En mi vida pasada, mi nombre era sinónimo de vanidad y egoísmo. Fui un error para la corona, una arrogante que se ganó el odio de cada habitante de mi reino.
A los quince años, mi destino se selló con un compromiso político: la promesa de un matrimonio con el Príncipe Esteban del reino vecino, un pacto forzado para unir tierras y coronas. Él, sin embargo, ya había entregado su corazón a una joven del pueblo, una relación que sus padres se negaron a aceptar, condenándolo a un enlace conmigo.
Viví cinco años más bajo la sombra de ese odio. Cinco años hasta que mi vida llegó a su brutal final.
Fui sentenciada, y cuando me enviaron "al otro mundo", resultó ser una descripción terriblemente literal.
Ahora, mi alma ha sido transplantada. Desperté en el cuerpo de una tonta incapaz de defenderse de los maltratos de su propia familia. No tengo fácil este nuevo comienzo, pero hay una cosa que sí tengo clara: no importa el cuerpo ni la vida que me haya tocado, conseguiré que todos me odien.
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Una via de escape
Punto de vista de Katherine
Al salir del encierro, la luz del sol me golpeó con tal fuerza que mis pupilas se dilataron de manera abrupta. Era obvio que la dueña de este cuerpo llevaba tiempo encerrada, recibiendo cualquier clase de humillaciones de esa mujer.
Aún en shock por lo que me estaba pasando, busqué una salida de aquella enorme casa, pero al ver mi reflejo en un espejo quedé de piedra. La mujer frente a mí era una desconocida. Sus hermosos ojos fueron lo primero que llamó mi atención: el color grisáceo, aunque apagado por el cansancio, era extraordinario.
No había dudas de que con este nuevo cuerpo iba a poder obtener muchas más cosas que en mi vida pasada. Ahora, lo primero era recuperar las fuerzas que le habían quitado a esta pobre chica.
Salí de aquella casa desorientada y sin un plan en mente. Este era un lugar completamente desconocido para mí, y no tenía idea de los peligros a los que me exponía. En mi mundo anterior, yo era una princesa a la que protegían de todo.
Caminé sin rumbo fijo. Las calles eran completamente distintas a lo que conocía. Había carruajes que se movían solos, sin caballos que tiraran de ellos; parecían ser conducidos por humanos de una manera extraña. Me sentía aturdida por el bullicio, el incesante clamor de las voces y el hedor a ciudad.
Mi cuerpo se sentía ligero y mis piernas, débiles por el encierro, empezaron a flaquear. En un intento por alejarme del tráfico ensordecedor, me refugié en el callejón más cercano, buscando un muro donde apoyarme.
Fue allí donde lo encontré.
Estaba de pie en la sombra, fumando un cigarrillo. Vestía ropa sencilla y oscura, sin adornos, pero su postura —rígida, alerta, con las manos guardadas— gritaba autoridad y experiencia. Su presencia era pesada, silenciosa. Lo único que me hizo notar su llegada fue el olor a humo de tabaco flotando en el aire.
Era alto y fornido. Su cabello castaño oscuro estaba corto y su rostro, duro, marcado por una cicatriz que le cruzaba la ceja. Sus ojos, de un marrón profundo e inexpresivo, no me miraban con curiosidad, sino con un conocimiento frío y una innegable hostilidad.
Dejó caer el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el talón de su bota.
—Ya era hora de que salieras a respirar, Katerine —dijo con una voz áspera y baja. Su tono no tenía ni una pizca de respeto, sino un profundo y viejo resentimiento.
Mis pulmones se quedaron sin aire. ¿Cómo era posible? El nombre de esta estúpida chica, pronunciado por un extraño en un callejón, fue suficiente para helarme la sangre. ¿Quién era él para conocerla y, más importante, para dirigirse a ella con tanto desprecio crudo?
El desprecio. Esa era la clave. Era el mismo veneno en la voz de Esteban.
Mis pulmones se quedaron sin aire. El nombre de esta estúpida chica, pronunciado por un extraño en un callejón, fue suficiente para helarme la sangre. ¿Quién era él para conocerla y, más importante, para dirigirse a ella con tanto desdén?
Mi mente tardó un microsegundo en procesar el miedo de la chica y el antiguo orgullo de la princesa Katherina. Y, por supuesto, el orgullo ganó.
Ignoré el dolor de mi mejilla y la debilidad de mis piernas. Enderecé la espalda con una rigidez que el cuerpo de la chica jamás había conocido, levanté la barbilla y clavé mis ojos grises en los suyos, que eran de un marrón inexpresivo.
—No sé quién eres —respondí, y la voz que salió fue débil y áspera, pero la inyecté con todo el desprecio que recordaba de mi vida pasada—. Pero te aseguro que tu tono te costará caro.
No hubo miedo en mis ojos, solo la fría promesa de un castigo.
El hombre ni siquiera pestañeó. Una sonrisa lenta y casi imperceptible se dibujó en la cicatriz que le cruzaba la ceja, y era la sonrisa de un depredador que encuentra el juguete más interesante de la caja.
—Ah, sí. La Katerine de siempre —dijo, dando un paso fuera de las sombras, acortando la distancia—. O tal vez no. Te han dado una paliza peor de lo habitual.
Se detuvo a menos de un metro. Yo no retrocedí. La furia me impedía moverme. ¿Se atrevía a hablar de mis palizas?
—Eso no es de tu incumbencia —siseé.
El hombre suspiró, inclinando la cabeza.
—No lo es. Pero la situación de tu... familia sí que lo es. Escucha, Katerine. Tienes un problema, y yo soy la única solución que encontrarás en este agujero.
—¿Una solución? —Me reí, un sonido débil que se convirtió rápidamente en un gruñido. ¿Soluciones de un desconocido en un callejón?—. Yo soy mi única solución. Siempre lo he sido.
Sus ojos se estrecharon. Él percibió el cambio en mí, la nueva fuerza que residía en ese cuerpo.
—Interesante. Siempre fuiste una tonta, pero ahora pareces tener... garras. Bien. Dame una razón para no devolverte a esa casa ahora mismo. Dame una razón para que te crea capaz de destruir a los tuyos.
Clavé mi mirada en la cicatriz de su rostro. La debilidad física de este cuerpo era humillante, pero mi mente era una fortaleza.
—Tú quieres destruirlos por resentimiento, por la deuda de algún pasado que no me interesa —dije, escupiendo las palabras con una autoridad inusual para una chica golpeada—. Yo quiero destruirlos porque se atrevieron a tocarme. Esa es una diferencia crucial.
El hombre se cruzó de brazos, divertido.
—Y una chica que no puede evitar ser abofeteada va a lograr esa destrucción, ¿cómo exactamente?
—La otra Katerine era una tonta que sufría. Yo, en cambio, soy una experta en la maldad. La gente se cree que la crueldad es un impulso, pero es una ciencia. Yo sé cómo manipular la miseria y el odio para que trabajen a mi favor.
Se detuvo, por fin pareciendo impresionado.
—Explícate.
—Esta chica es la escoria, la que nadie escucha ni respeta. Nadie me verá venir. Yo puedo entrar y salir de esa casa, escuchar sus secretos, mover las piezas sin levantar sospechas. Para ellos, sigo siendo la tonta. Tú eres el puñal; yo seré el veneno lento.
Me incliné hacia él, a pesar del riesgo.
—Quieres destruir a mi familia —enfatizé con desprecio—. Yo quiero que, cuando caigan, lo hagan de la manera más dolorosa e humillante posible. Y tú no sabes nada de humillación a gran escala. Pero yo... yo soy una experta.
El hombre consideró mis palabras un momento, y luego asintió con una lentitud glacial.
—De acuerdo. Tienes mi atención.
Me crucé de brazos, imitando la postura de autoridad de una antigua reina.
—Perfecto. Ahora, vamos a dejar algo claro. No soy tu subordinada, y no me das órdenes. Soy una aliada. Y mi precio es simple: ayúdame a obtener poder en este mundo, y yo te entregaré sus cabezas.
La sonrisa del hombre se amplió, dejando ver el filo de su intención.
—Me parece un excelente trato, Katerine. — Dijo. Mi nombre es Dante Viteri. — Continuo con firmeza.
Asentí, guardando su nombre. Dante Viteri. Sonaba a acero frío y promesas rotas.
—Bien, Dante Viteri. Ahora, ¿me sacarás de este callejón antes de que la tonta de tu aliada se desmaye, o esperas que te dé el plano de mi casa familiar aquí mismo?
Dante soltó una carcajada seca, la primera emoción honesta que había mostrado.
—Vamos. Pero debes saber que una vez que caminas conmigo, ya no hay vuelta atrás.
—No busco la vuelta atrás —respondí. Mi voz, aunque aún débil, era firme. —Busco un trono.