Soy Eros Montalbán. A simple vista, un estudiante brillante de medicina. Pero por dentro, soy otra cosa. Algo que no encaja. Algo que no se puede domar.
Desde niño he sentido esa pulsión: el cosquilleo en los dedos, la sed, la oscuridad. Mi madre me enseñó a mantenerla bajo control, a domar la bestia… pero incluso ella sabe que es cuestión de tiempo. Porque la sangre de Lucas Santori corre por mis venas, y su legado me pertenece.
Mientras el mundo celebra mi genialidad, yo observo desde la sombra. No busco amor, ni redención. Busco respuestas. Y si el precio es desatar lo que llevo dentro… entonces que el mundo arda.
NovelToon tiene autorización de DayMarJ para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
CAPITULO 18
⚠️ Advertencia de contenido:
Este capítulo contiene escenas explícitas de violencia gráfica, tortura y lenguaje fuerte que pueden resultar perturbadoras o sensibles para algunos lectores. Se recomienda discreción. No es apto para menores de edad ni para personas susceptibles a descripciones detalladas de sufrimiento físico.
...****************...
HELENA.
El eco del metal contra la madera suena casi como un ritual. Coloco cada herramienta con cuidado sobre la mesa larga de acero. Los filos brillan bajo la luz pálida del bombillo colgante, y el chirrido de las cuerdas tensas que sujetan al tipo a la viga me recuerda que no estoy sola aquí abajo.
Él gime detrás de la mordaza, forcejea sin sentido. Lo ignoro. No es el momento.
Me detengo solo un segundo cuando escucho la voz de mi padre desde el piso de arriba. Su tono, bajo pero cargado, se cuela por las rendijas de la trampilla abierta.
—Nunca debiste meterla en esto… —dice él. Su voz suena rota, decepcionada.
—¿Meterla? —responde mi tío, con esa risa de desprecio que siempre le sigue a la furia contenida—. No me jodas, hermano. Yo no la obligué. Esa necesidad enferma de “hacer justicia” salió de ella solita, ¿o no?
El silencio dura apenas un par de segundos. Luego, la respuesta de mi padre:
—Esto no es justicia. Esto… esto es enfermizo. Pensé que cuando despertaras en ese hospital ibas a cambiar. Que ibas a ser distinto.
Un estruendo lo interrumpe. Algo —quizá una silla o una lámpara— estalla contra la pared. Me estremezco, aunque ya estoy acostumbrada a los arrebatos de mi tío.
—¡Distinto! ¡Esto es lo que soy, maldita sea! —grita él—. ¡Es lo único de mí que todavía puedo recordar! Y todo eso… gracias a ti.
—De nada por haberte salvado la puta vida —espeta mi padre. La serenidad en su voz tiene filo. Está al borde.
Silencio.
Luego la respuesta de mi tío llega como una maldición dicha con rabia antigua:
—Ojalá me hubieras dejado morir. Al menos así no sería este puto cascarón con una mente hecha mierda. No recuerdo ni quién carajos fui. ¡Tengo que vivir con eso! ¿Y para qué? ¿Para despertar cada día sin saber si lo que siento es mío o implantado por otros?
Mi padre no responde de inmediato. Puedo imaginarlo apretando la mandíbula, aguantándose las ganas de decir algo que lo rompa todo.
—Tienes que decir la verdad —dice al fin—. Volver a donde perteneces. Dejar que tu mente haga el resto.
Y entonces lo escucho perder el control.
La madera, probablemente una mesa es pateada una y otra vez, hasta que el ruido cambia, hasta que se parte, astilla, muere. Mi tío jadea, como una bestia acorralada por sus propios fantasmas.
—La tuve entre mis brazos esta mañana… —su voz se quiebra y, por un segundo, parece más humano de lo que recordaba—. ¡Y no pude recordar nada! ¡Ni su olor, ni su voz, ni una maldita imagen! ¿Sabes lo que hiciste conmigo? Me convertiste en un jodido despojo. Si decidí morir en su momento fue porque, al menos, había algo de gloria en eso. Pero tú… tú me clavaste esta debilidad.
—Eres mi hermano… ¿cómo crees que iba a dejarte morir?
Silencio. Y luego, el golpe de unos pasos firmes acercándose a la trampilla.
—Entonces acepta lo que soy, her-ma-ni-to —escupe mi tío, enfatizando cada sílaba como si le repugnara el título.
Lo veo descender las escaleras con esa arrogancia que nunca pierde, incluso cuando está hecho pedazos y corro para hacer creer que no escuche el caos que se desató arriba. Se recompone con cada escalón, se convierte en la sombra que conocí, esa que no necesita recordar para imponer miedo.
Yo ya tengo las herramientas listas. Él solo me lanza una mirada y suelta una risa baja, como si el caos que lleva dentro fuera gasolina para lo que viene.
El hombre atado a la viga solloza. Y yo solo suspiro.
Aquí vamos otra vez.
—Jeremy White… —escupe mi tío, con una voz densa, asqueada—. Incluso pronunciar tu nombre me repugna.
El hombre atado forcejea y comienza a murmurar cosas contra la mordaza, apenas ruidos ahogados cargados de furia. Mi tío se acerca y, sin ningún cuidado, le arranca la mordaza con un tirón seco. Jeremy escupe al suelo y lanza su primer golpe verbal:
—Van a arrepentirse de esto, los dos. Tú y tu putica.
Ni siquiera me inmuto. Cruzo los brazos y le clavo la mirada.
—¿Amenazas? —respondo con una ceja en alto—. ¿Crees que es la primera vez que escuchamos esas mierdas patéticas?
—Sigue hablando, basura —gruñe mi tío mientras saca un sobre manila y lo deja caer con fuerza sobre la mesa metálica. Las fotos se esparcen, algunas resbalando por el borde.
Comienza a levantarlas una por una, mostrándolas como trofeos rotos.
—Rebeca Zambrano —dice, girando la foto hacia Jeremy—. Madre soltera. Iba caminando con su hijo el día que reventaste esa base militar en Puerto Alto. El niño sobrevivió… pero con secuelas neurológicas. Ella murió al instante, calcinada por la explosión.
Jeremy desvía la mirada. Pero mi tío se acerca más, iracundo, sosteniéndole la cara con una mano fuerte bajo la mandíbula, obligándolo a mirar.
—Eloísa Mendieta —continúa, mostrando una anciana de rostro dulce—. El asilo donde se quedaba ardió en llamas. ¿Te suena? Todo gracias a esa fábrica de mierda donde cocinaban tus estupefacientes. Quince ancianos murieron esa noche. Quince. Quemados vivos.
Otra foto.
—Carlos Mejía, bombero. Murió intentando sacar cuerpos en ese mismo asilo. Su hija todavía cree que él va a volver.
Y otra.
—Daniela Ríos, once años. Le vendieron uno de tus productos en la escuela. No despertó. Te hiciste millonario dejando a una niña con espuma en la boca en el baño de un colegio.
Mi tío golpea con la foto directamente el pecho de Jeremy.
—Y eso solo es una parte —gruñe, sin ocultar el asco—. Podría seguir toda la noche. Tantos muertos, tantas familias rotas. ¿Sabes qué eres tú, Jeremy? Nada. Un montón de mierda con patas. Escoria. Basura que respira el aire que no merece.
Jeremy sonríe de lado, con sangre en los dientes y ojos inyectados de rabia.
—No he terminado —susurra con una seguridad siniestra.
Mi tío retrocede un paso, no por miedo, sino para no mancharse más de lo necesario. Luego me lanza una mirada y dice:
—Vamos a ver cuánto puedes hablar con los dientes rotos.
Yo solo respiro hondo y me acerco a la mesa. Ya es hora.
Mi tío estira la mano sin decir una sola palabra. Ya sabe que estoy lista. Le alcanzo el alicate sin mirarlo siquiera. El metal brilla bajo la luz amarilla de la bodega, esa que siempre parece a punto de parpadear, como si ni siquiera el edificio soportara lo que está por suceder.
—Abre la boca, hijo de puta —gruñe mi tío, tomándole el rostro con ambas manos, presionando sus mejillas con fuerza hasta que Jeremy se ve obligado a ceder. El hombre forcejea, pero está demasiado atado para hacer otra cosa que tragar saliva y esperar el primer golpe.
Y llega.
El sonido es seco, denso. El primer diente sale de cuajo con una explosión de sangre que salpica la barbilla de Jeremy y mancha los dedos de mi tío.
—Eso fue por Rebeca —dice, sin levantar la voz, con una calma que hiela la sangre más que si estuviera gritando.
Jeremy grita. La vena en su cuello se marca con violencia. Intenta decir algo, pero solo sale un borbotón de sangre y un gemido deformado.
Mi tío sonríe.
—Vamos por el segundo —susurra.
Y lo arranca. Esta vez Jeremy se retuerce como un animal herido, pero no puede escapar del dolor.
—Por Eloísa. Y por cada maldito anciano que gritó entre las llamas mientras tú dormías como si nada.
El tercer diente lo arranca con más lentitud. Jeremy patalea. Su cuerpo tiembla. Las lágrimas y la sangre se mezclan en su rostro.
—Carlos. Ese bombero que tuvo más cojones muriendo que tú viviendo.
Miro la escena sin pestañear. No siento pena. No siento horror. Siento justicia. Fría. Lenta. Precisa.
—Y este —dice mi tío, alzando el alicate una vez más— este es por Daniela. ¿Recuerdas a una niña con trenzas que cayó como muñeca rota en un baño escolar? No, claro que no. Porque los gusanos como tú no recuerdan a los muertos, solo los cuentan como cifras.
Otro diente. Otro alarido. Jeremy ya no grita, ahora solo tiembla. Su cabeza cuelga, vencido, sus labios partidos y la sangre chorreando sin control.
Mi tío se acerca y le susurra al oído con una voz más cruel que los alicates:
—Y ni siquiera hemos empezado.