Fui la mujer perfecta
En la oscuridad descubrí el placer, descubrí que mis piernas no eran para cerrar, que mi lengua podía acariciar y herir con el mismo arte.
Aprendí a gemir con rabia y a dominar con las caderas.
Ahora regreso. Con vestidos de seda y piel perfumada, con un cuerpo que aprendí a usar como un arma.
Él cree que vuelvo para cumplir aquella promesa. Cree que aún soy suya.
La mujer perfecta ha muerto. Lo que queda… es una diosa del placer y la venganza.
No viene a buscar amor. Viene a cobrar.
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Rota
Angeline abrió los ojos lentamente. El techo era blanco, alto. Todo estaba en silencio. Por un momento, no supo dónde estaba. Miró a su alrededor: una habitación amplia, sin muebles, sin cuadros, sin puertas internas. Solo una cama en el centro, cubierta por sábanas blancas, impecables.
Era una casa grande. Las paredes limpias, los ventanales cerrados, todo pulcro… pero sin alma. No había señales de vida. Nadie la vigilaba. Nadie respiraba cerca.
Angeline se sentó con dificultad. El cuerpo le dolía entero, como si cada músculo hubiera sido torcido. La parte baja de su abdomen palpitaba con un ardor que no entendía, pero que su instinto rechazaba con un grito interno. Apretó los dientes para no llorar.
A un lado de la cama, vio su ropa. Tirada, arrugada, desgarrada.
La tomó con manos temblorosas y se vistió como pudo. El vestido rojo ahora era solo un trapo manchado. Las zapatillas habían desaparecido. No había espejo. No había agua. Solo el eco de su respiración acelerada.
Salió de la habitación con pasos lentos. El piso de mármol brillaba. Las ventanas estaban cerradas con cortinas gruesas. Las puertas, todas abiertas, pero ninguna conducía a nadie. Ninguna voz. Ningún sonido.
La entrada principal no tenía cerrojo. Angeline la empujó y se encontró con el exterior: un camino de tierra rodeado de árboles altos, espesos. Un paisaje deshabitado. El aire olía a montaña, a soledad.
No reconocía nada.
Ni siquiera el propio reflejo de su sombra temblorosa en el suelo.
Se bajó como pudo por las gradas de piedra. El sol era fuerte, le dolía la vista. El cuerpo le pesaba. Cada paso le ardía en la piel. Sentía el sabor amargo del miedo seco en la boca.
Caminó. No sabía hacia dónde, solo quería alejarse.
Daba pasos cortos, arrastrando los pies, el vestido rasgado pegado al cuerpo como una burla de lo que una vez fue una noche de ilusión.
El monte era denso. No había carreteras. No se oían autos, ni aves, ni siquiera perros.
Angeline siguió caminando, con el cabello revuelto, las piernas temblorosas y el corazón desgarrado.
Pero seguía.
Aunque no recordara todo lo que había pasado, aunque el cuerpo le gritara que algo dentro de ella se había roto para siempre…
Seguía.
Porque algo más fuerte que el miedo le empujaba los pies: el deseo de volver, de encontrarlos, de entender. Y de sobrevivir.
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A lo lejos, una camioneta azul venía bajando por la carretera. En su interior, una pareja de esposos mayores iba camino a la ciudad para vender productos de su granja. Hablaban de los precios del maíz cuando la esposa, Marta, miró hacia el camino.
—¡¡Carlos, detente!! —gritó, señalando algo.
Carlos frenó de golpe. Marta ya se había bajado. Corrió hacia el cuerpo tendido en medio del asfalto.
—¡Dios mío, es una niña! ¡Carlos, ven rápido!
Carlos se acercó, alarmado. Angeline estaba inconsciente, el rostro manchado de polvo, el vestido rasgado, las piernas sucias de sangre seca. Temblaba. Su respiración era débil.
—Marta... esto no está bien.
—¡Ayúdame a subirla! ¡Rápido! No tenemos tiempo —dijo ella, limpiando con cuidado el rostro de Angeline con su pañuelo.
Carlos abrió la puerta trasera. Con cuidado, alzaron el cuerpo de Angeline y lo colocaron sobre una manta. Marta le sostenía la cabeza entre sus manos mientras le hablaba.
—Tranquila, mi amor. Ya estás a salvo. Te vamos a llevar al hospital. Vas a estar bien, te lo prometo.
Carlos, mientras tanto, tomaba el celular.
—Voy a llamar a la policía. Esto no es normal… Esto es algo grave.
Marta asentía, sin apartar la vista de Angeline.
—Es una niña… Tiene la cara tan dulce… ¿Quién podría hacerle algo así?
Carlos terminó la llamada con la policía y arrancó de nuevo, acelerando por la carretera polvorienta. Marta iba atrás con Angeline, acariciándole el cabello con ternura, conteniendo las lágrimas.
—Aguanta, por favor. No te vayas, mi amor. Ya casi llegamos.
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Media hora después, llegaron al hospital del pueblo más cercano. Los médicos salieron corriendo al ver el estado de la joven. Marta explicó rápido lo que sabían, que era casi nada. La metieron de inmediato a urgencias.
Y mientras las puertas se cerraban, Marta y Carlos se quedaron en la sala de espera, tomados de la mano, en silencio.
La policía llegó minutos después.
Las primeras preguntas comenzaron.
Y, en algún cuarto de hospital, Angeline volvía a respirar.
Lenta. Dolorosa.
Pero viva.
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La habitación olía a desinfectante y luz blanca. Angeline abría los ojos, pero el cuerpo no le respondía. Sentía agujas en los brazos, un suero colgando al lado de su cama. Intentó moverse, pero el dolor era insoportable. La garganta reseca. Los ojos, hinchados. El recuerdo, confuso.
—Estás a salvo, mi amor —dijo una voz dulce a su lado.
Era Marta. Le sostenía la mano con firmeza y dulzura, como si quisiera traspasarle un poco de esperanza. Angeline la miró con miedo. Su cuerpo se tensó.
En ese momento, entró una enfermera.
—Tranquila, preciosa. Estás en un hospital. Ya todo pasó.
Angeline no habló. Solo giró lentamente la cabeza hacia la ventana. Sus ojos estaban vacíos.
Un médico llegó poco después, acompañado de una agente de policía. La agente era una mujer de mediana edad, rostro serio y voz suave. Antes de acercarse, el doctor se inclinó hacia Marta y susurró:
—Encontramos restos de una sustancia en su sistema. Una droga sintética muy fuerte, probablemente usada para sedarla. También… hay signos claros de agresión sexual.
Marta sintió que se le apretaba el pecho. Apretó más la mano de Angeline.
—¿Han llamado a alguien? —preguntó ella, con la voz rota.
—La policía ya está verificando los reportes. Hay una denuncia de desaparición con una foto que coincide con su rostro.
El doctor asintió a la oficial, que se acercó con calma.
—Hola, cariño. Soy la agente Sara. Solo quiero hacerte unas preguntas, cuando estés lista. No te vamos a presionar.
Angeline cerró los ojos.
—No… no quiero hombres… —susurró, apenas audible.
La agente Sara miró a los demás y asintió. Hizo un gesto para que el doctor se retirara, y pidió que solo Marta se quedara.
Sara se sentó a un lado de la cama.
—Está bien. No hay ningún hombre aquí. Solo yo y esta buena señora que te encontró.
Angeline abrió los ojos con dificultad. Una lágrima rodó por su mejilla.
—No me acuerdo… —dijo.
—No pasa nada. No tienes que decir nada hoy. Estamos aquí para ayudarte, ¿sí?
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Mientras tanto, en la estación de policía, sonó un teléfono. Un oficial tomó la llamada, anotó la información y confirmó la denuncia: la chica encontrada era Angeline Sanz, desaparecida hace tres días tras haber sido vista por última vez en un club nocturno.
Inmediatamente, llamaron a los contactos de emergencia. En menos de una hora, Víctor y el padre de Angeline llegaron al hospital.
Ambos bajaron del auto sin aliento. El oficial a cargo los esperaba.
—¿Es cierto? ¿Es mi hija? ¿Está viva? —preguntó el padre, con la voz cortada.
—Sí, señor. Su hija fue encontrada esta mañana. Está viva, pero... está muy afectada.
—¿Qué le pasó? —preguntó Víctor, desesperado.
El oficial bajó la mirada.
—Fue drogada. Y abusada. Está en observación. Tuvimos que administrarle un sedante. Estaba en shock.
Víctor cayó de rodillas, como si le arrancaran el alma.
—¡No... Dios mío, no! ¡Yo tenía que cuidarla! ¡Era mi prometida! ¡¡Era mi responsabilidad!!
—¡Hijo! —gritó el padre de Angeline, arrodillándose también—. ¡No es tu culpa! ¡Pero esto no puede estar pasando!
Los dos hombres lloraban, abrazados, destruidos.
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Mientras tanto, Carlos y Marta estaban en una sala con un agente tomando sus declaraciones.
—La encontramos en la carretera, tirada. Estaba descalza, sucia… y su ropa… estaba rota. No hablaba. Estaba tan mal… parecía un animalito golpeado —decía Marta, mientras Carlos asentía con el rostro serio.
—¿Vieron a alguien más cerca del lugar?
—No. La carretera estaba vacía. La zona es muy solitaria.
El agente anotaba todo con atención.
—Gracias por ayudarla. Si ustedes no hubieran pasado por ahí...
—No podíamos dejarla —dijo Marta—. Es solo una niña.
Angeline abrió los ojos lentamente. El techo del hospital era blanco, pero no tan cegador como la primera vez. Todo le parecía más lento, más lejano. El silencio era espeso, y el tiempo, un hilo que se deshacía.
A su lado, sentada en una silla de plástico, estaba Marta. Tenía los ojos rojos de tanto llorar, pero sostenía una sonrisa serena, como si temiera romper lo poco que quedaba en pie.
—Hola, mi niña… —susurró, sin moverse.
Angeline la miró, y esta vez no apartó la vista.
—¿Dónde… estoy?
—En un hospital. Te trajimos aquí. Estabas muy mal.
Hubo un largo silencio.
Angeline intentó incorporarse, pero el cuerpo no le respondió del todo. Marta se levantó de inmediato para ayudarla, pero lo hizo despacio, como si el contacto pudiera romperla.
—¿Te duele?
Angeline asintió. Le dolía todo, pero no solo el cuerpo… le dolía el alma, la memoria borrosa, el asco que no sabía de dónde venía pero que se le pegaba a la piel.
—Yo… no sé qué pasó —dijo de pronto, con voz apagada.
—No tienes que saberlo todo ahora, amor —respondió Marta, tomándole la mano con suavidad—. Lo importante es que estás viva.
Los ojos de Angeline se llenaron de lágrimas. Las dejó caer, sin intentar detenerlas.
—¿Por qué me siento así?
—Porque te hicieron daño. Pero no es tu culpa. Nunca lo fue.
Hubo un momento en que ambas guardaron silencio. Solo se escuchaba el monitor cardíaco, constante, firme, como si le recordara a Angeline que su corazón aún latía. A pesar de todo.
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Más tarde, la puerta se abrió con un leve crujido. Era la agente Sara.
—¿Podemos pasar? —preguntó en voz baja, mirando a Marta.
Marta se volvió hacia Angeline.
—¿Quieres ver a tu papá? Está aquí. También… Víctor.
Angeline se quedó inmóvil. Cerró los ojos por un instante. Después, apenas moviendo los labios, dijo:
—Sí.
Sara asintió y se retiró.
Unos segundos después, entró su padre. Llevaba el rostro devastado, con lágrimas que no había querido secar. Apenas la vio, cayó de rodillas al lado de la cama.
—¡Hija! ¡Mi hijita…! —balbuceó, tomándole la mano entre las suyas—. ¡Perdóname! ¡Perdóname por no haberte cuidado, por no haber estado cuando me necesitabas!
Angeline lo miró con los ojos vidriosos. No dijo nada. Solo extendió los dedos lentamente hasta acariciarle la mejilla.
—Papá…
—Aquí estoy, hija. Aquí estoy, y no me vuelvo a ir.
Víctor estaba detrás. No podía acercarse. Lo miraba todo desde la puerta, con el alma hecha trizas.
Marta lo vio, y sin decir nada, le hizo una seña con la cabeza.
Víctor entró con pasos tímidos, como si no se sintiera digno de pisar el mismo suelo.
—Angeline… —dijo con voz temblorosa.
Ella lo miró. Durante unos segundos no se dijeron nada.
Hasta que él rompió:
—¡Yo te dejé sola! ¡Yo no debí irme! ¡Te fallé! ¡Te fallé como prometido, como amigo, como todo!
Se tapó el rostro con ambas manos y sollozó en un rincón.
Angeline lo miró, rota.
—No fue tu culpa… —susurró.
Y en esas palabras había más verdad que en todo lo que cualquiera pudiera decir.
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Afuera, el mundo seguía girando. Marta salió unos minutos, secándose las lágrimas. Se encontró con la agente Sara en el pasillo.
—Va a necesitar mucho apoyo —dijo la oficial.
—No se preocupe —respondió Marta, con una nueva fuerza en la voz—. Esa niña no va a estar sola nunca más.
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El silencio en la habitación era tenso, como si cada respiración doliera. Víctor dio un paso más hacia Angeline. Tenía los ojos enrojecidos, la voz quebrada, las manos sudorosas.
—Angeline… por favor, déjame estar contigo —suplicó.
Ella lo miró, y algo cambió en su expresión. Su cuerpo se tensó. Su rostro, que hasta entonces había mostrado apenas fragilidad, se transformó en un gesto de puro terror.
—¡No! ¡No te acerques! —gritó, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Aléjate de mí! ¡No quiero que ningún hombre me toque!
El monitor cardíaco comenzó a acelerar. Angeline jadeaba, presa del pánico. Las enfermeras entraron corriendo, junto a un médico.
—¡Por favor, salgan todos! —ordenó una de ellas.
—¡Yo no quería hacerle daño! ¡Perdón! —gritaba Víctor mientras lo empujaban hacia la salida.
El padre de Angeline se quedó paralizado, incapaz de moverse, con el alma hecha cenizas.
—¡Papá! ¡Papá, por favor! —ella sollozaba—. ¡No me dejen sola!
—Aquí estoy, hija. Aquí estoy —dijo él, tratando de resistirse al personal médico—. No me voy…
Pero lo empujaron suavemente hacia atrás, obligándolo a salir junto con Víctor. La puerta se cerró, dejando tras ella los gritos ahogados de una niña rota por dentro.
Afuera, el pasillo era otro mundo. Víctor se dejó caer en una banca. Se cubrió el rostro. No podía respirar.
—Es mi culpa… todo esto es mi maldita culpa —dijo con la voz hundida en su propio dolor.
El padre de Angeline caminó hasta el extremo del pasillo. Sacó su teléfono con manos temblorosas. Su voz era hueca, casi sin alma.
—¿Tania?… Es urgente. Tienes que venir al hospital. Es Angeline.
Hubo un silencio. Luego, un llanto al otro lado de la línea.
—Por favor, ven ya.
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Minutos después, la puerta del hospital se abrió bruscamente. Una mujer entró corriendo. Su cabello desordenado, la blusa fuera de lugar, los ojos ya bañados en lágrimas. Era Tania, la madre de Angeline.
—¿Dónde está mi hija? ¿Dónde está mi niña? —gritaba, desbordada.
El padre de Angeline se acercó. No le importó nada en ese momento. Solo la tomó de los hombros.
—Tania… tenés que ser fuerte.
—¿Qué pasó? ¿Qué le pasó a mi hija?
—La encontraron… sola, en una carretera. La habían drogado… y… —trató de tragar saliva— …abusaron de ella.
Tania se derrumbó. Cayó de rodillas frente a la sala de espera. Gritó como si algo en su alma se rompiera en dos.
—¡Nooo! ¡No mi hija! ¡No mi bebé! ¡Dios mío!
Sus alaridos hicieron eco en todo el hospital. Nadie pudo contenerla.
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Detrás de ella, había entrado Diana, la hermana mayor de Angeline. Había escuchado todo desde el umbral. Se quedó inmóvil, como si el cuerpo no supiera cómo reaccionar.
Su rostro palideció. Caminó hacia atrás lentamente, hasta volver a la entrada. Salió sin que nadie la detuviera.
Afuera, el sol caía con violencia, pero ella apenas lo sintió.
Caminó como un fantasma hasta donde estaba el contenedor de basura del hospital. Se inclinó y vomitó sin control, las lágrimas cayendo mientras su cuerpo se sacudía.
Apoyada en la pared, sacó su celular. Las manos le temblaban tanto que casi se le cae.
Marcó.
—¿Aló?... ¿Tenés el número de Manu? La amiga de Angeline… —su voz era apenas un susurro ahogado—. Necesito hablar con ella… por favor.
Y colgó.
Se quedó sola, abrazándose a sí misma. Temblaba. No podía dejar de llorar. Cerró los ojos, respiró hondo… y con voz apenas audible, como un secreto que dolía desde otro tiempo, dijo:
—Se volvió a repetir la historia.
Victor a tenido paciencia con Angeline está enamorado realmente o siente culpa por lo que le pasó.
Son muchas interrogantes y ya uno siente ansiedad por saber.
Porque ese suspenso que nos tienen como fue y porque se transformó en Débora y no siguió siendo Angeline.
Que tendrá que ver Victor y su hermana
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