Lila, una médica moderna, pierde la vida en un ataque violento y reencarna en el cuerpo de Magdalena, la institutriz de una obra que solía leer. Consciente de que su destino es ser ejecutada por un crimen del que es inocente, decide tomar las riendas de su futuro y proteger a Penélope, la hija del viudo conde Frederick Arlington.
Evangelina, la antagonista original del relato, aparece antes de lo esperado y da un giro inesperado a la historia. Consigue persuadir al conde para que la lleve a vivir al castillo tras simular un asalto. Sus padres, llenos de ambición, buscan forzar un matrimonio mediante amenazas de escándalo y deshonor.
Magdalena, gracias a su astucia, competencia médica y capacidad de empatía, logra ganar la confianza tanto del conde como de Penélope. Mientras Evangelina urde sus planes para escalar al poder, Magdalena elabora una estrategia para desenmascararla y garantizar su propia supervivencia.
El conde se encuentra en un dilema entre las responsabilidades y sus s
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Capítulo 13: El ultimátum.
Narrador.
El ministro Napoleón Oxford, un hombre de gran estatura, con un rostro marcado por profundas arrugas y manos que habían firmado más acuerdos ilegales que leyes legítimas, apretó con rabia la carta de su hija mientras el humo de su tabaco importado se elevaba como un anuncio de problemas. El papel temblaba entre sus dedos, llenos de manchas de tinta y avaricia.
—¡Qué demonios! —gritó, arrugando la carta hasta casi desgarrarla.
Desde la puerta, su esposa Lucrecia, vestida con seda de colores apagados y envoltida en un perfume que resultaba demasiado intenso, cruzó los brazos con frustración.
—¿Qué ha hecho ahora Evangelina?
—¡Esa inútil está perdiendo el control! —masculló Napoleón—. Dice que hay dificultades… y que necesitamos intervenir. Si seguimos de brazos cruzados, esa campesina vestida de institutriz nos arruinará todo.
Lucrecia suspiró, resignada a las oscuras intenciones de su marido.
—Supongo que ha llegado el momento. Iré a encargar el carruaje. Pero si vamos a ese hospital de segunda categoría, llevaremos guantes. No aguanto el hedor de los medicamentos viejos ni de los moribundos.
Horas más tarde, el carruaje de los Oxford se detuvo frente al hospital del conde Freddy Arlington. Napoleón fue el primero en bajar, su bastón dorado resonando con fuerza en cada paso, como si quisiera hacer pública su llegada. Lucrecia descendió con el rostro cubierto por un pañuelo bordado, como si el aire del lugar le resultara ofensivo.
En el vestíbulo, una enfermera —con una expresión amable y manos agrietadas— se levantó rápidamente al verlos.
—¿Puedo ayudarles, señores?
—Quiero ver al conde Arlington. De inmediato. —La voz de Napoleón sonó más como una orden que como una petición.
—El doctor está haciendo su ronda, pero pueden esperar en su despacho, en el segundo piso.
Sin expresar gratitud, la pareja subió con actitud altanera, dejando a su paso un rastro de perfume y desdén.
Freddy Arlington fue informado poco después. Al escuchar los nombres de sus visitantes, su rostro se volvió imperturbable. Abandonó la camilla que estaba examinando y se dirigió a su oficina con calma, pero con los labios apretados y una mirada cargada de desconfianza.
Al abrir la puerta, vio a la pareja sentada sin haber sido invitada. Ella jugueteaba con un pañuelo perfumado. Él tenía su bastón en el escritorio del conde, como si ya le perteneciera.
—Buenas tardes. Soy el conde Arlington. ¿En qué puedo ayudarles?
Napoleón se levantó de manera ostentosa.
—Señor conde, soy el ministro Napoleón Oxford… y padre de Evangelina Oxford, la joven que actualmente está en su castillo, sin el consentimiento de su familia ni un lazo legal que lo avale.
La expresión del conde se volvió dura.
—La señorita Oxford se encuentra en mi hogar por su propia decisión. Le ofrecí refugio temporal. Nada más.
—¡No intentes eludir lo que digo! —exclamó Napoleón, golpeando el escritorio con su bastón—. ¡Has manchado el nombre de mi hija! La has deshonrado al permitir que permanezca en tu hogar sin supervisión y sin una promesa de matrimonio. ¡Eso no se puede permitir!
Lucrecia entonces tomó la palabra, tratando de sonar conciliadora, aunque su tono era lleno de veneno.
—Mi esposo está en lo correcto, señor conde. Lo que está ocurriendo es… escandaloso. La reputación de nuestra familia está en riesgo. Además, la suya, como noble, también. Solo hay una forma de resolver esto: debemos casarnos de inmediato.
—No tengo intención de unirme en matrimonio —respondió el conde, firme como un muro—. No ha habido falta alguna. La señorita Oxford ha recibido el respeto y la distancia que su situación requiere.
—Entonces —dijo Napoleón, levantándose de repente—, lo reto a un duelo. Esta noche, en su castillo. O acepta convertirse en el marido de mi hija… o responderás con tu espada por la ofensa.
Un silencio pesado se instaló. El conde lo miró fijamente. No mostraba miedo, pero sí cierta incomodidad. No era por el duelo, sino por la complicada situación moral en la que se veía inmerso.
—Estaré aquí esta noche —anunció Napoleón con gravedad—. Espero que hayas reconsiderado. No te equivoques, conde: si no accedes, todo el reino hablará de esto. Y no será de manera favorable para ti.
Afirmó el brazo de su esposa y salieron del hospital como una pareja derrotada.
Esa tarde, el castillo Arlington se veía especialmente sombrío. Las nubes empezaban a reunirse en el cielo, como presagio de tormenta. Freddy volvió en su carruaje sin decir una palabra. Ni siquiera el mayordomo se atrevió a preguntarle qué sucedía. Se dirigió rápidamente hacia los jardines.
Allí la halló.
Evangelina. Sentada junto al lago, vestida de un tono marfil, con su cabello ondulado cayendo en una cascada dorada. Sostenía una taza con ambas manos, la mirada perdida en los destellos del agua.
—Conde, qué sorpresa. No esperaba verlo tan pronto.
Él no reciprocó el saludo.
—Acompáñame a mi despacho. Necesitamos conversar.
Ella se levantó con suavidad. Caminaba con elegancia, y su expresión era una perfecta farsa de inocencia. Una vez dentro, el conde cerró la puerta con resolución.
—Esta mañana, tus padres estuvieron en el hospital. Exigieron… que me casara contigo.
Evangelina finge sorpresa de manera excelente. Retrocedió un paso.
—¿Q-qué? No… no sabía que me habían encontrado. ¡Qué vergüenza! No quise causarle problemas, lo prometo.
—No estoy interesado en el matrimonio —declaró él, con claridad—. Pero no permitiré que te hagan daño. Esta noche vendrán al castillo. No sé qué dirán, pero quiero que estés lista.
Ella bajó la mirada, cubriéndose el rostro con ambas manos. Lloró al instante.
—¡Voy a morir! ¡Mi padre me va a golpear! ¡No puedo volver a esa casa!
El conde se sintió inseguro. Algo en su interior, quizás el recuerdo de su esposa, o simplemente la imagen de una mujer vulnerable, lo llevó a dar un paso atrás.
—No permitiré que te hagan daño —comentó finalmente.
Llamó a un sirviente.
—Prepara el salón grande. Esta noche tendré invitados.
Cuando Evangelina se marchó, él se mantuvo erguido en la soledad del pasillo. Su rostro ya no mostraba lágrimas, sino una sonrisa afilada como un cuchillo.
—Todo va como lo planeé —murmuró—. Muy pronto, este castillo será mío.