistachos y botellas de vino barato, en la calle rugía la otra cara: el caos, el grafiti y los sueños veloces que se montaban en motonetas rumbo a la madrugada.