Elysia renace en un mundo mágico, su misión personal es salvar a su hermano...
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Clariet 2
Los labios de Hans aún atrapaban los de Elysia, y sus manos la mantenían firmemente sobre sus piernas, cuando un golpe desesperado en la puerta los sobresaltó.
—¡Elysia! —la voz de Ernesto resonó desde el pasillo, quebrada, apremiante—. ¡Elysia, abre! ¡Dime que estás bien!
Hans gruñó por lo bajo, separándose apenas de sus labios, con los ojos oscuros de frustración.
—Tu hermano tiene el peor sentido del tiempo… —murmuró, besándole una vez más, rápido pero profundo, como si reclamara lo que le habían interrumpido.
Elysia, con el rostro encendido y el corazón desbocado, se incorporó a medias.
—Debo abrir… —susurró, aunque no se movía, atrapada aún en el abrazo de Hans.
Ernesto golpeó de nuevo, más fuerte.
—¡Elysia, respóndeme! ¡Me dijeron que Clariet y dos hombres están en el calabozo! ¡Necesito saber que no te hicieron daño!
El ceño de Hans se frunció con fastidio y celos, pero finalmente la dejó ir, aunque su mano permaneció en la cintura de Elysia como si se negara a soltarla del todo.
—Anda, tranquilízalo… pero no olvides —su voz se volvió grave, sus ojos la atravesaban con deseo—, aún no hemos terminado.
Elysia, temblorosa y con las mejillas enrojecidas, caminó hasta la puerta y la abrió. Ernesto irrumpió al instante, los ojos rojos de preocupación, y al verla ilesa corrió a abrazarla con fuerza.
—Gracias al cielo… —susurró, aliviado, sin notar de inmediato la presencia de Hans detrás de ella.
Pero Hans estaba allí, de pie, con los brazos cruzados y la mirada gélida clavada en él.
Ernesto seguía abrazando a Elysia, con el rostro rojo de preocupación y enojo, cuando se dio cuenta de la presencia de Hans detrás de ella. Sus ojos se estrecharon al instante, y la voz se volvió dura:
—¡Hans Greenville! —exclamó, soltando a su hermana solo un poco—. ¿Qué demonios haces aquí? ¿No sabes que esta es mi casa? ¿Que debería ser yo quien la proteja?
Hans lo observó con calma, dejando que la tensión creciera antes de responder. Sus ojos oscuros brillaban con esa mezcla de diversión y amenaza que siempre lograba desconcertar a Ernesto.
—Tu seguridad, barón —dijo con voz grave y firme—, fue completamente inútil. Todos esos guardias, todas esas cerraduras y patrullas… ¿de qué sirvieron? —se inclinó apenas hacia él, dejando entrever el filo de la advertencia—. Yo la encontré. Yo la protegí.
Ernesto tragó saliva, tratando de controlar la indignación y la humillación. —¡Eso no te da derecho a entrar así! —gritó—. Esta es mi familia, y…
Hans lo interrumpió, acercándose con pasos lentos, medidos, como un depredador frente a su presa. —Elysia no es un objeto que puedas “proteger” con guardias y llaves. —Su voz bajó, firme y peligrosa—. Ella no necesita tu seguridad ineficaz. Necesita alguien que realmente pueda cuidarla… y, créeme, eso no lo hiciste tú.
Elysia, aún temblando por la emoción de la noche y la interrupción, se acercó a Hans y le tomó la mano. Sus ojos brillaban de gratitud y amor.
—Hans tiene razón, Ernesto… —susurró con firmeza—. Yo estoy bien, él me protegió...
Ernesto la miró, la rabia y el orgullo luchando en su interior.
Hans, satisfecho, dio un paso atrás, dejando que la tensión permaneciera flotando en la habitación.
—Ahora ya lo sabes, barón. Y la próxima vez que quieras protegerla… mejor empieza por entrenar tus guardias y tu sentido común. —Su voz se volvió un susurro, pero su amenaza era clara—. Porque yo no permitiré que nadie le haga daño.
El ambiente seguía tenso en la habitación de Elysia. Hans permanecía erguido, con los brazos cruzados, mientras Ernesto la observaba con un dejo de preocupación mezclado con autoridad. Después de unos momentos de silencio, y viendo que Elysia estaba a salvo y tranquila entre ellos, Ernesto dio un paso al frente.
—Bien… —dijo con voz firme, mirando a Hans—. Clariet y esos hombres… ¿qué hacemos con ellos?
Hans lo miró, ladeando la cabeza con esa sonrisa arrogante que siempre lo acompañaba. —Te propongo un trato, barón. Ninguno de nosotros actúa por su cuenta. Ella intentó hacerle daño a tu hermana, y no voy a permitirlo. Pero tampoco quiero que se aproveche de tu hospitalidad para luego inventar historias o escándalos.
Ernesto asintió lentamente, comprendiendo que no había manera de ignorar la capacidad de Hans para proteger a Elysia. —De acuerdo —respondió—. Mantendremos a Clariet y sus cómplices en el calabozo, bajo llave, hasta que decidamos qué hacer con ellos. Pero yo quiero estar presente, supervisando.
Hans soltó una risa baja, casi burlona. —Perfecto. Pero entiende esto: si ella intenta algo más mientras están aquí abajo, yo no dudaré en ponerla en su lugar. Y si tratas de protegerla de manera inútil… —se inclinó levemente hacia Ernesto, la amenaza clara—, no me culpes si no te apartas de mi camino...
Ernesto tragó saliva, pero asintió. Sabía que Hans no estaba bromeando. Esta era la primera vez que realmente se ponían de acuerdo, por el bien de su hermana, y ambos entendían que, si querían mantener el control, necesitarían cooperar.
Elysia, observando desde un costado permitió una sonrisa. Ver a su hermano y a Hans ceder lo suficiente para trabajar juntos por ella le dio una sensación de seguridad que no había sentido en mucho tiempo. Se inclinó hacia Hans y le susurró:
—Ves, querido… incluso Ernesto entiende quién manda en el calabozo.
Hans la miró divertido, tomándole la mano y apretándola con suavidad. —Sí, pero no lo olvides: en esta casa, yo también mando.
El acuerdo estaba hecho. Clariet y sus mercenarios permanecían bajo llave, y por primera vez, Ernesto y Hans habían alineado sus fuerzas… aunque la tensión entre ellos seguía viva, lista para estallar si alguno cruzaba los límites.
Por la tarde, Elysia bajó al calabozo, sus pasos firmes resonando contra las frías paredes de piedra. Clariet estaba allí, encadenada, con los ojos brillantes de rabia y los labios temblando mientras intentaba esbozar palabras que salían entre gruñidos de furia.
—¡Elysia! —gritó la joven, completamente fuera de sí—. ¡Te juro que te mataré! ¡Te arrepentirás de cada sonrisa, de cada palabra, de cada paso que hayas dado frente a mí!
Elysia permaneció inmóvil unos segundos, observando cómo el odio de Clariet se transformaba en un espectáculo de violencia contenida. Su mirada era fría, calculadora, pero nada en ella temblaba.
—Clariet… —dijo con calma, aunque firme—. Esa amenaza no funcionará conmigo.
Clariet chilló, intentando acercarse a Elysia a pesar de las cadenas, y cada palabra era un veneno que flotaba en el aire.
—¡Te destruiré! —vociferó—. ¡Nada te salvará!
Hans apareció entonces, silencioso y letal. Con un movimiento elegante y calculado, levantó la mano y dejó que su magia de hielo fluyera. Un frío intenso se concentró en el aire alrededor de la boca de Clariet. Antes de que pudiera decir otra palabra, su grito se convirtió en un chillido helado: su boca quedó completamente congelada, sellada por el hielo, incapaz de emitir sonido alguno.
Clariet intentó forcejear, arrancarse el hielo con furia, pero Hans permaneció firme.
Sus ojos se clavaron en los de ella, y su voz resonó como acero:
—Te advertí, Clariet —dijo, cada palabra goteando amenaza y control—. No digas una palabra más hasta que yo lo permita. No porque pueda matarte… sino porque no pienso perder el tiempo con alguien tan insignificante.
Elysia se acercó, cruzando los brazos, disfrutando de la impotencia de su enemiga por primera vez. —Ahora entiendes que tus amenazas no me afectan —susurró con un toque de diversión—. Y que tus planes contra mí solo te traerán problemas.
Hans retiró lentamente la magia, permitiendo que Clariet hablara de nuevo, pero su voz ahora temblaba y su furia había disminuido ante el poder de Hans.
La joven apenas se atrevió a mirarlos.
—Esto no termina… —susurró, apenas audible.
Elysia sonrió, segura, y le dio un último golpe verbal antes de retirarse:
—Sí, termina para ti, Clariet. Aquí se acabó tu juego.
Hans tomó la mano de Elysia mientras subían del calabozo, con una sonrisa de satisfacción.
—Te lo advertí, brujita… nadie se mete contigo impunemente.
Elysia apoyó la cabeza en su hombro, disfrutando de la sensación de poder y protección que Hans le brindaba...
Hans pasó los días siguientes observando cuidadosamente a Clariet desde el calabozo. Sabía que no podía dejarla libre bajo ninguna circunstancia: esa mujer, impulsiva y cruel, no descansaría hasta intentar matar a Elysia. Pero tampoco podía actuar de forma directa sin levantar sospechas. Necesitaba un plan que la hiciera sentirse dueña de su destino… antes de que todo terminara.
Con Elysia a su lado, Hans ideó la estrategia. A ella no le contó todos los detalles, solo lo suficiente para que entendiera que debía permanecer tranquila.
—Escucha, brujita —susurró mientras acariciaba su cabello—. No te preocupes hoy. Clariet cree que puede jugar a escapar. Pero nosotros controlamos el tablero.
Hans observaba desde la penumbra del pasillo, mientras Clariet creía que había encontrado la manera de escapar del calabozo. Sus ojos brillaban con furia y desesperación; su corazón estaba lleno de odio y deseo de venganza.
—¡Esta vez te acabaré, Elysia! —gritó, rompiendo el silencio, mientras lanzaba un movimiento hacia la puerta con la intención de llegar hasta ella.
Pero Hans ya había previsto todo. Con un gesto silencioso, activó la señal para los guardias imperiales apostados estratégicamente. En cuestión de segundos, varios hombres aparecieron de todos los lados del pasillo, bloqueando su avance.
Clariet se vio acorralada, pero su instinto asesino la llevó a intentar un último ataque directo hacia Elysia. Su mirada era salvaje, sus manos como garras dispuestas a hacer daño.
—¡Te mataré! —gritó con furia, mientras se lanzaba hacia ella.
Los guardias imperiales no dudaron. En un movimiento rápido y preciso, la redujeron con fuerza letal. Sus movimientos fueron medidos, profesionales, porque no podían permitir que una amenaza de ese calibre alcanzara a la joven que Hans protegía. Clariet cayó al suelo, inmóvil. Su último grito de odio quedó ahogado entre el eco de la sala y los murmullos de la alarma.
Hans, con el rostro imperturbable, se acercó a Elysia y la sostuvo contra su pecho, acariciándole el cabello con suavidad.
—Ya no hay peligro, brujita —susurró—. Nadie más levantará la mano contra ti. Nadie.
Elysia, aún temblando por la tensión y el miedo, cerró los ojos y se abrazó a él. Su corazón latía con fuerza, mezcla de alivio y gratitud.
—Gracias… —murmuró, apoyando la cabeza contra su hombro—.
Hans sonrió ligeramente, bajando un beso sobre su cabello.
—Nunca dejaré que te hagan daño. Eso te lo prometo, siempre.
El peligro había terminado de forma definitiva. Clariet ya no era una amenaza, ni para ella, ni para su hermano.