Sabina, una conocida mafiosa, se ve obligada a criar a los hijo de su hermana luego de que está muere en un trágico accidente. Busca hallar respuestas para sabre toda esa situación y saber quien se atrevió a matar a su gemela.
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capítulo 19
La estación de policía olía a café recalentado, desinfectante barato y desesperación. Las luces frías parpadeaban en algunos pasillos, y un zumbido constante llenaba el aire como si el edificio respirara nervioso. Ámbar fue guiada en silencio por un agente hasta una sala de espera sin ventanas. Las paredes eran blancas, los muebles impersonales y el reloj parecía avanzar más lento de lo habitual. Se sentó con elegancia en una de las sillas metálicas, cruzó las piernas y respiró hondo.
Estaba tranquila. Excesivamente tranquila para alguien que acababa de sobrevivir a un atentado. Su mente repasaba cada rostro visto en la fiesta, cada paso dado, cada detalle. Sabía que este momento llegaría tarde o temprano. Solo no esperaba que fuera tan pronto.
Una hora después, la puerta se abrió y entró un hombre alto, de cabello gris cuidadosamente peinado, un traje a la medida y un maletín de cuero italiano. Lo primero que hizo fue besar el anillo negro que llevaba en el anular derecho. Un gesto sutil, pero inequívoco: era parte de la organización.
—Señora —dijo con voz grave y acento extranjero mientras se inclinaba levemente—. Llegué lo más rápido que pude. ¿Qué le han dicho hasta ahora?
—Nada. Me han observado durante una hora. Silencio absoluto. Necesito volver con mis hijos.
—Comprendo. —El abogado se acercó al vidrio de seguridad de la sala y con tono firme, casi desafiante, dijo—: Mi clienta está lista para rendir declaración. Si no es atendida de inmediato, nos retiraremos. Tengo orden judicial para impedir detenciones arbitrarias.
El oficial detrás del vidrio lo miró, tragó saliva y asintió con rapidez.
El abogado de Ámbar no era un simple defensor. Era un tiburón legal. De esos que no pierden. Su rostro era desconocido para los medios, pero su apellido tenía peso. Había sacado a criminales de sentencias imposibles, había derribado cargos con tecnicismos imposibles de prever. Y cuando los detectives asociaron su apellido al de Ámbar Capolá, la tensión se hizo evidente.
Ahora estaban casi seguros. La mujer elegante que tenían frente a ellos no era solo una empresaria. Era la mente maestra que la justicia nunca había logrado atrapar. No había pruebas, ni una infracción mínima en su historial. Pero tenerla ahí, sentada en esa sala, era como tener a un león enjaulado. Una oportunidad dorada.
Cuando el detective que la interceptó en la fiesta finalmente entró, lo hizo con la seriedad de quien pisa terreno peligroso. Se sentó frente a ella, encendió una grabadora y comenzó:
—Para el registro: nombre completo, por favor.
—Ámbar Capolá.
—¿Edad?
—Treinta años.
—¿Qué la trae a Canadá, señora Capolá?
—Negocios. —respondió con tono neutro—. Pero si podemos ir directo a las verdaderas preguntas, se lo agradecería. Mis hijos han pasado por demasiado esta noche. Necesito volver con ellos.
El detective sonrió, pero su expresión no tenía calidez.
—Entiendo. Pero esto es necesario.
El abogado intervino suavemente.
—Conteste, señora. Pero recuerde: cualquier abuso procesal será motivo de demanda.
Ámbar asintió, serena.
—Hace seis años compré la mayoría de acciones de la empresa hotelera Costa Azul. Por asuntos personales viajé al extranjero durante un tiempo y regresé hace unos meses. Al volver, descubrí que algunos ejecutivos estaban desfalcando mi empresa. Desde entonces, he recibido amenazas.
—¿Qué tipo de amenazas?
—Expulsé a los implicados. Personas con poder. Se han dedicado a intimidarme desde entonces. Cartas anónimas, rumores dentro de la empresa... cosas menores, en apariencia, pero mis abogados ya pusieron todo en manos de la justicia.
El detective revisó una carpeta.
—Sí... aquí dice. Se abrió un expediente hace unos meses, pero sigue sin resolverse.
El abogado asintió.
—Eso es porque el señor Morales, el principal acusado, huyó del país con su familia tras sustraer millones de la empresa. Mi clienta lo denunció, y desde entonces está prófugo. El expediente sigue abierto, no por falta de pruebas, sino porque aún no lo han localizado.
—No me sorprende —musitó el detective—. Robó una cifra considerable.
Luego la miró con atención renovada.
—¿Cree usted que lo ocurrido esta noche fue un atentado directo contra su persona?
—No tengo dudas —respondió ella con firmeza—. Morales no trabajaba solo. Los fondos desviados iban a cuentas en las Islas Canarias y de ahí se pierde el rastro. Esta noche celebrábamos la inauguración de un nuevo proyecto y el relanzamiento de mi marca. Lo que ocurrió fue un intento de sabotaje. Pero no lo lograrán.
—¿Tiene algún otro enemigo que debamos investigar?
—Ninguno. Mi historial es limpio. Mi reputación en el mundo empresarial es sólida. Si investigan, verán que mis empresas están en crecimiento y mi red de socios es completamente legal y transparente.
El detective parecía a punto de cerrar la carpeta, pero hizo una última pausa.
—Algunos testigos afirman que usted estaba armada en el momento del incidente.
Ámbar no se inmutó.
—Así es. Soy una mujer soltera, madre de dos niños. Manejo grandes sumas de dinero, viajo constantemente y soy un blanco fácil para muchos. Tengo permiso de portación legal y los papeles están en regla.
—¿Asiste siempre armada a eventos públicos?
—No sé qué hacen otras empresarias, pero yo no salgo de casa sin mi arma. Me hace sentir segura. Y esta noche me salvó la vida.
El detective la observó en silencio. Era imposible intimidarla. No había titubeos, no había grietas. Estaba entrenada para esto. Era, en definitiva, una Capolá.
Finalmente, apagó la grabadora y cerró la carpeta con un suspiro.
—Podríamos requerirla para futuras declaraciones. Colaboración adicional. Cualquier avance en la investigación...
—Estoy dispuesta a colaborar —interrumpió Ámbar—. Siempre y cuando arresten a quienes pusieron en peligro a mis hijos.
El abogado se levantó, dando por finalizada la reunión.
—Nos retiramos.
Ámbar se levantó también, con la misma elegancia con la que había llegado. Mientras caminaba hacia la salida, su postura era impecable, su mirada altiva, su paso firme.
Afuera la esperaban dos camionetas negras y un equipo de seguridad. Diego se le acercó en cuanto la vio, acompañado de Patrick. Los niños estaban a salvo. La casa estaba vigilada. El peligro inmediato había pasado, pero la guerra apenas comenzaba.
—¿Todo bien? —preguntó Diego.
—Sí. —respondió ella con calma—. Vámonos. No pienso perder ni un minuto más en juegos legales. Ahora vamos por ellos.
Porque si Diana o su padre pensaron que con eso la derribarían, estaban a punto de descubrir que la reina no cae. Contraataca.
Daniel le hace falta agallas
por fin van a poder ser felices