Serena estaba temblando en el altar, avergonzada y agobiada por las miradas y los susurros ¿que era aquella situación en la que la novia llegaba antes que él novio? Acaso se había arrepentido, no lo más probable era que estuviera borracho encamado con alguna de sus amantes, pensó Serena, porque sabía bien sobre la vida que llevaba su prometido. Pero entonces las puertas de la iglesia se abrieron con gran alboroto, los ojos de Serena dorados como rayos de luz cálida, se abrieron y temblaron al ver aquella escena. Quién entraba, no era su promedio, era su cuñado, alguien que no veía hacía muchos años, pero con tan solo verlo, Serena sabía que algo no estaba bien. Él, con una presencia arrolladora y dominante se paro frente a ella, empapado en sangre, extendió su mano y sonrió de manera casi retorcida. Que inicie la ceremonia. Anuncio, dejando a todos los presentes perplejos especialmente a Serena.
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Capitulo 12
La vida de Serena se había vuelto monótona. El tiempo pasaba, pero ella no lograba acostumbrarse a la ausencia de Rhaziel. A menudo se descubría pronunciando su nombre en voz baja, como si esperara una respuesta que nunca llegaba. Cada vez que se sorprendía a sí misma en ese acto, el dolor se reflejaba en su rostro con crudeza.
—¿Dónde estarás? —susurraba a veces, mirando al vacío—. Ojalá, donde sea que estés… estés bien.
El silencio que le respondía era insoportable.
El dolor y la tristeza nunca desaparecían, pero fuera de eso, su vida transcurría de manera inquietantemente tranquila. La Condesa rara vez la llamaba para supervisar sus estudios, y para su fortuna, Roger estaba demasiado perdido en sus vicios y placeres como para preocuparse por ella, de hecho, no lo había vuelto a ver jamás luego de conocerlo por primera vez. Aunque él se negaba rotundamente a casarse —cosa que para Serena era un alivio—, aquella situación le brindaba un margen de libertad inesperado.
Pero había un pensamiento que desde hacía semanas no dejaba de rondar en su cabeza, ¿y si escapaba?
Sabía que no quería casarse con Roger; la sola idea la enfermaba. Él era violento, inmoral, imposible de soportar. Sin embargo, tampoco tenía a dónde ir. Su antiguo hogar no era una opción, lo más probable era que sí regresará ahí, su propio padre la entregara a la Condesa o la vendiera a alguien más. No tenía dinero, ni un refugio, ni nadie a quien recurrir. Si huía sin preparación, la atraparían pronto, y las consecuencias serían terribles. Serena lo sabía, pero el impulso, la chispa de aquella idea, seguía ardiendo en ella.
Un día, vencida por la curiosidad y por esa necesidad de sentir que era dueña de sus pasos, decidió hacer algo que jamás había intentado, explorar más allá de los límites. Se internó en el bosque cercano a la cabaña de Rhaziel. Tal vez era un acto inconsciente, una esperanza ingenua de encontrarlo ahí, como si en cualquier momento pudiera regresar. Fue entonces cuando halló una pequeña apertura en las rejas que rodeaban el terreno.
No lo pensó demasiado. Se abrió paso entre los arbustos y cruzó al otro lado.
El sendero que encontró parecía rodear el camino principal que conducía hacia el pueblo, oculto bajo las sombras de los árboles. Serena vaciló un instante, pero la curiosidad pudo más que el miedo. Así, paso a paso, siguió el sendero hasta que, de pronto, el bosque se abrió ante un espectáculo que la dejó sin aliento.
Era la primera vez que veía el pueblo. Un lugar vibrante, lleno de bullicio, con calles abarrotadas y un aire cargado de voces, aromas y movimiento. Había puestos de todo tipo, frutas, telas, herramientas, especias que embriagaban el olfato y hasta pequeños animales. Comerciantes regateaban a gritos con los clientes, mercenarios lucían sus armas con ostentación, y no faltaban las esquinas más sombrías, donde la mirada de algunos hombres resultaba peligrosa.
Serena, sin querer, comenzó a llamar demasiado la atención. No estaba acostumbrada a aquellas miradas, hombres que se volvían para observarla, mujeres que murmuraban entre sí al verla pasar. El corazón se le aceleró y la incomodidad le tensó los hombros.
—¿Por qué… me miran así? —murmuró, apretando con fuerza los pliegues de su vestido.
Quiso marcharse, pero sus pasos la llevaron sin rumbo hasta un mercado abarrotado. Allí, algo captó su atención. Un grupo de niños corría entre los puestos, llevando cestas y recados de un lado a otro. Cada vez que cumplían una entrega, los comerciantes les daban unas pocas monedas como pago.
Los ojos de Serena brillaron.
—Si ellos pueden hacerlo… ¿yo también podría?
Por primera vez en mucho tiempo, sintió que tenía en sus manos una posibilidad, aunque fuera diminuta, reunir dinero, poco a poco, y ahorrar hasta el día en que pudiera huir de aquel lugar.
Sin embargo, no podía hacerlo de inmediato. Con el aspecto que llevaba ese día, resultaba demasiado evidente, demasiado llamativa. Lo comprendió al ver cómo la gente aún volteaba a observarla con curiosidad.
Regresó al condado esa misma tarde, con el corazón acelerado y la mente rebosante de planes.
Serena apenas había llegado al anexo cuando una doncella la interceptó, sus ojos inquisitivos brillaban como si hubiesen estado esperando aquel momento.
—¿Dónde ha estado, señorita? —preguntó con cierta suspicacia, ladeando la cabeza.
El corazón de Serena se detuvo un segundo, pero su rostro permaneció sereno, como lo había aprendido. La mentira salió con suavidad, apenas teñida de una inocencia convincente.
—En el bosque… —susurró, inclinando levemente la cabeza—. Quise explorar un poco los senderos pequeños que hay allí.
La doncella la miró de arriba abajo, como si midiera la veracidad de sus palabras, pero no encontró nada sospechoso en aquella voz tranquila. Al final, hizo un gesto rápido con la mano y se limitó a escoltarla hasta la mansión principal.
Allí, la Condesa la esperaba, sentada en un sillón alto y delicadamente tallado, con una taza de porcelana entre los dedos enguantados. Todo en ella era exceso, la joya que pendía de su cuello, las telas bordadas de su vestido, incluso la forma ostentosa con que llevaba el té a los labios.
—Quedate ahí —ordenó con voz seca, señalando un espacio vacío frente a ella—. Roger vendrá a verte.
El cuerpo de Serena se tensó, un estremecimiento recorrió su espalda. Apenas logró articular un asentimiento, bajando la mirada de inmediato al suelo como si temiera que cualquier gesto pudiera delatar la agitación que hervía en su interior. La idea de ver al hombre con el que estaba comprometida —aquel rostro que apenas había visto una vez, pero que bastaba para llenarla de repulsión y miedo— la golpeaba como un hierro ardiente en el pecho. No quería estar allí. No quería esperarle. En ese instante, lo único que deseaba era correr, salir huyendo de la sofocante mansión.
El tiempo comenzó a deshacerse lentamente. Los relojes parecían haberse detenido. Cada vez que la doncella rellenaba la taza de té de la Condesa, el ceño de la mujer se fruncía un poco más, como si la tardanza de Roger fuese una afrenta personal. Serena, en cambio, apenas se atrevía a mover un músculo; sus piernas empezaban a dolerle, la espalda se le endurecía, pero lo peor era el agotamiento invisible de tener que mantener el mismo gesto dócil y silencioso durante horas.
El silencio era pesado, solo interrumpido por el repiqueteo de la cucharilla contra la porcelana o el chasquido de la lengua de la Condesa. Serena sentía que cada sorbo que aquella mujer daba a su té era una eternidad que la mantenía prisionera. La esperanza de que Roger no apareciera luchaba contra el temor de que, en cualquier momento, la puerta se abriera y él entrara.
Pasaron numerosas tazas, numerosos suspiros reprimidos. Serena pensaba que ya no podría resistir más cuando, de pronto, la Condesa dejó la taza sobre la mesa con un golpe seco.
—Basta —sentenció, con un tono cargado de fastidio—. Retírate.
Los ojos de Serena se abrieron de par en par. Sintió un alivio tan poderoso que casi le faltó el aire. Se levantó apresuradamente, inclinando la cabeza con una reverencia respetuosa.
—Como diga, mi señora —murmuró, aunque lo que en realidad bullía dentro de ella era la necesidad de escapar.
La Condesa apenas la miró mientras hacía un gesto de desdén con la mano. Serena no esperó un segundo más. Dio la vuelta y salió del salón, caminando lo más rápido que su compostura le permitía hasta que cruzó los pasillos interminables y, por fin, salió hacia el anexo. Allí, al quedar sola, su respiración se volvió agitada, profunda, como si al fin pudiera llenarse de aire después de horas de sofoco.
El miedo no se había ido, pero aquella pequeña victoria —no haber tenido que enfrentarse a Roger— se sentía como un respiro que había arrancado a la fuerza de las garras de la Condesa.