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Status: En proceso
Genre:Terror / Aventura / Viaje a un juego / Supersistema / Mitos y leyendas / Juegos y desafíos
Popularitas:455
Nilai: 5
nombre de autor: Ezequiel Gil

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Un juego perdido. Una leyenda urbana.
Pero cuando Franco - o Leo, para los amigos - logra iniciarlo, las reglas cambian.
Cada nivel exige más: micrófono, cámara, control.
Y cuanto más real se vuelve el juego...
más difícil es salir.

NovelToon tiene autorización de Ezequiel Gil para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

Capítulo 13: Coincidencias.

Busqué “Banstee” en los archivos del juego. Nada.

Probé con “Esteban”. Después con “EAF”. Incluso con el símbolo §.

Cero resultados.

Abrí el registro de niveles. El nivel 8 ni siquiera figuraba. Como si no existiera.

Tampoco los cuervos. No había ningún archivo llamado Cuervo, Pájaro, ni nada por el estilo.

Ningún sprite, ningún texto, ningún script.

Como si esa parte del juego se hubiera ejecutado desde un espacio invisible y se hubiera perdido en la nada misma.

Cerré la carpeta y me apoyé en el respaldo de la silla.

Sabía lo que había visto. Sabía que no era una alucinación.

Pero el juego parecía negar su propia existencia.

Suspiré, me levanté de la silla y empecé a revisar cuadernos viejos.

Algunos los tenía desde la secundaria. Otros eran de la época en que cruzábamos ideas con Esteban, soñando crear juegos innovadores.

Pasé hojas con dibujos torpes, listas de nombres, frases sueltas.

Hasta que encontré uno.

Tenía una página con un bosque ennegrecido y tres figuras pequeñas paradas en el centro. No tenían rostros. Solo sombras.

En la esquina superior, con letra apurada, decía:

“el mapa del castigo (o el purgatorio de los heridos)”.

Pasé la página con velocidad, aguantando la vergüenza de recordar los delirios que teníamos de más jóvenes. Quería hacer todo "profundo", "serio", "maduro".

Otro cuaderno tenía un diseño de estructuras grises y ventanas rotas, muy parecidas a las que vi en el juego.

En otro, un símbolo. No era igual al §, pero lo recordaba. Esteban lo había usado antes, como una especie de marca personal para historias más “oscuras”, según él.

Me senté en la cama, con los cuadernos abiertos frente a mí, y abrí la nube.

Busqué en Google Drive, después en Dropbox.

No sabía bien qué buscaba, así que puse palabras sueltas:

“Cuervo”, “§”, “proyecto nuevo”, “sprites 2021”.

Una carpeta.

No tenía nombre. Solo una fecha.

Dentro, varios archivos PNG y unos pocos TXT.

Abrí uno de los PNG.

Un sprite.

Era la silueta exacta del cadáver en el centro del mapa. La misma posición. La misma remera.

Cerré la imagen.

Me quedé mirando el reflejo de la pantalla.

—Debe ser una coincidencia —dije en voz baja, aunque no sonaba como una afirmación.

Era lógico. En algún momento, Esteban compartió esos archivos conmigo. Tal vez alguien los encontró.

Quizás este juego era solo un testeo. Una especie de proyecto en borrador que usaba partes de lo suyo.

Tenía sentido.

Pero no podía ignorar el símbolo.

Ni mi nombre entre los cuervos.

03:30 am.

Busqué el contacto de Alana.

Estaba en línea.

—Disculpá la hora, pero es importante.

¿Los cuadernos de Esteban los siguen teniendo o ya los tiraron?

Silencio.

Vi el doble tilde azul.

Pero no respondió.

Me acosté en la cama con el celular en la mano.

La habitación estaba fría. El cuerpo me dolía como si no hubiera dormido en días.

Cerré los ojos, pero no pude apagar la cabeza.

Como parásitos o cucarachas, las imágenes del juego invadieron mi mente. Quería dejar de pensar en eso, pero, irónicamente, solo entraba en un bucle.

05:03 am.

Vibró el celular.

Una foto que se podía ver una sola vez.

Toqué.

Alana, en un boliche. El escote insinuante. El fondo borroso de luces violetas y ella haciendo un pico.

—si me comprás un trago te los doy

Me incorporé, con los dedos helados.

—bueno, sí, lo que quieras, pero es importante.

Tardó un minuto en responder.

“En 20 llego a casa. Si querés, venite ya. Si no, esperá hasta la tarde porque voy con sueño.”

No lo dudé.

Me puse una campera azul que tenía a mano, las zapatillas sin medias. Ni siquiera busqué la billetera.

Crucé el barrio con la cara entumecida por el viento.

05:47 am.

La esquina estaba vacía.

Ya hacía 15 minutos que había llegado. Eran unas pocas cuadras, pero la ansiedad me carcomía.

Un auto se acercó y frenó.

La puerta del acompañante se abrió y bajó Alana.

Tacones en mano y pies descalzos, falda corta y una campera ridículamente grande que seguro no era de ella.

Los ojos delineados, el maquillaje corrido. Sonrisa vaga.

No dijo nada. Solo asintió con la cabeza y caminó hacia la puerta.

Entramos.

El pasillo tenía olor a encierro.

La habitación de Esteban era como un museo detenido en el tiempo.

Todo estaba perfectamente ordenado: la cama hecha, los juegos alineados, el escritorio sin una sola hoja fuera de lugar.

Alana dejó caer la cartera sobre una silla y se tiró en la cama de Esteban como si fuera la suya.

—Ahí está todo. Fijate vos —dijo sin modular una sola palabra.

Cerró los ojos. En menos de un minuto, se durmió.

Yo quedé solo en el cuarto, parado en medio de esa limpieza fantasmal, mientras ella, con su maquillaje embarrando la cama y su respiración lenta, parecía completamente ajena a todo.

Me acerqué al estante. Empecé a revisar con cuidado, cuaderno por cuaderno.

Después de unos diez minutos, lo encontré.

Era azul, con una cinta que lo cerraba.

Lo abrí.

En la primera página, el símbolo § dibujado en lápiz, con trazo firme y claro.

Me quedé mirándolo un largo rato.

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