A los cincuenta años, Simone Lins creía que el amor y los sueños habían quedado en el pasado. Pero un reencuentro inesperado con Roger Martins, el hombre que marcó su juventud, despierta sentimientos que el tiempo jamás logró borrar.
Entre secretos, perdón y descubrimientos, Simone renace —y el destino le demuestra que nunca es tarde para amar.
Años después, ya con cincuenta y cinco, vive el mayor milagro de su vida: la maternidad.
Un romance emocionante sobre nuevos comienzos, fe y un amor que trasciende el tiempo — Amor Sin Límites.
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Capítulo 2
Mi vida nunca ha sido exactamente un cuento de hadas. Crecí viendo a mi madre ser humillada, y cada día siento más rabia por su silencio ante las actitudes de mi padre.
—Geovana, ¡la cena está lista! Vamos a cenar, hija —dijo mamá, con ese tono de voz manso, como si intentara esconder el dolor.
Miré la mesa puesta y solté, casi en un desahogo:
—¿No vamos a esperar a papá?
Ella suspiró.
—Él llamó. Dijo que no vuelve a cenar, que llegará tarde.
Reí con amargura.
—Seguro que va a encontrarse con la amante de nuevo. Ya se pasó de la raya, mamá, no sé cómo soportas eso.
Sus ojos me cortaron, llenos de súplica.
—Hija, deja de calumniar a tu padre. Tamara es solo amiga de trabajo de él.
—No seas ingenua, mamá. Papá se encuentra con esa mujer fuera del horario de trabajo, vive comparándote con ella... Sinceramente, no te entiendo.
Ella desvió la mirada y el silencio se extendió entre nosotras como una pared infranqueable. Nos sentamos a la mesa, masticando más amarguras que comida.
Después de la cena, subí a mi cuarto. Cerré la puerta con llave e intenté distraerme. Mi corazón latía acelerado; aún no tenía respuesta del hospital al que envié mi currículum. Era mi sueño, la chance de finalmente salir de esa prisión emocional y construir algo solo mío. Cerré los ojos e imaginé el teléfono sonando con la buena noticia...
Cuando me di cuenta, el sueño me venció.
A la mañana siguiente, desperté ansiosa. Hice mi higiene apurada y bajé aún en pijama para el café. El olor del pan fresco llenaba la cocina, pero el semblante de mi madre denunciaba lo que yo ya sospechaba: él no había dormido en casa de nuevo.
Poco después, oí la llave girar en la cerradura. Mi estómago se revolvió. La puerta se abrió y allí estaba él: Marcelo Lins, mi padre. El hombre que debería ser el ejemplo de mi vida, pero que solo me trae disgusto.
—Voy a tomar un baño y ya bajo para el café —dijo, como si nada estuviera mal.
—Sí, ve a tomar tu baño, el café está listo —respondió mamá, dulce como siempre.
Me quedé en silencio, pero por dentro gritaba. La mirada cínica que él nos lanzó me enojó, y el cariño con que mi madre aún lo trataba me daba rabia. ¿Cómo lo lograba? ¿Cómo soportaba todo eso?
Yo quería gritar, echar la verdad en la cara de los dos, pero me tragué las palabras. Aún no era la hora. Tal vez el hospital sería mi salvación, mi puerta de fuga. Hasta entonces, solo me restaba observar... y acumular fuerzas para el día en que no sería más rehén del silencio de mi madre, ni de las mentiras de mi padre.
Yo aún estaba allí, removiendo mi rabia, cuando oí el celular vibrar sobre la mesa de la cocina. Mi corazón dio un salto. Tomé el aparato rápido, casi derribando la taza de café.
En la pantalla, un número desconocido.
Por un instante, pensé en no atender, pero algo dentro de mí susurró que aquella llamada podría cambiar mi vida. Respiré hondo y deslicé el dedo.
—¿Aló? —mi voz salió trémula.
—Buenos días. ¿Hablo con la señorita Geovana Lins? —preguntó una voz femenina, profesional, firme.
—Sí, soy yo.
—Aquí es Julia, del sector de Recursos Humanos del Hospital Vida Plena. Estamos retornando su contacto en relación al currículum enviado.
Sentí las piernas temblar. Me apoyé en el mostrador de la cocina, y mi madre me miraba curiosa, intentando descifrar por mi expresión lo que estaba sucediendo.
—Sí, claro… estoy oyendo —respondí, intentando parecer confiada.
—Analizamos su currículum y nos gustaría invitarla para una entrevista mañana a las 10h.
Mi corazón se disparó tanto que parecía querer salir por la boca. Era la oportunidad que yo soñaba, tocando a mi puerta.
—¡Estaré allí! ¡Muchas gracias, de verdad! —respondí casi sin aliento.
—Óptimo. Traiga sus documentos y buena suerte. —La llamada se cerró.
Por algunos segundos, me quedé paralizada, aún sosteniendo el celular contra el oído, como si temiera que todo no pasara de un sueño.
—¿Qué fue, hija? —preguntó mamá, preocupada.
Sonreí por primera vez en días, y lágrimas escurrieron sin que yo consiguiera contenerlas.
—¡Mamá… el hospital me llamó para una entrevista! ¡Mañana!
Ella abrió los brazos y me abrazó fuerte, emocionada también. Pero, por detrás de mi alivio, sentí la mirada de mi padre, que había acabado de volver a la cocina. Él nos observaba en silencio, con aquella expresión fría, como si nada de eso tuviera importancia.
Fue en ese instante que tomé una decisión dentro de mí:
Si consigo esta vacante, no voy a depender más de él, ni asistir a mi madre arrastrándose detrás de migajas de atención. Yo voy a construir mi propia vida.
En aquella mañana, más que nunca, supe que mi futuro no estaba en aquella casa; estaba más allá de ella.