Un Amor De Alquiler

En la habitación, cuando Mariza salió, William entreabrió los ojos, adormecido, y estiró una mano hacia el otro lado de la cama, solo para encontrar sábanas frías y arrugadas.

Frunció el ceño. Tardó unos segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo, una sonrisa perezosa curvó sus labios.

No estaba soñando. Lo que había pasado anoche fue real.

Se incorporó despacio, sintiendo el cuerpo adolorido por una mezcla de alcohol, malas posturas y una noche… intensa. Muy intensa.

La almohada aún olía a ella.

Se levantó y caminó hacia el baño, cerrando la puerta detrás de él. Encendió la ducha y dejó que el agua caliente cayera sobre su cuerpo, tratando de despejar la resaca. Pero en vez de eso, los recuerdos comenzaron a arremolinarse en su mente con claridad brutal.

Ella. Mariza.

Su risa contra su cuello, las carcajadas ahogadas entre besos torpes. Cómo lo miró cuando le desabotonó la camisa. El temblor en sus manos. El modo en que lo empujó contra la pared y le arrancó un gemido cuando clavó las uñas en su espalda.

Recordaba todo. Cada maldita cosa.

Cómo lo montó con urgencia, como si el mundo pudiera acabarse en cualquier momento y no les importara. Cómo lo besó, desesperada, cómo mordió su cuello, su clavícula, entre jadeos entrecortados por el placer. Y luego, los susurros… las risas… las caricias suaves cuando ya no quedaron fuerzas.

Apoyó ambas manos contra la pared mojada y cerró los ojos, maldiciendo en silencio.

No había sido solo sexo. No con ella.

Porque había algo en Mariza… algo que atravesaba sus defensas, que lo hacía sentir vivo, presente, vulnerable. Algo que no sabía cómo manejar, y que al mismo tiempo, no quería dejar ir.

Se aclaró la garganta y se obligó a terminar la ducha. Cuando salió del baño, lo primero que notó fue el silencio. Ella ya se había ido.

No había una nota. No un mensaje.

Solo la ausencia, y un vacío extraño que no supo cómo llenar.

Se vistió con calma, el ceño fruncido, preguntándose en qué momento esa mujer, que en teoría era solo parte de un acuerdo, había comenzado a ocupar más espacio del que debía en su mente.

Y peor aún… en su cama.

Y en su maldito pecho.

**

William bajó las escaleras con el ceño fruncido, las manos en los bolsillos y el humor atorado en algún rincón entre la frustración y la resaca. Cruzó el comedor y tomó asiento sin saludar más allá de un gruñido suave.

—Buenos días, hijo —dijo su madre con elegancia mientras sorbía su café—. ¿Dormiste bien?

—Supongo —murmuró, mientras se servía jugo y evitaba a toda costa la mirada inquisitiva de su hermana menor.

Maia, sentada justo frente a él, lo observaba con descaro. Había un brillo divertido en sus ojos, como si no pudiera esperar a soltar lo que tenía atragantado en la lengua. Jugaba con la cuchara de su yogur como si fuera un arma cargada de ironía.

—¿Y Mariza? —preguntó su madre—. ¿No baja a desayunar contigo?

—Se fue temprano —respondió William, cortante.

—Qué lástima. Me hubiera gustado invitarla a acompañarme esta tarde al jardín de té.

Maia se inclinó sobre la mesa con una sonrisa maliciosa y, asegurándose de que su madre no prestara atención, susurró:

—Súbete el cuello, hermano… o mamá va a pensar que te atacó Drácula anoche.

William la fulminó con la mirada.

—Cierra la boca —espetó, pero disimuladamente alzó el cuello de su camisa y lo acomodó mejor, tratando de ocultar las marcas rojizas que aún ardían en su piel.

Maia se encogió de hombros con falsa inocencia.

—Solo intento ayudarte a no morir de vergüenza.

Su madre los miró con leve sospecha, pero decidió no intervenir.

William apenas probó su desayuno. Su apetito estaba enterrado bajo una maraña de pensamientos. En cuanto pudo, se excusó y se dirigió a su oficina.

Se sentó tras su escritorio, abrió algunos documentos… y no leyó ni una sola palabra.

Todo lo que su mente reproducía eran los recuerdos de la noche anterior.

La forma en que Mariza se reía entre tragos, cómo sus labios sabían a vodka y pecado, cómo temblaba cuando la tomaba de la cintura y la atraía hacia él. Sus jadeos, sus uñas marcando su espalda, su nombre susurrado como un secreto sagrado justo antes del clímax…

Gruñó y se frotó el rostro con ambas manos.

¿Cómo demonios voy a dormir en la misma cama con ella esta noche y pretender que no pasó nada?

Su autocontrol, hasta ahora impecable, pendía de un hilo. Porque ella no era solo deseo. Era ironía, carácter, belleza desarmante… y la maldita sensación de que nada en su vida sería igual después de esa noche.

Y lo peor… es que ya no quería que lo fuera.