Griselda murió… o eso cree. Despertó en una habitación blanca donde una figura enigmática le ofreció una nueva vida. Pero lo que parecía un renacer se convierte en una trampa: ha sido enviada a un mundo de cuentos de hadas, donde la magia reina… y las mentiras también.
Ahora es Griselda de Montclair, una figura secundaria en el cuento de “Cenicienta”… solo que esta versión es muy diferente a la que recuerdas. Suertucienta —como la llama con mordaz ironía— no es una víctima, sino una joven manipuladora que lleva años saboteando a la familia Montclair desde las sombras.
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capítulo 2
En la tarde, luego de una siesta profunda.
Griselda se despertó agitada. El aire era distinto. Su respiración pesaba, pero no como en las carpas húmedas del circo, sino por el eco de los años vividos como esclava. Cada costilla, cada dedo torcido, le recordaba las noches en jaulas, los aplausos burlones, los gritos de los niños que lanzaban pan duro como si fueran monedas.
Sus ojos, aún empañados por el recuerdo, vieron imágenes que deseaba borrar: su madre fregando pisos en el castillo, su hermana llorando en una esquina de un burdel, y ella, vendida como “atracción exótica”.
Y entonces lo comprendió. Estaba de vuelta.
Su cuerpo no era el de una mujer vencida. No más. Era el suyo de antes, cuando aún tenía mejillas redondas y un trasero que no había conocido látigos. Estaba en su habitación, en su antigua casa, la noche antes del baile real.
Y esa noche, pensó, todo cambiará.
***
Horas más tarde, escondida entre calabazas, escuchaba pasos suaves acercarse. El aire se volvió brillante. Un suave campanilleo flotaba en el ambiente. Y allí, descendiendo como si no pisara el suelo, apareció ella: el hada madrina.
Con su vestido de tul azulado, su cabello recogido en rizos plateados y una varita que parecía más decorativa que útil, caminó directo hacia la cocina… buscando a la “elegida”.
Pero Griselda salió antes.
—¡Ayer tú! —gritó, emergiendo entre las hojas de calabaza como un jabalí enojado.
El hada dio un salto.
—¡Por las barbas del rey! ¿Quién eres tú?
—Soy Griselda de Montclair. Quizás me recuerdes por mi papel como "la hermanastra gorda" en el cuento de la cenicienta perfecta. Pero esta noche, madame purpurina… esta noche, yo soy la elegida.
El hada la observó, ladeando la cabeza.
—Pero... tú no eres...
—¿Delgada? ¿Rubia? ¿Trágicamente huérfana y manipuladora? ¡Lo sé! Pero escúchame. Esa rubia oxigenada va a usar tu magia para destruirnos. Lo he visto. He vivido su reinado. Y déjame decirte, tu alumna estrella tiene más sombras que alas.
—Hmm…
—Te ofrezco una alternativa —insistió Griselda, respirando agitada—. Ayúdame a competir en igualdad de condiciones. Y si no gano, al menos perderé con estilo.
El hada la miró largo rato.
—Solo hasta la medianoche.
—Acepto.
—Y no más deseos cuando sepas lo bien que te ves.
—Lo juro por el pan de ajo.
Con un suspiro resignado, el hada madrina alzó su varita. Un destello la envolvió, cálido y chispeante. El aire se volvió dulce, como a canela.
No fue necesario hacer demasiado. Solo unos kilitos menos, ajustar una cintura aquí, suavizar un muslo allá. Porque, la verdad sea dicha, Griselda era bella. Siempre lo fue. Su piel era de porcelana natural, con pecas suaves en la nariz; sus rulos rojizos, domesticados ahora por magia, caían como una cascada brillante sobre sus hombros. Tenía labios carnosos, ojos color miel con destellos de fuego y una sonrisa que podía desarmar a cualquiera... si no estuviera normalmente escondida detrás de una galleta.
—¡Santo cinturón real! —exclamó Griselda al verse—. ¡Estoy… impresionante! ¡Irreconocible! ¡Incluso para mí!
—Ve. Y recuerda: a medianoche...
—¡Sí, sí! Me convierto otra vez en calabaza. ¡Lo tengo!
***
En el baile real...
El castillo brillaba. Candelabros colgaban del techo como soles atrapados, la orquesta tocaba una melodía suave, y el suelo estaba tan encerado que Griselda se resbaló dos veces antes de llegar a la entrada principal.
La gente la miraba.
—¿Quién será esa dama? —susurraban.
—¿De qué casa noble viene?
—¡Miren ese cabello! ¡Esa piel!
Incluso su madre y su hermana, de pie cerca del vino espumoso, no la reconocieron.
—¿No es esa…? —musitó Anastasia.
—Imposible —replicó la Duquesa Evelyne, sin apartar la vista—. Ninguna mujer con esa silueta puede haber salido de mi útero.
Griselda sonrió, conteniendo la carcajada. ¡Qué divertido era verlos confundidos!
Entonces la vio. Suertucienta. En un rincón, con su vestido azul robado de alguna producción teatral y cara de ángel caído. Observaba todo con atención. Buscaba su momento.
Pero esta vez, ese momento sería de Griselda.
El príncipe apareció, caminando con la gracia de una rama tiesa. Miró a su alrededor buscando a una doncella para abrir el baile, pero antes de que pudiera siquiera pestañear…
—My Lady —dijo una voz profunda a su lado—. ¿Me concede el honor de este primer baile?
Griselda giró. Allí, de pie, estaba el primo del príncipe. El heredero del imperio vecino. Príncipe Filip. Alto, elegante, con un aire de fastidio divertido. Un tipo que parecía más interesado en reírse de la corte que en gobernarla.
—¿Me estás hablando a mí? —preguntó ella, fingiendo sorpresa mientras intentaba no desmayarse por la hermosura.
—Sí. Y si me rechazas, estaré obligado a bailar con mi tía abuela. Tiene juanetes y pisa fuerte.
Ella rió. El tipo era encantador.
—Bueno, no puedo permitir eso. La pobre señora no se merece tus juanetes.
Tomó su mano y se dejó llevar al centro del salón. La orquesta comenzó una pieza suave. Giraron. Bailaron. Griselda flotaba. No solo por la magia. Por primera vez, sentía que su cuerpo tenía lugar. Que no molestaba. Que no debía esconderse.
—Tienes nombre, mi dama misteriosa —dijo Filip mientras la hacía girar con elegancia.
—Gris… —tosió— Gisela. Dama Gisela de… Lechón… Letchonshire. Una tierra lejana y llena de vacas. Y pan. Mucho pan.
Filip arqueó una ceja. Luego sonrió.
—Debes contarme más sobre esa tierra. Suena deliciosa.
Y mientras bailaban, Griselda sintió que algo dentro de ella se abría. Un espacio nuevo, fresco. No era la oportunidad de vengarse. Era la oportunidad de vivir.
Y al fondo del salón, Suertucienta apretaba los puños, preguntándose quién demonios era esa mujer que le había robado la atención del príncipe… y algo peor: el protagonismo.