Gabriela Estévez lo perdió todo a los diecinueve años: el apoyo de su familia, su juventud y hasta su libertad… todo por un matrimonio forzado con Sebastián Valtieri, el heredero de una de las familias más poderosas del país.
Seis años después, ese amor impuesto se convirtió en divorcio, rencor y cicatrices. Hoy, Gabriela ha levantado con sus propias manos AUREA Tech, una empresa que protege a miles de mujeres vulnerables, y jura que nadie volverá a arrebatarle lo que ha construido.
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El peso de estar sola
GABRIELA
Cuando nos mudamos de la mansión Valtieri pensé que, al fin, podría respirar. Que lejos de la sombra de sus padres tendríamos un inicio limpio, una vida normal.
Por unos días lo sentí así. Valentina correteando en el jardín pequeño de nuestra nueva casa, yo cocinando sin sentir los ojos críticos de la familia Valtieri, y Sebastián mirándome con una sonrisa cansada, pero sonrisa al fin.
Creí que la pesadilla había terminado.
Pero pronto descubrí otra.
Sebastián salía antes de que el sol apareciera y regresaba cuando Valentina ya estaba dormida. Yo pasaba las horas sola, escuchando mis propios pensamientos en una casa demasiado silenciosa, criando a mi hija como si fuera una madre soltera.
Un día reuní el valor para hablar. No quería pelear, solo que me escuchara.
—Sebastián… quiero estudiar. Si Valentina entra al preescolar, puedo aprovechar ese tiempo.
Él no lo pensó ni un segundo antes de responder:
—No es el momento, Gabriela. Lo mejor es que te quedes en casa.
Esa frase me dolió más que cualquier comentario venenoso de sus padres.
Porque entendí que lo que yo quería, lo que yo soñaba… nunca iba a ser prioridad.
Lo peor llegó unas semanas después, en esa discusión en la cocina. Yo le pedía que se hiciera presente como padre y él me escupió que yo no entendía nada, que solo “me la pasaba en la casa”, que había cumplido todos mis caprichos.
Me quedé ahí, de pie, con los platos en la mano, sintiendo que algo dentro de mí se rompía en pedazos.
Porque ya no lo miraba como al chico que me buscaba al colegio con cartas graciosas. Ni como al joven que una vez me hizo sentir segura por primera vez en mi vida.
Lo miraba como a otro hombre más que me apagaba, que me encerraba en una jaula de oro disfrazada de amor.
Supe que lo que alguna vez fue amor… se estaba convirtiendo en resentimiento.
Un resentimiento que se fue acumulando poco a poco, como agua que rebosa un vaso.
Al principio, lo intenté. Intenté convencerme de que Sebastián tenía razón, que debía ser paciente, que lo importante era Valentina. Pero cada día que pasaba me sentía más invisible, más sofocada en aquella rutina donde solo existía como una madre encarcelada y como la esposa de alguien que casi nunca estaba.
Así que empecé a buscar pequeñas rendijas de aire.
Un día, mientras llevaba a Valentina al preescolar, vi un cartel pegado en la entrada de una biblioteca comunitaria:
“Cursos gratuitos de informática básica. Inscripciones abiertas”.
Sentí un cosquilleo en el pecho.
No era una universidad. No era una carrera. Pero era algo.
Esa misma tarde, sin decirle a Sebastián, me inscribí.
Cada martes y jueves, después de dejar a Valentina, pasaba dos horas en ese salón pequeño con computadoras viejas y teclados que a veces ni servían. Para mí, era como entrar en otro mundo.
Allí nadie me conocía como “la esposa de Sebastián Valtieri”, nadie me miraba como “la que arruinó a la familia con un embarazo adolescente”.
Allí solo era Gabriela.
Empecé a hacer amigas. Mujeres mayores que querían aprender a usar un correo electrónico, jóvenes que soñaban con un empleo mejor. Con ellas podía reír, hablar de cosas simples… sentirme humana otra vez.
Claro, no podía contarle nada a Sebastián. Temía su reacción. Temía que pensara que lo estaba desobedeciendo o que era una pérdida de tiempo.
Así que cada tarde que él preguntaba qué había hecho, yo respondía lo mismo:
—Nada, lo de siempre.
Y callaba mi secreto.
Un secreto pequeño, pero que me devolvía la sensación de que mi vida todavía podía pertenecerme un poquito.
El curso se convirtió en mi oasis. Dos veces a la semana, dos horas que parecían poco, pero que me devolvían la ilusión de soñar.
La profesora se llamaba María Eugenia, una mujer de unos veintiocho años, de carácter fuerte pero sonrisa cálida. Ella fue quien empezó a fijarse en mí.
—Gabriela, ¿te has dado cuenta de que tienes facilidad para esto? —me dijo una tarde, cuando todos los demás todavía luchaban con adjuntar archivos. y yo ya estaba programando algo básico y había terminado.
Me encogí de hombros, tímida.
—No creo… solo practiqué en casa con lo que tenemos.
Ella me miró con esa expresión que atraviesa excusas.
—No, señorita. Tú tienes talento. Y sería un desperdicio que no lo uses.
Al principio pensé que eran palabras amables, nada más. Pero días después, cuando me quedé al final para ayudarla a guardar unas cosas, me entregó un folleto arrugado.
—La universidad distrital está ofreciendo becas para mujeres en programas de tecnología. Tú podrías aplicar.
Me quedé helada.
—¿Yo? —pregunté, como si se tratara de otra persona.
—Sí, tú —dijo con firmeza—. Eres de las mejores que he visto. Solo necesitas creerlo.
Guardé ese folleto en mi bolso como si fuera un tesoro. Esa noche, mientras doblaba la ropa de Valentina, lo leí una y otra vez bajo la luz tenue de la habitación.
Un sueño que empezó a tomar forma.
No era solo un curso. Podía ser un futuro. Mi futuro.
Por primera vez en años, me vi a mí misma no como la esposa que debía esperar resignada a un hombre ausente, ni como la madre que solo existía a través de su hija… sino también como alguien capaz de construir algo propio.
Pero con ese sueño vino también un miedo profundo: ¿Qué pasaría si Sebastián lo descubría?
No alcancé a pensarlo demasiado, porque mis compañeras del curso de informática me rodearon con una sonrisa cómplice. La profesora María Eugenia, siempre tan cariñosa, levantó la voz con entusiasmo:
—¡Esto hay que celebrarlo! ¡No todos los días una de mis alumnas consigue una beca universitaria!
Yo me sonrojé, torpe, tratando de poner excusas.
—No puedo… de verdad. Tengo que ir a recoger a Valentina.
Pero todas insistieron a la vez, casi como un coro.
—¡Que venga con nosotras! —dijo Paola.
—¡Claro! —añadió Lucía—. A los niños les encanta el helado.
Al final no pude negarme. Valentina salió del preescolar con su uniforme aún impecable y los ojos brillando de ilusión cuando le conté el plan.
—¿De verdad vamos a comer helado, mamá? —preguntó, saltando como si aquello fuera el mayor premio del mundo.
—Sí, mi amor. Hoy celebramos juntas.
Terminamos en una heladería muy cerca de la universidad más prestigiosa de la ciudad. Decían que allí servían el mejor helado, y para mí bastó con ver la sonrisa de Valentina mientras sostenía su copa con dos bolas de chocolate y chispas de colores. Sus cachetes manchados de dulce fueron mi mayor recompensa.
Mis compañeras reían, hablaban de las materias, de lo que vendría en la universidad, de los sueños que cada una tenía. Yo las escuchaba con una mezcla de asombro y gratitud.
Por un momento, me pareció verlo a través del ventanal de la heladería. Dudé. Tal vez era mi imaginación… pero el presentimiento me quemaba por dentro.
Me excusé diciendo que iba al baño y salí por la puerta lateral. Afuera el aire olía a frituras y a café recién hecho, la calle estaba llena de locales y gente que iba y venía con bolsas de compras. Caminé un poco, con el corazón latiéndome tan fuerte que lo sentía en las sienes.
No fue coincidencia. Lo vi. Era Sebastián.
Pero no estaba solo.
A su lado había una mujer joven, hermosa. Se notaba a simple vista que venía de buena familia.
Su cabello brillaba bajo la luz de la tarde, perfectamente peinado, sin un mechón fuera de lugar. Sus manos, delicadas, parecían tan distintas de las mías: ásperas, con callos de tantas veces lavar, cocinar, sostener.
Y sí… fue cruel de mi parte compararme, pero lo hice y me sentí del carajo.
Ellos iban caminando demasiado cerca, tan pegados que parecían una pareja de toda la vida. Sebastián sonreía, incluso reía. Esa risa franca, limpia, que hacía años no veía en él. Conmigo solo había ceños fruncidos, silencios, reproches. Conmigo nunca esa expresión. Conmigo nunca esa luz en los ojos.
Sentí un nudo en la garganta, pero no me contuve. Tomé el celular y lo llamé. Quizá buscaba castigarme a mí misma confirmando lo que ya sospechaba.
—¿Qué pasa? —respondió él, seco, sin rastro de esa sonrisa que segundos antes regalaba a otra.
Me apreté el estómago con una mano, temblando.
—Nada… solo quería decirte que te extraño. Valentina también. Pensé que tal vez este fin de semana podríamos salir juntos… como familia.
Su rostro cambió de inmediato. La risa murió, sus labios se tensaron.
—Estoy ocupado, Gabriela. No me molestes con pendejadas.
Y colgó. Sin más. Ni siquiera me dio tiempo de responder.
Me quedé con el teléfono helado en la mano. Cuando levanté la vista, la chica lo miraba con preocupación. Se acercó demasiado, demasiado diría yo, y con una dulzura que me atravesó como un cuchillo, le sujetó el rostro entre sus manos.
Él negó con la cabeza, como si tratara de tranquilizarla. Y entonces… la tomó de la cintura, acercándola más hacia sí.
El mundo se me vino abajo. Sentí que las piernas me temblaban, que el aire se me escapaba del pecho. Las lágrimas me llenaron los ojos sin que pudiera detenerlas.
Me di la vuelta, huyendo de esa imagen que me perseguiría incluso con los ojos cerrados.
Me obligué a sonreír cuando regresé a la heladería, como si nada hubiera pasado. Valentina seguía disfrutando su helado, riendo con las compañeras de mi curso. No podía permitir que ella notara nada. No todavía.
Pero al llegar a casa, la máscara se desmoronó.
Me encerré en la habitación y el llanto salió de golpe, desgarrándome. Lloré hasta quedarme sin voz, con la cara hundida en la almohada, temblando de rabia, de impotencia, de dolor. ¿Cuántas veces más iba a permitirme sentirme menos? ¿Cuántas veces más iba a aceptar su silencio, sus ausencias, su desprecio?
De vez en cuando me obligaba a levantarme, a secarme la cara, a caminar hasta la habitación de Valentina para revisar que estuviera bien. La niña ya dormía, tranquila, con su respiración suave y su cabello extendido sobre la almohada. Le acomodé las cobijas, le di un beso en la frente y regresé a mi habitación, apenas sosteniéndome.
Eran casi las doce estaba intentando conciliar el sueño, me sentía más despierta que nunca, con los ojos hinchados y el cuerpo exhausto. Me metí en la cama, deseando desaparecer.
Unos minutos después escuché la puerta principal. El ruido de sus pasos, la llave dejada sobre la mesa de la entrada, el murmullo del agua en la ducha. Sebastián había llegado.
Yo me hice la dormida. No quería hablar, no quería verlo, no quería que mi voz delatara lo rota que estaba.
La puerta del baño se abrió, dejando entrar un haz de luz del mismo. Sentí el olor a jabón y a colonia cuando se acostó a mi lado.
Me giré apenas, con una última esperanza ridícula de que al menos buscara mi mano, que me preguntara cómo estaba, que notara algo. Pero no.
Se dio la vuelta dándome la espalda, como si mi existencia fuera un ruido más de la casa.
Entonces, entendí que lo único que él podía ofrecerme, lo único que podía recibir de él, ya a este punto era:
La indiferencia.
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(No creen que merezco un especial saludo de la autora?)